CAPÍTULO XIV
- En ese primer vagabundeo por Galilea, unos días antes de lo que te acabamos de contar del barranco de la muerte, Jesús nos llevó a Nazareth –hablaba Judas–, donde Jesús y yo habíamos vivido desde nuestra vuelta de Egipto y donde siguen viviendo Miriam y nuestros hermanos. Algunos días antes, en una de nuestras jornadas de sanación, vinieron mi tío Cleofás, mis dos tías y mi hermano Jacob con la intención de hacer volver a casa a Jesús y a mí, diciéndonos que estábamos trastornados. A Miriam se la veía muy triste, como si estuviese allí obligada. Aunque sólo estuvieron un rato, volvieron bastante impresionados. Cuando les dijeron a la gente quiénes eran, una mujer gritó a Jesús: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Jesús miró a la mujer que había gritado. Luego miró a su madre, la sonrió y, mirándole a los ojos fijamente le dijo:
- Más bien dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.
- ¿Conoces Nazareth, Mattaj? –me preguntó Judas. Ante mi negativa continuó:
Nazareth es un pueblo muy pequeño, pero desde un acantilado cerca del pueblo, la vista se pierde en el fértil valle de Jezrael y, los días claros, se divisa al fondo el monte Tabor, desde donde bajaron los ejércitos de Israel, al mando de Barac y Débora, para atacar y desbaratar al poderoso ejército cananeo al mando del general Sísara. Miles de veces, Jesús y yo habíamos estado sentados en el acantilado, imaginándonos la batalla final entre el bien y el mal, la batalla de la colina de Meguido, Har Meguido, que los griegos llaman Armagedón, que se desarrollará allí al fin de los tiempos. También allí, en Meguido, había muerto el rey Josías, el gran reformador de la idolatría de Judá, en una batalla innecesaria contra el faraón Necao. Ni Jesús ni yo entendíamos porqué Josías, un rey fiel a Elohim, había sido abandonado por YeHoVaH para morir a manos de un extranjero. Desde niños, allí sentados, imaginábamos cómo habríamos defendido al rey Josías en la batalla de Meguido, cómo hubiésemos luchado con el ejército de Barac y Débora y, sobre todo, como combatiríamos del lado del Ungido de Elohim, contra las fuerzas de Satán si YeHoVaH nos concediese vivir el fin de los tiempos y participásemos en el Armagedón. La última vez que estuvimos allí, justo antes de la partida de Jesús, me dijo: “Ya entiendo por qué tuvo que morir Josías. La batalla de Har Meguido no se ganará con espadas, ni con carros, ni con lanzas, sino con la misericordia”. Me quedé perplejo con esas palabras suyas, pero antes de que pudiera preguntarle se levantó y se fue a casa a toda prisa. Cuando llegué detrás de él me encontré con la noticia del accidente de José y nunca tuve ocasión de preguntarle sobre ellas. Ahora empiezo a entenderlas y no hago preguntas. Sé que algún día las entenderé del todo.
