Tomás Alfaro Drake
Es asombroso cómo se propagan las ideas. El ideario de un hombre inculto del siglo XXI está lleno de ideas de autores a los que no ha leído jamás y que le han llegado por ósmosis, inconscientemente, sin ningún tipo de crítica por su parte. Le vienen del ideario colectivo de su tiempo, que a su vez se alimenta, en un círculo vicioso, por los idearios de millones de hombres incultos. El ideario de nuestro tiempo está imbuido de la “estética” de la nada, del vacío, del nihilismo. ¿Cómo empieza este círculo? Sin duda alguna que con la intención de quien tiene el poder y los medios culturales para amplificar lo que quiere que forme parte de ese ideario y silenciar, filtrándolo, lo que no se quiere que entre en él. ¿Cómo se rompe el círculo? Luchando contra viento y marea por colar en la masa de incultura, esquivando los filtros del sistema, algunos pensamientos que permitan la crítica.
Tal vez uno de los autores que más ha influido en este ideario nihilista que nos invade sea Albert Camus. Una de sus obras claves es “El mito de Sísifo”. En la mitología griega, Sísifo era el fundador y primer rey de Corinto, hijo del dios Eolo, señor de los vientos. Tras su muerte, fue condenado por los dioses –la causa no está clara en la confusa mitología griega– a subir, empujándola, una piedra redonda ladera arriba hasta la cima de una montaña. Pero, ineludiblemente, al llegar con la piedra a la cima, ésta rodaba hasta el pie de la montaña, por lo que Sísifo tenía que volver a empezar su tarea. Así, eternamente.
Para Camus, este y no otro es el destino del hombre, si no eternamente, sí a lo largo de una vida absurda. Esto aboca al ser humano al sinsentido. Pero, ¿qué prueba o razonamiento aporta para llegar a esta conclusión? Ninguna. Es una conclusión gratuita. “El mito de Sísifo” tras una cita de Píndaro que dice: “No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, sino apura el recurso de lo hacedero”, continua con la tesis de Camus, enunciada sin ambages desde el principio: “Sólo hay un problema filosófico serio; el suicidio”.
Pero para Camus hay dos formas de suicidio. La primera consiste en el suicidio físico. La segunda en el suicidio intelectual. Este segundo tipo de suicidio equivale, para él, a creer que pueda haber algo que permita a Sísifo encontrar un sentido para sus trabajos o que pueda haber una montaña con cúspide plana en la que la piedra, una vez subida, pueda quedarse en equilibrio estable. Es necesario tener el valor –nos dice el credo nihilista– de aceptar con estoicismo la ineludible realidad del sinsentido en vez de inventarse realidades más consoladoras. Por qué esto sea un suicidio intelectual y la aceptación gratuita del sinsentido sea heroísmo, es algo que tampoco tiene ninguna base razonable en el pensamiento de Camus. Es eso, un credo. Y un credo ilógico: el credo del absurdo.
Imaginemos que vivimos en una lóbrega mazmorra sin una sola abertura. Uno de nuestros compañeros de cautiverio abre una pequeña brecha en el muro que le permite ver fuera un mundo maravilloso y, con él, la esperanza de una vida mejor. Muchos de nuestros compañeros se acercan, miran y lo ven. Inmediatamente, surge la réplica: No hay que mirar. Lo que vemos no es sino un espejismo de nuestros deseos. No importa que los que lo vean sean multitud y que sean gente extraordinariamente cuerda para toda su actuación en la vida. Tampoco importa que algunos de los que lo ven sean de los mejores de nuestros compañeros. No hay que mirar. Los que dicen ver algo están locos, son unos visionarios. Y si dicen que los que no miramos somos ciegos nos están faltando al respeto, son intolerantes. Lo que hace grande al hombre es negarse a mirar. ¿Es esto valor heroico o tozuda estupidez? ¿Es una postura intelectualmente superior o racionalmente absurda? ¿No sería mucho más razonable mirar, analizar, buscar razones, juzgar y decidir en consecuencia? Para Camus no.
Tengo una anécdota real para ilustrar esto. En Lerma, desde hace unos diez años, el convento de las clarisas que hay allí se ha visto bendecido con numerosas vocaciones a la vida contemplativa. Al contrario de lo que afirmaría a ciegas el ideario colectivo de nuestro tiempo, no son mujeres sin otra salida en la vida o trastornadas o con “el coco comido” por una secta. Son en su mayoría chicas jóvenes, con carrera universitaria, profesionales que han trabajado durante años y que, en un momento de su vida, han visto que algo muy profundo y veraz les decía que en ese convento encontrarían la felicidad que buscaban. No hay más que verlas para darse cuenta de que son sanas, alegres y de que tienen una felicidad interior envidiable. Todos los años cuando alguna de ellas entra o hace los votos temporales o perpetuos, la comunidad –más de cien– se reúne en el locutorio tras la celebración litúrgica. Su felicidad, plena y desbordante, se contagia a todos los que tenemos la suerte de estar allí. Yo voy siempre que puedo, aunque no conozca a la que hace los votos. Una de las últimas veces que fui coincidió que la chica que tomaba el velo era sobrina de unos conocidos míos. Allí estaba toda la familia, incluso un tío, llamémosle camusiano. Se negó a entrar y se sentó en la terraza de un café de la plaza. Era el mes de Julio y hacía un calor de muerte. Estuvimos en la celebración litúrgica y en el locutorio más de tres horas. Me tuve que ir antes de que acabase la fiesta de alegría del locutorio. Pasé por la plaza y allí seguía, muy digno, sentado en la terraza, supongo que tomando su décimo refresco, el tío camusiano. ¿No quería contagiarse de la alegría? ¿Tenía miedo de que sus seguridades, que, como dice el ideario colectivo, afirman que todas las que estaban allí eran poco menos que locas, se derrumbasen? No lo sé, pero es difícil de explicar tanta “dignidad”.
