Hoy es san José y quiero empezar el día escribiendo un elogio a su persona, a su figura y a su santidad
Pocas cosas han sido más dañinas para su figura que el que la iconografía cristiana, hasta hace bien poco, le haya representado como un hombre viejo y decrépito. Nada más alejado de la realidad. Por el contrario, José debió ser un hombre joven y fuerte, locamente enamorado de María. No sin las dificultades que nos narra el propio Evangelio de san Lucas, aceptó con alegría, aunque supongo que no sin sacrificio –no hay que olvidar que la palara sacrificio significa, etimológicamente, hacer sagrado– la misión que Dios le encomendó de protector de una joven e indefensa mujer y de un niño todavía nonato al que, además, por añadidura, tuvo que educar y transmitirle el ejemplo y la figura del padre que realmente era, aunque no lo fuese biológicamente. Porque Dios podría haber protegido Él directamente a su Hijo –que era Él mismo– y a la madre de su Hijo –que era madre de Dios–. Pero no, no lo hizo así. Prefirió hacerlo a través de un hombre bueno, justo, fuerte y protector. Y no fue una protección a través de una vida fácil. No, fue a través de una vida dura en la que hubo huidas precipitadas bajo peligro de muerte ante Herodes y enormes sufrimientos físicos y emocionales. Qué tormentos emocionales tuvieron que sufrir tras saber de la horrible matanza de niños inocentes que Herodes perpetró al ver que ellos se le escapaban de entre las manos. También hubo de proteger a su hijo de la durísima situación de emigrante perseguido en Egipto. Era pues, tenía que serlo, un hombre fuerte, valiente, pero en modo alguno violento. Debía de tener una fuerza tan serena como firme, para ser la roca en la que descansasen su mujer y su hijo, el brazo protector que les diese tranquilidad y seguridad en medio de su azarosa vida. Pero Jesús era demasiado pequeño para ser consciente de esa protección y esos problemas cuando estaba en Egipto, porque volvió de allí cuando murió Herodes y, según la cronología más plausible, debía tener unos cuatro años.
Muy poco nos dicen los evangelios sobre la vida cotidiana de Jesús María y José. Pero algunas cosas nos pueden dar pistas. Por ejemplo, nos hablan de los hermanos de Jesús. Los cuatro evangelios nos hablan de ellos. Incluso en el de san Marcos les ponen nombres: Santiago, José, Judas y Simón y añade que tenía también hermanas. Los evangelios, que han llegado a nosotros en griego, utilizan la palabra ἀδελφὸς hermano, que es una traducción del vocablo hebreo y arameo aj. Pero este vocablo aparece también en pasajes del antiguo testamento y si significase literalmente hermano, entonces Abraham y Lot serían hermanos porque el libro del Génesis les aplica la relación de aj. Pero sabemos que Lot era hijo de un hermano de Abraham, es decir, su relación era de tío y sobrino. Y lo mismo ocurriría con Isaac y Rebeca. En las culturas semíticas el concepto de familia es algo ampliado. Era una cultura patriarcal y los hermanos se criaban juntos en la casa paterna y tenían hijos que vivían todos juntos. Era como una especie de familia numerosa, un poco caótica, de patriarca e hijos y nietos de éste. A todos se les aplicaba el sustantivo relacional de aj. Así pues, Jesús, aunque tenía su núcleo familiar más íntimo con sus padres, José y María, vivía con todos sus tíos y primos en un ambiente multitudinario, con cuatro primos y otras primas y probablemente con sus tíos y tías. Posiblemente uno de sus tíos se llamase Cleofás/Alfeo porque su mujer, por nombre también María era madre de Santiago, el llamado “hermano del Señor”. La María que estaba al pie de la cruz en la muerte de Cristo, junto con su cuñada, también María, la Virgen. Es decir, una vida familiar rica, seguro que no exenta de problemas cotidianos más o menos serios. Es decir, una auténtica escuela de vida. Cuando el Evangelio de san Lucas nos narra el extravío de Jesús cuando, a los 12 años, va por primera vez de peregrinación a Jerusalén, nos hacemos una ligera idea de esto. A la vuelta, sus padres creían que iba en la caravana y no se dieron cuenta de su desaparición hasta el final de la primera jornada de marcha. Y –esto ya es imaginación mía– era esa familia la que tenía un pequeño negocio de carpintería para abastecer de muebles a la zona y para hacer trabajos de construcción en madera. Y me imagino a José como el líder de esa empresa familiar y a Jesús y sus hermanos aprendiendo el oficio y trabajando en ella. Jesús, como hombre, aprendió a ser un buen hombre bajo la tutela y el ejemplo de José.
Pero la muere sorprendió a José demasiado pronto. Sin embargo, no pudo tener una muerte más dulce. Me lo imagino entregando su alma a Dios en brazos de María y de Jesús –el mismo Dios– confortado por sus caricias, sus besos y las gracias que ambos le daban por esos años, los que fuesen, de aceptación alegre y de cumplimiento ejemplar de su misión de protector de Dios y de su madre.
Ojalá,
querido san José, te hubiese tenido la devoción que hoy te tengo cuando estaba
en la edad de padre joven con hijos niños. Pero nunca es tarde si la dicha es
buena. Mi profunda devoción de hoy hacia ti –hoy no puedo pensar en María ni en
Jesús sin pensar también en ti, a su lado, fuerte, protector– va más allá del
tiempo. Tal vez, sin yo darme cuenta, me ayudó a ser un poco mejor padre de lo
que hubiese sido sin mi devoción actual. Pero, sobre todo, mi labor como padre
no ha terminado. Es una labor que dura hasta la muerte y más allá de ella, en
la eternidad. No importa cuantos años tengan mis hijos o si estoy vivo en esta
vida o en la otra. Siempre estarán bajo mi protección, aunque aparentemente no
me necesiten o aunque no esté físicamente a su lado. Al igual que mis nietos o
mis bisnietos –llegue o no a conocerlos– o tataranietos. Por eso hoy te pido,
querido José, que me ayudes a ser mejor padre, abuelo –ahora y más allá de la
muerte–
Y te pido también, si esa es la voluntad de Dios, una muerte como la tuya, en brazos de tu hijo Jesús, de María y de mi familia terrena.
Como ya he dicho que no puedo pensar en María sin pensar en ti, transcribo ahora, para terminar, una paráfrasis del Ave María que leí hace años no se donde y que guardé en mi ordenador y, sobre todo, en mi corazón.
“Ave, José, tú, a quien la gracia divina ha colmado; tus brazos han acunado al Salvador que ha crecido bajo tu mirada; eres bendito entre todos los hombres y bendito es el divino Niño de tu virginal Esposa, Jesús.
San
José, dado por el Padre al Hijo de Dios, ruega por nosotros en nuestras
preocupaciones familiares, de salud y de trabajo, hasta nuestros últimos días,
y dígnate socorrernos en la hora de nuestra muerte. Amén”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario