Nota previa: para entender bien algunas partes de estr capítulo conviene refrrscar los capítulos I y VII que, quien esté interesado puede encontrar en posts pasados
CAPÍTULO XV
LA MISIÓN DE FELIPE, JOSÉ Y BARTOLOMÉ
- José, Bartolomé y yo –tomó la palabra Felipe –nos fuimos a Betsaida como nos había mandado Jesús. No nos tomó más de un par de horas que alguien nos llevase en barca desde Cafarnaum. Cuando llegamos allí, nuestro primo Alcimo, el recaudador de impuestos, evidentemente, de la facción helenizante de la familia, acababa de tener el accidente que le dejó paralítico hasta que Jesús le curó anteayer. La gente del pueblo le acababa de dar una terrible paliza y los familiares asideos querían rematarle, mientras que los helenizantes hacían guardia en su casa para protegerle. Zacarías encabezaba a los que querían matarle, junto con otros cuatro de su facción. Los que le protegían eran sólo tres. Alcimo les pedía a gritos que le matasen sin sufrir. Pero Zacarías no quería que muriese sin sufrimiento a manos de sus partidarios. Por eso tenía prisa por asaltar la casa y matarle él, con sus propias manos, lenta y cruelmente. Así estaban las cosas cuando llegamos José, Natanael y yo.
- Mis primos asideos –continuó José–, de los cuales yo formaba parte, se alegraron de verme llegar, pero se acercaron amenazadores a Felipe, al que consideraban un refuerzo de sus adversarios. Nosotros no sabíamos bien qué estaba pasando y nos asombró ver tanta hostilidad. Cierto que sabíamos del odio de Zacarías hacia Alcimo, pero no pensábamos que las cosas hubiesen llegado a ser tan violentas. Tuve que interponerme entre Felipe y los asideos. A duras penas conseguí que no le matasen, pero no pude evitar que le diesen algunos golpes, a los que Felipe no sólo no respondió, sino que mantuvo una actitud pasiva, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, soportando los golpes y los improperios. Entre mis gritos pidiendo tranquilidad y la actitud estoica de Felipe, los ánimos se apaciguaron y, a duras penas, conseguimos que nos explicasen lo que estaba pasando. Así supimos del accidente de Alcimo, de cómo sus esbirros le habían abandonado, de la paliza y de cómo ellos querían rematarlo con saña para tomarse cumplida venganza.
- ¿Y qué haréis después de
matarlo? –les pregunté–. ¿Huiréis eternamente de los romanos? ¿Dónde os
esconderéis? ¿Porque no pensaréis que los romanos dejarán sin castigo la muerte
de uno de sus recaudadores, verdad? Tal vez en Mesopotamia, más allá de la
guarnición de Dura Europos, con los partos, encontréis asilo, o más bien,
esclavitud, porque no creo que reciban muy bien a unos incómodos asideos. Pero
lo más probable es que, antes de llegar allí, os cojan por el camino las
patrullas fronterizas. Así que, me temo, que acabaréis colgando de una cruz.
- El que cuelga de un madero es un maldito de Dios. Deuteronomio 21, 23 –sentenció Bartolomé, pasándose de listo–. Y supongo que querréis acabar en el seno de Abraham, vosotros, asideos celosos, ¿no?
Zacarías y los otros cuatro se quedaron perplejos –continuó José–. Pero pronto se recuperaron de su asombro y Zacarías me dijo amenazador.
- Querido José. Te veo tras
unos años de ausencia en los que no sé lo que ha sido de ti y, de pronto,
regresas acompañado de un renegado y de un sabihondo que nos amenaza con ser
rechazados del seno de Abraham. Si quieres que te diga la verdad, no me gusta
tu cambio. ¿Se puede saber quién eres tú, sabihondo? –dijo dirigiéndose
desdeñosa y amenazadoramente a Bartolomé.
- Natanael bar Tolmei, hijo del rabino Tolmei de Caná y, yo mismo, maestro de la Ley –dijo Bartolomé con tranquilidad, intentando no dar la sensación de altivez, pero mintiendo, pues había dejado la escuela de escribas antes de terminar–. Conozco las escrituras como la palma de mi mano y eso es lo que dice el Deuteronomio, te guste o no. Si matáis a Alcimo daos por crucificados y despedíos del seno de Abraham. Acabaréis en la gehena.
Se hizo un silencio ominoso. Zacarías miró a Bartolomé con el fuego de la prometida gehena en los ojos. Tras un instante le contestó, apretando los dientes con rabia:
- Natanael bar Tolmei –le dijo–
es el miedo a la cruz, más que el miedo a la gehena, lo que me impide tomarme
la venganza contra Alcimo. Pero tal vez sustituya a ese perro por ti, ya que no
creo que los romanos se tomen la molestia de crucificar a nadie por matar a un
maestro de la ley, hijo de un rabino de un pueblucho como Caná. Tal vez tu
muerte no sacie del todo mi sed de venganza, pero seguro que ayuda un poco.
- Zacarías –tercié yo. Ahora era Felipe el que hablaba– y vosotros cuatro, Aarón, Sadoc, Jacob y Matatías –dijo dirigiéndose a sus otros cuatro primos asideos–. Antes de irme de Betsaida te pedí perdón y me escupiste a la cara. Te lo pedí porque yo fui el que excitó los ánimos de Alcimo para que te hiciera lo que te hizo y no respondí a tu afrenta por una razón que entonces no entendí. En cambio, hace un momento, cuando me habéis golpeado, sí sabía por qué no respondía. No he respondido porque he encontrado el camino de la misericordia y del perdón. Es mucho más dulce que el de la venganza y el rencor. Es liberador. Te hace sentir ligero. Te quita ese tumor del odio que no te deja vivir. Por eso ahora, te vuelvo a pedir perdón, a ti y a vosotros cuatro. Y os pido que, si queréis tomar venganza sobre alguien, la toméis conmigo. Pero os propongo un camino mejor. El mismo que hemos seguido José y yo. El del abrazo y la reconciliación. Ya hay demasiado odio en el mundo para que en este pequeño pueblo de Betsaida, por motivos que no entendemos muy bien, lo amplifiquemos. ¿Cuesta tanto recordar cuando jugábamos juntos, de niños, antes de que toda esta mierda del odio entre facciones que no son nuestras, nos enfrentase? ¿Te acuerdas Sadoc del día en que domamos juntos a ese potro salvaje que capturamos en los montes? ¿Y tú, Matatías, cuando atamos la cola del asno del rabino con la de la vaca del lechero y luego los espantamos? Tuvimos que salir huyendo de su furia y pasarnos dos días vagando por las orillas del lago. Y a ti, Jacob, se te ha olvidado cuando José, tú, yo y Alejandro, uno de los que está allí y a los que queréis matar, estábamos enamorados de la misma chica y nos peleábamos por ella, hasta que nos dimos cuenta que esa joven no valía lo que nuestra amistad, nos emborrachamos juntos y fuimos a cantar una serenata a las cuatro de la madrugada debajo de su casa hasta que salió su padre en camisón, gritando como un energúmeno tirándonos piedras? ¿No recuerdas nuestras risas cuando, tras huir de él cada uno por nuestra parte, nos encontramos en el Jordán para bañarnos y quitarnos la borrachera? ¿Hace tanto tiempo de aquello, Aarón, que se te haya olvidado cuando nos picamos para ver quien cruzaba en barca más deprisa de aquí a Magdala? A mí no se me ha olvidado que me ganaste la apuesta y tuve que estar a tus órdenes durante una luna. O tú mismo, Zacarías, ¿ya has olvidado el día que Alcimo salió en tu defensa en una pelea con Jacob, el de Cafarnaum, y le dieron una paliza de muerte para salvarte la cara a ti? Podría seguir así horas y horas, pero creo que si vosotros mismos hacéis un pequeño esfuerzo de memoria podréis acordaros de mil situaciones en las que hemos estado juntos, como una piña, sin preguntarnos si eran mejores las costumbres de los griegos o las de nuestros ancestros, diferencias que han salido a la luz por culpa de los Herodes, los romanos y toda esa gentuza que se pelea por sus asuntos en Ierushalom y nos usan de carne de batalla a nosotros. ¡Basta ya! Olvidemos esas violencias y retornemos a nuestra infancia y juventud, cuando éramos hermanos en vez de primos enfrentados. Si no nos hacemos como niños, ninguno de nosotros, ni asideos ni helenizantes, entraremos en el Reino de los Cielos. Todos acabaremos en la gehena. Así que, Zacarías, o me matas o me abrazas. Te ofrezco la liberación. La misma que nos ha sido ofrecida a José y a mí y hemos aceptado. Elije.