Llegamos a Nazareth al atardecer de un viernes –continuó Judas con el hilo de su histori, que había roto para ponerme en antecedentes sobre Nazareth–. Normalmente los viernes por la tarde no había mucha gente que nos siguiese, porque a partir de la puesta del sol empieza el Sabath. Entramos en el pueblo y, naturalmente, fuimos a nuestra casa. Nos cruzamos con algunas personas que se quedaban mirando a Jesús como si fuera una aparición. Evidentemente, hasta allí había llegado la fama de las curaciones de Jesús. Cuando llegamos a casa, mi padre, mis tíos y todos mis hermanos se quedaron asombrados. Se leía en su cara una mezcla de enfado por lo que ellos creían la huida de Jesús tras la muerte de José hacía unas lunas y mi desaparición tras él hacía unas semanas y, por otro, la extrañeza ante las cosas que oían contar, y que algunos de ellos habían visto, de las curaciones de Jesús. A esto se mezclaba la preocupación de ver que llegábamos una auténtica muchedumbre. Por supuesto, se impuso la hospitalidad. Mi tío Cleofás y mi padre salieron a recibirnos, nos trajeron agua en abundancia para las purificaciones y nos dieron a todos el beso de la paz. También vinieron mis hermanos Jacob y José. No parecían tan comprensivos como nuestros tíos. Mi hermano Simón no salió a recibirnos. Se asomó a una ventana, para dejar patente que nos había visto llegar, pero no bajó. El ver que traíamos provisiones que podían ayudar a la cena para tantos, les tranquilizó un poco. Inmediatamente después vinieron Miriam, la madre de Jesús y mi otra tía Miriam, la mujer de mi tío Cleofás y nuestras cinco hermanas. Miriam se abalanzó a abrazar a su hijo, mientras la otra Miriam, la de Cleofás, tras saludar cariñosamente a Jesús, salió rezongando con las cinco chicas para preparar todo para la cena. Jesús, tras el abrazo a su madre tomó varios sacos de provisiones, se los cargó al hombro y, antes de que ninguno de nosotros pudiésemos reaccionar, se fue detrás de su tía Miriam hacia la cocina, seguido por Noemí. Miriam nos saludó a todos efusivamente, pues nos conocía de Caná y, luego, hizo ademán de irse también a la cocina, pero al cruzarse con Jesús, que volvía de allí, éste la sujetó y, junto con mi padre y Cleofás, él, yo y los otros dos hermanos que estaban allí, entramos a la casa por otra puerta. Evidentemente, quería explicar a todos sus motivos en una especie de consejo de familia, como los que solíamos tener para hablar de la marcha de la carpintería.
- Nosotros nos quedamos en el patio un poco huérfanos –siguió Tomás–, sin nadie que nos hiciese caso, pero en seguida salieron dos de las hermanas de Jesús para atendernos con un ánfora de vino, varias copas y algunos higos y un poco de pescado seco y se fueron. De la casa salían las voces de una agria discusión. Las únicas voces que no se oían eran las de Miriam y Jesús, así que cuando las voces estaban calladas, suponíamos que estaba hablando suavemente alguno de los dos. Pero la discusión no amainaba. Distinguíamos cinco voces masculinas además de la de Tadeo, así que supusimos que Simón también se había incorporado a la discusión. De hecho, había tres voces muy airadas, una que transmitía cierto enfado, sin llegar al nivel de las otras y otra que pretendía ser conciliadora.
Pasó algo más de una hora de tenso silencio en el patio y discusión en el interior. Ninguno sabíamos que decirnos. El crepúsculo se acercaba. Por fin, oímos a Miriam la de Cleofás entrar en la sala del consejo familiar, dando palmadas y anunciando que la cena estaba lista y que había que empezar el Sabath. Luego vino al patio y nos invitó a pasar. En una mesa enorme había preparado una sobria y a la vez espléndida cena. Miriam la de Cleofás, por ser la esposa del mayor de los hermanos, procedió a encender las velas. Después, el propio Cleofás recitó el kidush, con el pan tapado, manteniendo en alto la copa de plata con el vino especiado con clavo. Después, Cleofás bebió de la copa y la pasó para que bebiésemos todos. Tras eso partió el pan, lo repartió y empezó la comida.
- Mi tío Cleofás –retomó Tadeo el relato–, que había procurado ser conciliador en la discusión, intentaba ahora que no se notase la tensión –continuó Judas–. Mi hermano Jacob estaba también bastante amable, aunque se le notaba un cierto malestar. A mi padre y a mi hermano José se les notaba muy disgustados, aunque intentaba disimularlo con educación. Pero mi hermano Simón tenía un ceño hosco y no dijo una sola palabra en toda la cena, apenas levantó los ojos del plato. Si se hubiese atrevido, a buen seguro no hubiese estado en la cena, pero el Sabath era inviolable. Miriam, la mujer de mi tío Cleofás, y el resto de mis hermanas intentaban también quitar hierro al ambiente, hablando mucho y recordando viejos tiempos. Miriam la madre de Jesús, sentada al lado de su hijo, apenas hablaba. Miraba muy frecuentemente a Simón, con una sonrisa en su rostro. En un momento, las miradas de tía y sobrino se cruzaron y Simón, a pesar de su enfado, no pudo evitar devolver la sonrisa a Miriam, aunque, inmediatamente, volvió a bajar la vista y a concentrarse en su plato. Al acabar la cena, Jesús y yo nos fuimos a dormir a la sala de los hermanos, Noemí fue a la habitación de Miriam, la madre de Jesús y el resto dormimos en la misma sala en la que habíamos comido, después de que las mujeres la despejasen de todos los preparativos de la cena. Jesús se quedó rezando mientras yo intentaba en vano dormir, presa de la excitación de la discusión. Solo horas más tarde me quedé dormido con un sueño inquieto y agitado. Jesús seguía rezando.
