12 de enero de 2021

La oración de todas las cosas 11. Con el sudor en el rostro

 XI. IN SUDORE VULTUS 

Con el sudor de tu rostro

Pierre Charles S.J.

Los hombres no han encontrado nunca la famosa piedra filosofal que debía convertir en oro puro las piedras más ordinarias; pero han logrado magníficamente fabricar vanidad con toda especie de escombros y han conseguido extraer orgullo bien auténtico de todas las verdades y de todas las mentiras. Orgullo del individuo, ufano de su mostacho o de sus dijes; orgullo de la raza, ufana de sus ojos azules o de sus ojos negros; orgullo de la nación, ufana de sus gloriosas rapiñas o aún de sus antiguos desastres. Sí, Señor, sí, sabemos algo de la vanidad; la sacamos un poco de todo: del cabello, de la barba, de la tez, de la edad, de las condecoraciones, de los muebles, de los perros, de las colecciones, de los parterres de flores, de las cavas de vino y aún de los falsos dientes de oro. Los hombres se han vanagloriado en detrimento de las mujeres, y han canonizado durante siglos las tonterías algo solemnes del viejo Aristóteles. Los blancos se han gloriado con detrimento de los negros, y los caballeros con detrimento de los peatones y los nobles con detrimento de los plebeyos y campesinos.

Contra la producción maciza del orgullo yo quisiera hoy descubrir las fuentes de la humildad. Porque si hay cosas de las que extraemos pensamientos vanidosos, debe haberlas también –y a granel, sin duda– que nos llenarían de buena gana de una dulzura modesta y de una condescendencia que podrían hasta deshacer nuestras pretensiones. Busco un pedagogo discreto que me muestre los caminos de la simplicidad y me enseñe a ser humilde, sin imponerme toda una carga de abstractos razonamientos. Me han probado ya, Señor, que soy un ser finito, que moriré un día, que la humildad es indispensable a un cristiano y que abre la puerta a una multitud de otras virtudes. Se han tendido sutilmente redes de silogismos para establecer las relaciones de la humildad con la obediencia, o la religión o la justicia... Hay muchas palabras muy sabias y teorías muy ingeniosas; pero esta tarde me siento un pobre hombre cansado, sin ningún gusto por las acrobacias dialécticas. Envíame, Señor, uno de tus mensajeros modestos, que sin ruido de palabras me persuada de colocarme buenamente en mi sitio y me deje en la dulzura de la humildad. 

In sudore vultus; conozco el sudor de la fatiga, y hasta el de la angustia. No tiene nada de distinguido. Nos excusamos de él; hasta nos da vergüenza. Parece plebeyo y lo secamos lo mejor que podemos con el pañuelo. Y con todo podría recordarme, al menos tan bien como la ceniza de Cuaresma, mi condición pedestre y servir para mis ofrecimientos. Tú mismo has sentido, Señor, este terrible sudor de angustia inundar tu rostro la noche de los Olivos. Por mandato divino está asociado desde los orígenes a nuestro duro oficio de hombre. Tendrás misericordias especiales y una ternura particular por esos enfermos inundados de sudor febril, y por todos esos trabajadores chorreantes que pasan el revés de la manga sobre la frente. Tú has conocido todo esto; Tú, el Pastor de multitudes fatigadas, y no lo has desdeñado. ¿No puedo yo presentarte el homenaje de mis sudores en la humildad de mis oblaciones, como un trabajador o como un mensajero? No vas a encontrarlo irrisorio; cae muy bien en la línea de mi naturaleza humana, y cada día millones de humildes frentes se perlan al servicio de tu Iglesia. El pensamiento puro ignora estas pobres cosas, pero Tú nos hiciste así, y cuando el sol pica y trepamos las pendientes, o cuando llevamos fardos, o cuando nos sentimos desfallecer, o cuando el peligro repentino nos amenaza, no vivimos en el pensamiento puro, y las gotas de sudor resbalan sin remisión. 

La más difícil virtud es tal vez la de aceptarnos tales cuales somos y renunciar a todas las ficciones ventajosas, a todos los disfraces y a todas las pelucas. Parece que nuestro primer cuidado sea siempre contradecir la obra divina y probar, por una imposible evasión, a escapar a nuestra naturaleza. Pero la paz no reside en las ficciones. Es siempre una conformidad sincera. Ante todos esos humildes rostros, húmedos de sudor, niños o adultos, negros o blancos, obreros o moribundos, yo quisiera acordarme siempre de tu santa Faz divina y del velo de la Verónica. 

Hay tantos, Señor, que no tuvieron nunca en la tierra la oportunidad de leer y de aprender; que no pudieron sentarse a la sombra para meditar los diálogos de Platón, desasosegados sin cesar por la urgencia de la vida cotidiana. Quiero confundirme con esa multitud; con la multitud de tus criaturas sudorosas. Inclinadas sobre los hornos de cocinas o sobre los de la gran industria, remando en piraguas a pleno sol o engrasando máquinas en salas sofocantes de calor; llevando ladrillos o empujando el arado; con el saco al dorso, durante las marchas militares o arrastrando al sesgo pesadas cargas; sobre su piel blanca o negra, o morena, el sudor del trabajo les confiere una especie de nobleza; y Tú eres misericordioso con los que penan.

In sudore vultus, yo mismo no tendré, tal vez, mejor ofrenda que hacerte. Te hablará de mi debilidad y de mis esfuerzos; y, más que muchos discursos, estará lleno de verdad.

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