Yo estaba encendido. No sabía de qué recóndito pliegue de mi memoria habían salido esos recuerdos y que origen tenía esa elocuencia que nunca ha sido mi fuerte, como Natanael sabe muy bien. Mientras hablaba veía las sonrisas de añoranza y las señales de aprobación con la cabeza de los cuatro y me animaba a continuar. Solo el rostro de Zacarías permanecía impenetrable.
- Está bien –dijo después de un momento de reflexión– renuncio a la venganza, pero no me pidas el perdón, ni para ti ni para Alcimo. Es más de lo que puedo dar. A vosotros os veo rendidos –les dijo a sus primos con un tono a medio camino entre el desprecio y la envidia.
Efectivamente, los otros cuatro se levantaron, me abrazaron a mí y a José.
- Hermano, hermano –decían emocionados mientras nos abrazábamos.
No nos costó mucho convencer a los otros tres que estaban con Alcimo de que se había firmado la paz. Entré en la casa donde estaban, acompañado por José y les convencimos de que todo había acabado. Después intentamos en vano consolar a Alcimo. De nada servía que José y yo, a los que poco a poco se fueron uniendo sus partidarios y los cuatro asideos, le mostrásemos todos nuestro cariño mientras le curábamos las heridas que los otros, ocupados en defenderse, no le habían podido curar. Los que sí cambiaron fueron los otros siete, los que le defendían. Antes, hasta hace un momento, lo hacían por partidismo sectario, pero ni remotamente por amor. Pero, poco a poco, se fueron contagiando de la actitud de José y mía y de la de ese extraño que había venido con nosotros. Lo mismo ocurrió con los asideos. Todos le cuidábamos con solicitud y cariño e intentábamos en vano alegrarle con historias de nuestra infancia. Todo era inútil. Sus heridas del cuerpo iban sanando poco a poco, pero él sólo quería morir. Quizá lo más llamativo fue cómo Zacarías, poco a poco, se fue acercando al grupo. Primero se quedaba fuera, junto a la ventana, medio escondido. Luego se dejó ver en el umbral de la puerta, sin franquearlo, pero poco a poco se fue uniendo al grupo, primero sigilosamente, luego abiertamente, hasta que participaba en las historias. Pero a mí me rehuía la mirada. Una noche, cuando Alcimo estaba semidormido en ese sueño agitado que era su máximo descanso, salí al exterior y me fui al borde del mar. Una luna casi llena se reflejaba rielante en el lago. Una mano se posó sobre mi hombro. Me volví. Era Zacarías que me sonreía tímidamente. Nos abrazamos sin una palabra. Tras un rato, quiso decirme algo, pero se lo impedí y le dije:
- No digas nada. Sobran las palabras. Acabas de vencer a tu amor propio y no hay nada que decir. Dame otro abrazo, hermano –y nos fundimos en un segundo abrazo, más estrecho que el primero. Ambos notamos una corriente de paz que nos inundaba y yo, me acordé de Jesús. Habían pasado unos cuarenta días desde que llegamos y tanto José, como Natanael, como yo, le añorábamos.
Al día siguiente Zacarías empezó a participar en las curas de Alcimo, cosa que antes no había hecho. Pasamos unos días más allí, cuidando todos –ahora también Zacarías–, a nuestro hermano paralítico. Entonces propuse que todos volviésemos a Cafarnaum con él. Durante los últimos días que habían transcurrido, como no podía ser de otra manera, nosotros tres hablamos mucho de Jesús a nuestros ya hermanos y a Alcimo. Sólo cuando le hablábamos de él parecía calmarse un poco, sólo un poco. Todos aceptaron la idea y nos vinimos aquí. Lo que pasó entonces, ya lo sabes.
Ahora ya nos conoces a todos los que estamos aquí y cómo fuimos llamados por el maestro. Ya sabes lo que pasó hasta el momento en que tú también fuiste llamado –concluyó Pedro.
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