- Al día siguiente, casi al alba, nos despertó una especie de murmullo atronador –continuó Andrés–, casi un rugido. Fuera del portalón de entrada al patio de la casa se habían reunido como cincuenta o sesenta personas, que debían ser todos los enfermos de Nazareth más los acompañantes de aquellos que no podían valerse por sí mismos. Llamaban a voz en grito a Jesús.
- Jesús –gritaban–, cúranos, como has curado a otros fuera de Nazareth. Haz en tu tierra y a tu gente lo que has hecho en otros sitios.
No era una súplica, era una exigencia airadamente expresada. Pero Jesús no salía y el griterío iba en aumento hasta convertirse casi en un tumulto. Unos cuantos de ellos se curaron, aun sin que Jesús saliese. Sus gritos de agradecimiento se mezclaban con las exigencias del resto que los acallaban, furiosos de que estuviesen curados y ellos no. Todos, familia y huéspedes, estábamos en el patio mirándonos unos a otros en silencio. Pasaba el tiempo y la turba empezó a indignarse. Los que no se veían curados la emprendieron con los que sí lo habían sido, que tuvieron que huir. La turba empezó a golpear el portón.
- Mi hermano Simón –Tadeo continuaba con el relato– se encaró con Jesús diciéndole con acritud y tono retador:
- Vamos, sal ahí, si tienes
valor, y demuestra a todos por qué te fuiste de casa.
- Simón –le dijo Jesús sin acritud– no tengo nada que demostrar a nadie. A algunos de ellos, su fe les ha curado ya. Los que no tienen fe y exigen su curación como si yo fuese el chico de los recados no se curarán aunque yo salga. Pero tu padre, Cleofás, ha quedado curado.
Mi tío Cleofás se puso pálido. Cuando se recuperó del asombro se acercó a Jesús se volvió hacia todos y nos dijo:
- Efectivamente, no os había dicho nada a nadie porque tenía miedo y vergüenza. Desde hace unas semanas he tenido una mancha en la tripa. Una mancha como las que el Levítico dice que es la lepra: reluciente y con una pequeña llaga en el medio, algo más hundida que el resto de la mancha. Los pelos de la zona se habían vuelto blancos. El Levítico dice que así es la lepra y que hay que ir al sacerdote para que declare impuro a quien la tenga. Yo tenía un miedo y una vergüenza espantosos y posponía siempre ir al sacerdote. Por eso estaba hosco y huraño contigo, Miriam –dijo dirigiéndose a su mujer–. Por eso has echado en falta algún paño. Me iba fuera del pueblo y quemaba a escondidas los paños que cogía para envolverme la pústula. Sé que he hecho mal, que debería habéroslo dicho, pero no me he atrevido. He vivido impuro junto a vosotros, he celebrado impuro varios Sabaths. Os pido perdón –y al decir esto su voz se quebró–. Pero –continuó levantando la cabeza y mirando a Jesús– esta mañana, al levantarme, estaba limpio, completamente limpio –y diciendo esto se quitó la ropa de medio cuerpo para arriba y nos mostró el lugar del abdomen donde había tenido la mancha. Efectivamente, la piel estaba sana y negros todos los pelos de su velludo abdomen–. Ayer –continuó– en la cena Sabath recé al Altísimo con toda mi alma, a pesar de mi impureza. Le dije a Jesús con toda la fuerza mental de que era capaz: “Jesús, si lo que dicen de ti y yo he visto es verdad. Si no condenas a los impuros. Si tienes alguna relación con el Altísimo, pídele que me cure”. Y esta mañana estaba curado. No sé cómo lo has sabido, Jesús. Nadie, ni siquiera Miriam, lo sabía. Lo guardaba en mi conciencia como una vergüenza.
