17 de marzo de 2022

In memoriam de nuestro más que sobrino Guzmán

Este jueves 10 de Marzo se nos ha muerto como el rayo, nuestro más que sobrino Guzmán, a quien tanto queríamos. Como el rayo, porque la muerte siempre golpea como el rayo, aunque venga precedida de ocho años de valerosa, heroica, lucha contra la terrible enfermedad y de unos meses de durísimo deterioro, llevados sin una sola queja. Pero la lucha de la naturaleza humana con la muerte, es siempre desigual y ésta acabó por ganar la batalla, aunque no la guerra. 

Desde hace apenas tres días, han sido tantos los recuerdos y tan intensas las vivencias que no se si seré capaz de expresarlos en el papel. Pero lo seguro es que no se consigue es lo que no se intenta, así que, ahí voy.

Ese “nuestro sobrino”, a la vez exclusivo e inclusivo, responde, en su exclusión, a que no voy a hablar de los sentimientos de su mujer y sus dos hijas. Eso es terreno sagrado e ignoto del que sólo se puede callar. Sólo expresaré la admiración que nos ha producido a todos su entereza y su valentía, parejas a las de su marido y padre, Guzmán. El “nuestro” inclusivo, se refiere a Blanca, sus hermanos y hermana y los consortes, entre ellos, yo. Porque Guzmán era mucho más que un simple sobrino. Era un poco, o un mucho, como un hijo. Sus padres, José y Adela, se mataron en accidente de coche el 10 de Septiembre de 1986, cuando él tenía 14 años. Yo quería con toda el alma a sus padres. Tras el duelo por su muerte, escribí una poesía:

A Jose y Adela (20-IX-86)

Corríais sin saberlo hacia la muerte

que en forma de camión os esperaba.

¡Qué fatídica cita habíais hecho!

¡Qué rito segundo a segundo consumado!

Un adiós menos y aún tendríamos la risa.

Una parada a causa de un mareo

y vuestra vida seguiría a nuestro lado

mezclada a la dulce ignorancia

de lo que podría haber pasado

con otro adiós o sin parada.

Pero todo se ha cumplido y no ha quedado nada

si no es el pálido recuerdo,

si no son las lágrimas saladas y calientes

que me inundan los ojos y la boca.

¿Aprenderemos a vivir tan solos?

¿Serán los años iguales sin vosotros?

¿Podré sin ti, José, seguir corriendo

o sin ti, Adela, seguir admirando la belleza?

¡Ay, triste muerte que nada respetas!

Te llevas los mejores de nosotros.

Nosotros nos haremos viejos.

Nuestras carnes se irán haciendo blandas,

frágiles nuestros huesos, flaca la memoria.

Vosotros no. Vosotros seguiréis iguales.

Tú, José, siempre fuerte,

bebedor de oxígeno, veloz en la carrera.

Tú, Adela, tan llena de belleza,

destilando suavidad y ternura en tu mirada.

Viejos nosotros, jóvenes vosotros para siempre.

 

Desde entonces, Blanca, mi mujer, hermana de Adela, y el resto de sus hermanos fuimos un poco padres para Guzmán y sus cuatro hermanos y, en reciprocidad ellos se convirtieron en un poco hijos. De ahí lo de nuestro “más que sobrino”.

Guzmán –Guz, Guzmi, Muman, Mi-man, Mi-man-mi-mancho, Mi-man-mi-mancho-tú-sí-que-sabes (con todos esos nombres le llamaba su padre desde pequeño, y algunos de ellos los seguimos repitiendo los que le queremos)– fue, todos y cada uno de los días de su vida, un hombre bueno, haciendo honor a su nombre. Un gran hombre bueno. Bueno, no sólo en el buen sentido de la palabra, como decía Antonio Machado. Guzmán era BUENO. La bondad era como un aura invisible que lo envolvía. Invisible, sí, pero que se te metía por los poros cuando estabas cerca de él o cuando hablabas con él por teléfono, con tan sólo su voz desde el otro lado.

