15 de enero de 2021

Las dos varas de medir de la Iglesia

 Reconozco un cierto brindis al anticlericalismo demagógico con el título de estas líneas. Porque bien podría alguien que mire con malos ojos a la Iglesia pensar que me estoy refiriendo a cómo ésta mide a unos con una vara y a otros con otra. Y no es así, porque ni la Iglesia tiene ninguna vara propia de medir, ni las dos que tiene prestadas por Cristo son para medir a unas personas con una y a otras con la otra.

Efectivamente, la Iglesia no tiene ninguna vara propia con la que medir. Tiene las varas que le ha dado Cristo para que mida en su nombre. Y Cristo tiene dos varas. Pero esas varas no son para medir con una u otra persona, según quién, sino para medirnos a cada uno de nosotros, los seres humanos, con una u otra según lo que quiera medir. ¿Cuáles son esas dos varas? Paso a describirlas.

La primera es la que yo llamaría la vara de la grandeza. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza. Es decir, nos ha hecho unos seres portentosos, grandiosos. Como nos recuerda el salmo 8: “Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, le coronaste de gloria y majestad, le diste el dominio sobre la obra de tus dedos, todo lo pusiste a sus pies: rebaños y vacadas, todos juntos y aún las bestias salvajes, las aves del cielo, los peces del mar y todo cuanto surca las sendas de las aguas”. En mi lenguaje, mucho más vulgar, digo que, si Dios nos hubiera hecho un coche, nos hubiera hecho un Ferrari Testarossa, el coche más veloz y poderoso que existe[1]. Recién creados como seres humanos[2], podíamos manejar el universo, con todas sus fuerzas, podíamos detener la enfermedad, los desastres naturales, todo. Pero todo eso lo podíamos hacer únicamente en Su nombre. La cagamos cuando quisimos hacerlo en nombre propio, cuando quisimos ser nuestro propio dios. Pero seguimos siendo un Ferrari Testarossa al que hemos jorobado echándole gasoil. Y aquí estamos, parados, vendiendo a saldo las ruedas, el volante, el motor y usando lo que queda de nuestro grandioso coche para jugar a las cartas encima de su capó con otros que tienen también su coche estropeado por culpa del gasoil, y convenciéndonos unos a otros de que, en realidad, los coches están hechos para jugar a las cartas en su capó. Pero Dios sigue viendo todavía, en el desguace en que hemos convertido nuestro Ferrari, el coche tal como lo que Él soñó, diseñó y creó. Igual de magnífico. Desde el primer día que la cagamos nos dijo: “La habéis cagado, pero esto tiene arreglo y lo vamos a arreglar juntos”. Bueno, no lo dijo así. Realmente dijo a Adán: “Maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida. Ella te dará espinas y cardos y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que has sido formado, porque eres polvo y al polvo volverás”. Y antes le había dicho a Eva: “Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor”. Esto no fue, sin embargo, un castigo. Fue la constatación de las consecuencias de haber roto el pacto cósmico que teníamos con Él. Pero, antes incluso de estas terribles palabras para ambos, había puesto la venda antes que la herida. Dirigiéndose al diablo, disfrazado de serpiente, le dijo: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza, pero tú sólo herirás su talón”. Es decir, en mi lenguaje un poco torpe, lo que les dijo fue: “Esto tiene arreglo y lo vamos a arreglar juntos, aunque la hayáis cagado”. Es decir, Dios ve en nosotros todavía el Ferrari Testarossa que fuimos y que volveremos a ser. Nosotros mismos, con la ayuda de Dios, lo reconstruiremos. Pero lo que no podemos es decirle a Dios: “Anda, jo, porfa, ya que mi Ferrari está hecho una mierda, medio desguazado, con el motor gripado por el gasoil, con tres de las cuatro ruedas, la caja de cambios y el volante vendidos a saldo, sé bueno y dinos que vender la rueda que queda, el chasis y el embrague está bien. ¡Ah!, y danos una baraja nueva para jugar sobre el capó, que la que tenemos se nos está quedando vieja”. Sencillamente, no podemos pedirle a Dios que haga eso. Podemos pedírselo y, de hecho, a menudo se lo pedimos. Pero, afortunadamente, Dios no nos hace caso. Si nos lo hiciese nos estaría diciendo que ya no quiere reconstruirnos, que somos una mierda sin remisión. Y Dios jamás dirá algo así. NUNCA. Porque como dice san Pablo: “Cristo Jesús, el hijo de Dios, [...], no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’; en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’. Y por Él podemos responder: ‘Amén’ a Dios, para gloria suya” (2 Corintios 1, 19-20). Las promesas de Dios no tienen ni fecha de caducidad ni existen defectos ni pecados humanos que le impidan cumplirlas. ¡Esto se arreglará pero, HOMBRE, acuérdate de lo que eres, no olvides tu inmensa grandeza! Esta es la primera vara de medir de Dios y, por lo tanto, de la Iglesia. Y gracias a Dios, la Iglesia no echa agua al vino. Pero ojo, la vara de la grandeza es para recordarnos quienes somos, no para fustigar con ella.