Y diciendo esto, intentó arrodillarse delante de Jesús, que se lo impidió con energía diciéndole.
- Tío Cleofás. De ninguna manera te permito que te inclines ante mí. Ahora que mi padre ha muerto, tú eres mi padre y te debo todavía más respeto que antes. Soy yo el que imploro tu bendición y tu perdón –y diciendo esto, se arrodilló delante de mi tío que se quedó perplejo, sin saber lo que hacer.
Como un autómata, Cleofás bendijo a Jesús y después le abrazó larga y cariñosamente. Esto indignó a Simón y a José.
- No te creo padre –saltó Simón
furibundo– es tu bondad natural, la que te lleva a inventarte esta historia de
la curación para que aceptemos a este Jesús que nos ha dejado en la estacada.
- Esa bondad natural que tienes con todos menos con tus dos hijos pequeños, porque toda se la has dado a tu hijo mayor, Jacob, y a tu sobrino, Jesús, a quien siempre has querido más que a nosotros –concluyó José, casi tan indignado como Simón.
Efectivamente, mi tío Clofás, siempre ha tenido una marcada predilección por su hijo mayor, Jacob, y ha tenido para Jesús un cariño especial. Esto ha sido toda la vida una fuente de tensiones en la familia. Su madre, Miriam, intentó, desde que eran pequeños paliar esas evidentes predilecciones de Clofás, pero nunca consiguió expulsar el resentimiento del corazón de sus dos hijos menores. Sin embargo, nunca pensé que podría llegar a oír esto. Cleofás se quedó como petrificado, como si le hubiesen abofeteado. La madre de ambos, Miriam, saltó como una pantera.
- Sois un par de chacales. Toda vuestra vida os he dado un cariño especial para compensar la predilección de vuestro padre por Jacob y Jesús, pero siempre habéis rechazado mi cariño como si fuese un estorbo para vuestro resentimiento. Miriam también se ha volcado en cariño hacia vosotros. Pero ha tenido que ocurrir este milagro para que sacaseis definitivamente a flote toda vuestra envidia, rencor y mezquindad, insultando además a vuestro padre y llamándole mentiroso. Idos de esta casa. No quiero veros más. Fuera de esta casa –parecía como si les estuviese escupiendo estas palabras.
Ellos se dieron la vuelta. Clofás les llamó con voz suplicante, pero ellos abrieron el portón y se fueron. La gente que estaba fuera intentó entrar, pero Miriam, la de Cleofás, con Miriam, la madre de Jesús, estaban en el umbral de la puerta. Los ojos de furia de la primera y la actitud serena pero firme de la segunda les impidieron entrar. Ellas cerraron la puerta. Poco a poco, la muchedumbre se disolvió.
- ¿Qué voy a hacer ahora? –se lamentaba Cleofás– mis hijos se han ido. Nunca fui un buen padre para ellos, que Dios me perdone –y, luego, volviéndose a Jesús–. Hijo, tú no tienes la culpa de nada. Soy yo el que he alimentado ese odio en mis hijos. Tú siempre has sido como un hijo para mí, lo sigues siendo y lo serás hasta que me muera.
Mientras decía esto, su mujer se acercó a la otra Miriam y la abrazó con fuerza. Luego miró a Jesús y le dijo:
- También yo te considero mi hijo querido. ¿Cómo podrías tú tener la culpa de que estos hijos míos sean así de miserables? Lo han sido desde pequeños. Por una cosa u otra, esto tenía que llegar algún día. No importa que en unos días el taller se haya quedado sin manos. Entre tu madre, yo y mis cinco hijas podemos sacar adelante a la familia sin problemas.
Entonces, Jesús, tú y tu madre dijisteis unas misteriosas palabras –Tadeo se dirigía directamente a Jesús que le sonreía enigmáticamente:
- No he venido a traer la paz al mundo –dijiste tú–. Desgraciadamente, esto no es más que el principio y es voluntad del Padre –Abba, siempre Abba– que esta tragedia empiece por mi propia familia. Pero, desde ahora, en una misma familia los hijos estarán contra los padres, las nueras contra las suegras, dos hermanos estarán conmigo y dos contra mí. Incluso llegará un día en que unos denuncien a otros ante el Sanedrín por mi causa. Desgraciadamente, no puedo dejar de ser piedra de tropiezo. Pero ni un solo día dejaré de rezar al Padre del cielo por Simón y José y os pido a vosotros que también lo hagáis.
Y Miriam añadió:
- Cuando te llevamos a circuncidar al Templo –ya te lo conté la noche antes de que te fueses, pero ahora se lo cuento al resto–, un anciano, Simeón, me dijo: “Mira, este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción y, a ti misma, una espada te atravesará el corazón; así quedarán al descubierto las intenciones de todos”. Llevo treinta años meditando estas palabras en mi corazón. Toda tu niñez y tu juventud, tan apacibles y bondadosas, me habían hecho casi pensar que el bueno de Simeón chocheaba. Pero ahora sé que esto es sólo el principio.
Ninguno de los dos Jacobs, mi padre y mi hermano, decían nada. Parecían sometidos a una lucha interna. Todos nosotros estábamos perplejos, sin saber qué hacer. Nos hubiese gustado desaparecer. Entonces Jesús dijo:
- Vamos, me esperan en la sinagoga.
Todos cruzamos una mirada de aprensión, pero Jesús no nos dio tiempo a reaccionar. Antes de que pudiésemos decir nada había salido a la calle, que ahora estaba desierta y estaba caminando hacia la sinagoga. Todos fuimos detrás de él. Al llegar a la sinagoga se oyó el murmullo de toda la gente que susurraba. Jesús pasó por medio de un pasillo de caras hoscas, salvo alguna que esbozaba una tímida sonrisa. El rabino salió a saludarle y le ofreció hacer las lecturas. Le dijo con ironía:
- Pocas veces viene un profeta a visitarnos. Sería un honor para tu pueblo que un profeta nacido en él hiciese las lecturas y las comentase.
Jesús recibió el beso de la paz del rabino, le agradeció la deferencia, haciendo caso omiso de la ironía de su voz, subió al ambón, tomó el rollo del profeta Isaías y lo desenrolló hasta encontrar el pasaje que buscaba. La sinagoga estaba llena a reventar y el silencio se podía cortar. Jesús leyó:
- El Espíritu de Elohim está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados y anunciar la liberación a los cautivos, a los prisioneros la libertad. Me ha enviado para anunciar un año de gracia de Elohim –hizo una brevísima pausa, casi imperceptible, como si se estuviese saltando algún verso y siguió–; …; para consolar a todos los afligidos, para alegrar a los afligidos de Sión; para cambiar su ceniza por una corona, su traje de luto por perfumes de fiesta y su abatimiento por cánticos.
Enrolló otra vez los pergaminos y se sentó. Se hizo un denso silencio que duró casi un minuto, en el que Jesús paseó su mirada por todos. Después continuó:
- Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje de la Escritura –y se calló.
El murmullo se convirtió en un sordo zumbido. Se decían unos a otros:
- ¿De dónde le vienen a éste esa sabiduría y esos poderes milagrosos que se cuentan? ¿No es este el hijo del carpintero José? ¿No se llama su madre Miriam y sus hermanos Jacob, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas entre nosotros? ¿De dónde le viene entonces todo esto?
Jesús se levantó, alzó la mano y todos se callaron. Les dijo:
- Seguramente me recordaréis el proverbio: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Lo que hemos oído que has hecho fuera de aquí, hazlo también aquí, en tu pueblo.
Se oyeron murmullos de aprobación: “eso, eso, que cure a todos los que no ha curado antes y creeremos en él”. Él, levantando la mano otra vez les hizo callar de nuevo. Y les dijo con voz potente:
- La verdad es que ningún profeta es bien acogido en su tierra. Os aseguro que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis lunas y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán, el sirio. De la misma manera, no puedo curar a muchos de aquí por su falta de fe.