Tres semanas antes de su muerte, el 15 de febrero, mi hijo Rodrigo y yo estuvimos en su casa, junto a su cama, viendo el partido de ida PSG-Real Madrí. Tomamos la tortilla de patata de Zoila, la mejor del mundo. Los tres éramos, somos –hay cosas que van más allá de la muerte– madridistas hasta los tuétanos. El no podía gritar con nosotros, pero nos miraba con sonrisa feliz y ojos exultantes, viéndonos gritar como posesos e insultar al árbitro cada vez que se comía una falta contra el Madrí o pitaba una en su contra. La tarjeta amarilla a Casemiro fue el colmo y así lo manifestamos con gran escándalo, contando con su mirada de aprobación. Rodrigo y yo le dijimos, con esas promesas que se sabe que no se podrán cumplir, que al partido de vuelta, en el Bernabéu, le llevaríamos en su silla de ruedas. Murió la noche siguiente a la remontada del Madrí en el partido de vuelta. Vivía al lado del Bernabéu, por lo que seguro que oyó los rugidos de la remontada –él había vivido muchas en vivo y en directo– que le iba narrando su fiel Zoila. La ovación que siguió al final del partido fue también para él, que estaba a punto de remontar en solitario su Tourmalet al más puro estilo Induráin.

El jueves por la mañana, nos enteramos de que esa madrugada había muerto. Todos nos congregamos en su casa como un solo cuerpo y espíritu, donde Rodrigo celebró una misa íntima para los que llenábamos la casa, que no éramos pocos. Por la tarde, en la capilla del tanatorio de la Paz hubo otra. En ella cantamos, de forma improvisada, el coro de tíos suyos y amigos que nos solemos reunir en mi casa los jueves. Ese jueves, suspendimos la reunión en casa y nos dimos cita en el tanatorio. Sin apenas ensayar, pero brotándonos el canto de lo más hondo de las tripas, convertidas en corazón, cantamos como nunca lo habíamos hecho. Y al día siguiente, todos, familia y amigos, nos fuimos a la casa familiar de Laredo a enterrarle allí y a cumplir con un rito que se repite, triste pero vigorosamente, en los entierros de la familia Uriarte, la de mi mujer. Yo formo parte de esa familia desde 1973 en que me casé con Blanca y he participado en todos esos rituales que, creo, aunque no puedo asegurar, empezaron con la muerte de mi suegro, José Luis Uriarte Rejo.

La puebla vieja de Laredo está adosada a una colina. A mitad de camino de su cima está la parroquia de Santa María. Una colegiata gótica del siglo XIII, con un retablo policromado, el retablo de Belén, flamenco, del maestro Pietrus Nicolai de Morauli. Laredo fue el puerto de arribada del Emperador Carlos V, en su camino a su retiro de Yuste, después de su abdicación. Al arribar allí, el 28 de Septiembre de1556, autodespojado de su título imperial, dijo: “¡Salve!, madre común de todos los mortales. A ti vuelvo, desnudo y pobre, del mismo modo que salí del vientre de mi madre. Ruégote que recibas este mortal despojo que te dedico para siempre, y permite descanse en tu seno hasta aquel día que pondrá fin a toda cosa humana”. Aquí, en Laredo, anticipaba en dos años su entrega a la muerte. Dos águilas imperiales de plata, con las alas desplegadas, fueron el regalo del Emperador a la villa de Laredo. Dos águilas que sirven de ambones, a uno y otro lado del altar mayor, para la lectura de la Palabra de Dios. La entrada por la nave derecha de la colegiata está precedida de una escalera ancha, de veinte peldaños. La salida por la nave contraria, conduce hacia el cementerio, que ocupa la parte alta de la colina. La familia Uriarte, oriunda de Laredo, tiene allí, en la parte más alta de la colina, cerca de su cima, con vistas a las suaves colinas que rodean Laredo y a la magnífica playa de Salvé, un panteón familiar. Está al final de una subida cada vez más empinada en la que alternan rampas y escaleras. Para enterrar a alguien en ese cementerio y, por tanto, en ese panteón, hay que llevar a hombros el féretro del muerto. Naturalmente, siempre hay sepultureros dispuestos al efecto y, recientemente, pequeños carricoches que se las ingenian para salvar escaleras. Pero, como he dicho, la tradición de la familia Uriarte, tradición a la que yo me incorporé, es subir a sus muertos queridos a sus propios hombros, como un último homenaje. Yo recuerdo haber subido a mi querido suegro José Luis, no recuerdo si sibí a mi cuñada Adela o a su marido José, sí a mi cuñado José Luis. Subí también a mi querida suegra Adela, Oma para todos desde que fue abuela. La costumbre de la incineración hizo que desde hace años la tradición se detuviese. Guzmán era el primer muerto de la siguiente generación familiar, que ya no la más joven. Era un hombre que respetaba y amaba las buenas tradiciones y dejó muy claro que él quería ser enterrado con el cuerpo íntegro, su cuerpazo, y ser llevado a hombros hasta la cima del cementerio. Y, por supuesto, respetamos su voluntad. El relevo generacional no se produjo sólo en la muerte, aunque en ésta el relevo no está terminado, sino también, y en esto creo que por completo, en los costaleros que suben el ataúd. Así que me he visto privado de este honor que, por otra parte, no hubiese podido asumir ya.