La segunda vara de medir es la de la misericordia. Porque, como también nos dice un salmo, ahora el 103 (102): “Pues como la altura del cielo sobre la tierra, así es su amor con los que le honran; y como dista el oriente de occidente, así aleja de nosotros nuestros pecados. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles. Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo. […] Pero el amor de Dios a sus fieles dura eternamente y su salvación alcanza a hijos y nietos, a todos los que guardan su alianza”. Es decir, es con esta vara es con la que Dios nos concede su salvación. Esa vara es la grandeza de su misericordia y la fuerza de su salvación. “No importa lo que hayas hecho de tu Ferrari –nos dice. No importa cuan pringado este su motor de sucio gasoil. No importa cuántas ruedas, volantes, cajas de cambio y otras partes del coche hayas vendido a saldo. Tan sólo con que tú me digas que quieres que te ayude a dejarlo niquelado, me pongo a ello contigo”. Es decir, con que guardemos su alianza, con que le honremos, con que reconozcamos que es nuestro Dios y le pidamos que esté con nosotros, su amor vuela hasta nuestro lado y empieza a reconstruirnos para que volvamos a ser el Ferrari que nunca debimos dejar de ser. Sólo eso: honrarle como Dios y guardar su alianza entre Dios a criatura. Pero somos nosotros los que tenemos que quererlo. Dios nos ha ofrendado parte de su omnipotencia al hacernos libres. El padre del hijo pródigo no podía ir a buscarle al mundo de los cerdos. Tuvo que ser el hijo el que dijese, asqueado de vivir entre animales impuros: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen de todo y no les falta de nada! Me levantaré e irá al padre. Le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”. Y el padre le abrazó, le cubrió de besos, le calzó las sandalias, le puso una túnica e hizo una fiesta para celebrar su regreso matando en becerro cebado, ante la envidia del mezquino hermano mayor. ¡Así es la vara de la misericordia de Dios! Sólo el pecado contra el Espíritu Santo, es decir, querer ser dioses, la idolatría con nosotros mismos, el preferir vivir entre los cerdos sin el amor de Dios no tiene perdón hasta que no nos sepamos criaturas necesitadas.

Nos lo dice san Juan en la primera de sus cartas: “Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el Justo. Él ha muerto por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero”. (1ª Carta de san Juan 2, 1-2) Y, ocho siglos antes, Dios nos anunciaba a este abogado por boca del profeta Isaías:

“Sin embargo, el llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos. Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados”. (4º Poema del Siervo de Yavhé. Isaías 53, 4-5).

Y la Iglesia, como tal, a lo largo de sus veinte siglos de existencia ha utilizado esta vara de medir de la misericordia a través de los sacramentos instituidos por aquél que “Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados”.

San Ireneo decía: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. El hombre viviente, dice san Ireneo. No dice el hombre ideal, no dice el hombre que fuimos, no dice el hombre que llegaremos a ser. No. Dice el hombre viviente. Nosotros. Con nuestras mezquindades, pecados, miserias, etc., etc., etc.

Ahora bien, la Iglesia está formada por seres humanos de carne y hueso y entre estos a lo largo de la historia, han primado a veces los que usaban una u otra vara de medir. Muy a menudo ha prevalecido entre los cristianos y la jerarquía de la Iglesia la vara de la grandeza, con olvido de la de la misericordia. Y muchos la levantaban en alto, con el dedo acusador, sin mirar la vara de la misericordia, para condenar, anatemizar, despreciar y, a veces, insultar. Porque la primera vara, sin la segunda, es odiosa. Pero en otras épocas de la historia, tal vez en ésta más que en ninguna, se odia la vara de la grandeza –tal vez por culpa de los propios cristianos anatemizadores– y parece que sólo existe y que únicamente debería existir la vara de la misericordia. Pero si la vara de la grandeza, sin la de la misericordia, se hace odiosa, la de la misericordia sin la de la grandeza se hace despreciable. Es un insulto a lo que somos.

Hace unas semanas, en un texto muy duro hacia el Papa Francisco por su visión de la economía, afirmaba, sin embargo, que creo que es un gran Papa, uno de los buenos de la historia. Esta afirmación me supuso alguna interpelación que me llevó a escribir una “justificación” de por qué creía eso. Y esta justificación me valió en mi blog una respuesta que rayaba –no, no rayaba, entraba por completo– en el insulto y la descalificación ad hominem. Pues bien. Me reafirmo en mi justificación. La forma de usar las dos varas por el Papa Francisco me parece excelente. No ha desechado, ni mucho menos, como parecen creer muchos de los que le atacan por motivos doctrinales, la vara de la grandeza, pero usa con gran destreza la de la misericordia. Que nadie me entienda mal. No digo que otros Papas no hayan usado bien las dos varas. Soy un entusiasta de todos los Papas que he podido conocer en mi vida, desde Pío XII hasta Francisco. Soy un especialísimo admirador de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Creo que ambos han sabido usar las dos varas con enorme sabiduría. Pero no estoy elaborando un ranking de buenos Papas. Simplemente digo que me gusta la forma de usar ambas varas por este Papa y que creo que el signo de los tiempos requería un Papa que las usase como las usa éste. Una  de las frases que más me gusta de este Papa es cuando nos dice a los cristianos que tenemos que ser facilitadores de la gracia y no sus aduaneros. Pues pongámonos a ello usando como Dios manda las dos varas de medir.



[1] Siempre que pongo este ejemplo alguien se encarga de recordarme que me he quedado en los años 80. Bueno, puede ser, los coches no me interesan mucho. Que cada uno ponga el que crea que es el mejor coche del mundo.

[2] La evolución nos dio nuestro cuerpo, pero el alma es creada por Dios y se la insufló por primera vez al cuerpo, desarrollado por evolución, de unos Homo Sapiens. A quien quiera saber más de esto, le recomiendo que compre mi libro “Más allá de la ciencia”, breve y fácil de leer, editado por Ediciones Palabra en su colección Dbolsillo.

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