Un rugido de furia se levantó ante estas palabras. Todos
se levantaron y, agarrándole, le arrastraron fuera del pueblo, hacia el
acantilado desde el que se divisa el valle de Meguido. Mientras le llevaban, a
rastras, le golpeaban y le daban patadas. A nosotros nos cogió desprevenidos,
pero mi padre, mi tío Cleofás y mi hermano Jacob trataban en vano frenar a la
chusma y se llevaron por ello bastantes golpes. Al llegar al borde, le pusieron
de pie y le hicieron mirar hacia el valle dispuestos a empujarle. Entonces él,
se dio la vuelta y empezó a mirar a los ojos a cada uno de ellos. Sangraba copiosamente
por varios sitios. Echó a andar y la marea humana que le había llevado hasta el
acantilado se abrió. Él los miraba a todos y ellos bajaban la vista cuando
pasaba. No cojeaba. Andaba erguido y con una dignidad asombrosa para un hombre
que acababa de ser brutalmente ultrajado. Cuando salió de entre la muchedumbre
siguió andando hacia el camino de salida del pueblo. Todos se quedaron quietos,
como petrificados. Nosotros le seguimos. Detrás de nosotros venían mi padre, mi
tío Cleofás y hermano Jacob. Al doblar un recodo, fuera ya de la vista de los
nazarenos, empezó a cojear y a dar tumbos. En uno de ellos trastabilló y cayó
al suelo.
- Entonces yo me acerqué, me agaché hasta él, le tomé en mis brazos y le dije –hablaba Jacob, el hermano del rabbí.
- Jesús, hermano, perdóname.
Déjame ir contigo, vayas donde vayas. A partir de ahora seré tu hermano menor,
tu servidor. Viviré como tú vivas y moriré como tú mueras, pero déjame ir
contigo. No sabría encontrarle sentido a la vida de otra manera.
- Querido hermano –me contestó– te he estado llamando en silencio desde que te vi el día que fuiste a buscarme. Desde que llegué a casa ayer he redoblado mi llamada y veo que me has escuchado. Bendito sea Dios. Ayúdame a levantarme.
Le ayudé, me miró a los ojos, me sonrió y me abrazó con fuerza. Me di cuenta de que, efectivamente yo era el menor de los hermanos, aunque fuese el mayor de todos. Menor que José y Simón, menor que Tadeo y, desde luego, mucho menor que Jesús, que me pareció un gigante, un profeta como Elías o Moisés. Por eso me hago llamar Jacob, el menor. Entonces Jesús miró a mi padre y al de Tadeo como disculpándose por llevarse a sus dos hijos tras haberse producido el lastimoso incidente con los otros dos, dejando sin brazos el taller de carpintería. Mi tío Jacob, se adelantó y le dijo:
- Me siento orgulloso de que mi hijo Judas se haya ido contigo y creo que hablo también por Cleofás. No somos dignos de ese privilegio. El taller ya iba mal y tenía poco trabajo. No creo que hubiese podido mantenernos a todos. En cambio, nuestras mujeres y nuestras hijas tienen cantidades de trabajo cosiendo en las casas de los pueblos vecinos y podrán mantener bien a estos dos viejos. Seguid vuestro camino, hijos.
De repente me di cuenta de lo avejentados que estaban mi padre y mi tío. Me acerqué a ellos y los abracé con toda el alma. Lo mismo hizo Judas y, después Jesús. Les dijo:
- Ya os he dicho que rezaré todos los días porque Simón y José vuelvan a vosotros. Todos nosotros rezaremos. Hacedlo vosotros también. No perdáis nunca la esperanza. Jamás. La misericordia de Dios es más fuerte que cualquier odio. Despedidme de mi madre y de tía Miriam.
Y diciendo esto les bendijo diciendo:
- Que Elohim, os bendiga y os guarde; Elohim haga brillar su rostro sobre vosotros y os conceda su favor; Elohim os muestre su rostro y os dé la paz.
Y, después de esto, se dio la vuelta y se alejó cojeando
ostensiblemente y apoyado en Tadeo y en mí.
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