Así, al pie de las escaleras de la colegiata, esperaban a Guzmán su hermano Diego, su cuñado Rafa y varios de sus primos, entre los que había algún hijo mío. Así que, de alguna manera, seguí participando de ese honor. Cuando llegó el coche fúnebre, con cuatro hombres por banda, viento recio, a todo esfuerzo, alzaron el féretro y empezó el primer tramo de la subida, hasta la iglesia. Debo decir que Guzmán no era un gran hombre únicamente en lo moral y en lo humano. Lo era también físicamente y la enfermedad no había consumido su corpulencia. Por tanto, la subida iba a ser dura. Subir unas escaleras con un féretro de dos metros no es tarea fácil. Los de atrás tienen que izarlo más arriba de los hombros, a puro pulso, mientas que los de delante deben agacharse. Pero así subieron los veinte peldaños hacia la iglesia. Allí, le dimos el penúltimo adiós de corpore insepulto, junto a las penúltimas bendiciones. En la homilía de la misa, el sacerdote, mi hijo Rodrigo, nos leyó una poesía que había enviado a un chat de oración una prima. Decía:

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones,

se va volviendo mi hogar,

llenándoseme de nombres.

 

No es ya un extraño país

lejano en el horizonte,

es cita donde me aguardan

pupilas que me conocen,

labios que me dieron besos,

pieles que llevan mis roces.

 

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones,

de gestos ya conocidos

de amor, de abrazos que acogen,

 

en los que revivir puedo

amadas palpitaciones,

y tantos y tantos sueños

que aguardan consumaciones.

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones:

me gusta saber que Dios

prepara para los hombres

Paraísos que permiten

recuperar los adioses.

 

Allí se me van llegando

uno a uno mis amores,

con besos hoy silenciosos

que tendrán resurrecciones.

 

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones,

se va volviendo mi hogar,

llenándoseme de nombres.

 

De su autor sólo sé que era un cartujo llamado Pedro. ¡Qué dulce esperanza saber que eso es así! Ayudados por estas palabras nos unimos más con él en la Eucaristía y, terminada la misa, los costaleros volvieron a tomar el ataúd y empezaron la penosa y dura ascensión.

Una vez allí, esta vez sí, vinieron los últimos durísimos adioses y bendiciones a sus restos mortales y deshicimos el camino andado, cuesta abajo. Mi familia de adopción –que no política, yo la he adoptado a ella, sin dejar a la mía, claro, y ellos también me han adoptado a mí– tienen otra magnífica tradición, a la que yo también me he incorporado con entusiasmo. Tras los entierros, reciben en la casa familiar a cuantos han venido de fuera y, para sorpresa de muchos, en esa reunión reina una gran alegría y jolgorio. Sabemos que todos nos reencontraremos y sabemos también que la mejor manera de ahuyentar la tristeza y el vacío que indudablemente nos invadirá en unos días, es la celebración. Y así lo hacemos. Esta vez, tras un rato en la casa, fuimos unos cincuenta, entre familia –tres generaciones– y amigos, a cenar a un restaurante cercano. Tras la cena, la inevitable costumbre tan española de seguir hablando en corros y a voces en plena calle. En esos corros, hablé con uno de mis sobrinos que habían llevado en andas a Guzmán y yo refresqué mis recuerdos de esa subida, mientas él me contaba si vivencia. Y surgieron cosas de gran importancia. De las verdaderamente importantes. De las únicas importantes. Nos dijimos cómo esos momentos del ascenso se hacen eternos y piensas en mil cosas. En primer lugar, te abruma la responsabilidad. ¿Qué pasa si se le resbala el ataúd a cualquiera de los ocho que lo llevamos y se cae por tierra? Cuidado ahí, que hay verdín, te dice una voz que pretende ayudarte. ¿Aguantaré hasta el final si ya voy echando el bofe y no vamos ni por al mitad? Porque hay una regla no escrita que es que no se da ni se pide relevo. Sería demasiado peligroso. Oyes el resuello del que va detrás de ti, que parece que te va a escupir los pulmones en tu espalda. ¿Qué tal irán? ¿Estarán tan reventados como yo? Pero no vas pensando solamente en eso, en llegar al final. En esos momentos eternos te da tiempo a pensar en todo. En especial en eso, en el tiempo y la eternidad. ¿Quiénes somos realmente? ¿Qué es esta mezcla inextricablemente unida, a la que llamamos hombre, de alma inmortal y cuerpo que se pudrirá? ¿Es realmente corruptible la carne o ciertamente resucitará en el último día? ¿Cómo será esa resurrección? ¿Cómo serán nuestros seres queridos cuando los encontremos de nuevo? ¿Será verdad que nos esperan en el cielo y que allí los podremos abrazar, carne con carne, con palmadas sonoras en la espalda y besos apretados mejilla con mejilla, como dice el poema de Pedro, el cartujo? Mientras yo subía, ligero de equipaje, leía las lápidas de gente que había muerto en 1949, con cincuenta y cinco años y al que su familia decía que nunca le olvidarían. Pero –me decía–, seguramente, su familia, la que decía que nunca le olvidaría, habrá muerto ya también. ¿Le recordará la siguiente generación? ¿Y la siguiente a la siguiente? ¿Será verdad que nos encontraremos todos otra vez en cuerpo y alma? Y así pregunta va “cavilación que vienes como el mar de la playa a las arenas”.

Luego, cuando, ya en la cama, rezaba sobre los acontecimientos del día, me vino a la cabeza una cosa que dijo mi hijo Rodrigo, el sacerdote, en una de las misas de estos días, no se en cual de las tres. La victoria, mucho más allá de la de la remontada del Madrí que llegó a ver Guz, narrada por Zoila. La realidad es la épica de lo impensable. La victoria real es la de Cristo sobre la muerte. “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón? La muerte a quedado absorbida por la victoria”, nos dice san Pablo. No, la muerte sólo ha ganado una batalla. La guerra la ha ganado Cristo para nosotros. La muerte es sólo el día de la liberación, y ti ya has tenido la tuya.

Pero tus trabajos aún no hen tenminado. Ahora tú, Guzmán, Guz, Guzmi, Muman, Mi-man, Mi-man-mi-mancho, Mi-man-mi-mancho-tú-sí-que-sabes, sobre todo, tu-si-que-sabes, tú que estás en el cielo, que ya es tu hogar poblado de rostros y corazones, sobre todo los de tus padres, cuídanos desde allí. A nosotros, que estamos todavía subiendo la empinada cuesta de la vida con nuestra muerte a cuestas. Cuídanos. Cuida, sobre todo, a Almu y a tus hijas Almudenita y Solete. Pero como eres fuerte y tienes anchas espaldas y, además, participas de la fuerza y sabiduría de Dios –Él sabe de verdad, decías en tu enfermedad–, deja un poco para cuidarnos también a todos los demás que te queremos. Hasta pronto Guzmán –hombre BUENO– hasta que nos reencontremos en la resurrección. Amén

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