Sin embargo, ninguna de las dos formas de lo que Camus llama suicidio era razonable para él. Por tanto, “El mito de Sísifo” acaba con una frase más cargada de buenos deseos que de sano realismo:
“Es preciso imaginarse a Sísifo dichoso”.
¿Cómo se puede lograr esa dicha? ¿Como dice Píndaro, “apurando el recurso de lo hacedero”? En otra obra suya, “Bodas”, Camus da la “receta” para lograrla. Gozando de la dicha de lo que los sentidos nos dicen que es real. El sol, la luz, el mar, la naturaleza. Un concepto de dicha característico de un niño pobre pero feliz, crecido en la luz mediterránea de Argel, al que nunca nadie ha hablado de un componente trascendente de la dicha. Una dicha idílica. Que esta felicidad sensible puede ayudar a la dicha, no cabe duda. La cuestión es: ¿Se puede ser dichoso sólo con eso? Creo que esta pregunta requiere también una respuesta crítica, basada también en lo que nos dice la realidad de nuestros sentidos cuando miramos el mundo real. Pero no es este el lugar para esta respuesta, sino el corazón y la cabeza de cada hombre.
Pero sigamos la trayectoria vital y literaria de Camus, a ver si nos arroja alguna luz. A lo largo de su vida, su honesta sed de justicia empieza a revelarse en su obra. En obras como “La peste” o “El hombre en rebeldía”, Camus comienza a ver que la entrega a los demás, aún a costa del sacrificio de esa dicha sensible, puede ser también una de las recetas para otro tipo de dicha. Pero es una dicha triste y vana, pues supone una renuncia a la dicha “real” sin más recompensa que la satisfacción del deber cumplido, incluso de la vanidad del heroísmo.
“Cómo vivir sin la gracia, es el problema que domina el siglo XX”, nos dice Camus en “El hombre en rebeldía”. Camus detesta las ideologías que sacrifican el presente de los hombres por un futuro hipotético. Las detesta, y en esto muestra una enorme clarividencia porque, cómo ha mostrado la historia, todas acaban en holocausto de un tipo u otro.
“La verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo presente”. Esta frase de Camus, también en “El hombre en rebeldía”, resume su repulsa al pensamiento revolucionario que sacrifica al hombre a un hipotético y abstracto futuro mejor, se llame este futuro Historia, Raza, Nación o Reino de los Cielos. Porque Camus mete en el mismo saco a los ideólogos marxistas o nacionalsocialistas y a los santos. Coincido con Camus en su repulsa a las ideologías revolucionarias que prometen un paraíso futuro en la tierra y sacrifican al hombre a él. Pero me causa asombro que su ignorancia de las creencias cristianas haga que atribuya a sus seguidores el mismo desprecio del presente por la espera de un futuro mejor. Porque el cristiano, por el amor de Dios hacia todos los hombres, que son sus hermanos en virtud de su común paternidad, debe evidenciar que “la verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo presente”. En ningún momento el Evangelio ni, por tanto, la doctrina cristiana, justifica la pasividad del cristiano frente al mal, el dolor y el sufrimiento. Ni, mucho menos el sacrificio de la dignidad del hombre concreto por ese futuro Reino de los Cielos. Porque la caridad, que es lo más importante –lo único verdaderamente importante, me atrevería a decir–, del cristianismo, debe impulsar a todo cristiano a buscar el bien para todos los hijos de Dios, sus hermanos, aquí y ahora. Tanto el bien espiritual como el material. Si muchos cristianos no lo hacen así, el problema es suyo, no del cristianismo. Por muy bien que sigan su doctrina en todo lo demás, no serán buenos cristianos. “El cristiano puede y debe participar en la “rebelión”, porque el pecado del mundo debe ser combatido”[1]. Dios nos creó libres y, con esa libertad, nos impone la responsabilidad de santificar el mundo, empezando por nuestro corazón. En eso consiste la santidad. Pero santificar este mundo, el de hoy, el de al lado nuestro no es desentenderse del sufrimiento concreto del hombre concreto. Ruysbroek el Admirable decía: “Si en medio de un éxtasis oyera el lamento de un pobre, abandonaría la contemplación de Dios para acudir en ayuda del mendigo”.
La fe en una salvación sobrenatural como la cristiana no puede ahogar el grito del hombre contra el mal y la injusticia. Sí que añade, además, a este grito humano, nacido de un sentimiento natural, una dimensión nueva, la de Dios hecho hombre. Sólo así puede tener sentido el sufrimiento. En palabras de Michael O`Brien: “El sufrimiento no es alegría, no es más que sufrimiento. Pero el sentido del sufrimiento, el hecho de que el sufrimiento tenga sentido, eso sí es alegría”. Pero esto no justifica al cristiano para abandonar la lucha de este mundo, por todos los medios, contra el mal, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, sino todo lo contrario.
Camus sólo tiene ojos para los pecados de los cristianos y, por extensión, de la Iglesia, pero está ciego para la fe. No sabe ver la lucha de tantos cristianos por el hombre concreto el de hoy, el de ese presente al que hay que sacrificar el paraíso terreno futuro que alimenta a las ideologías destructoras del hombre. Los santos están en esa lucha por el hombre concreto. Camus debería contarlos entre los que llama “rebeldes” en su “hombre en rebeldía”. Pero, a diferencia de esos “rebeldes” que renuncian a una dicha de los sentidos por una dicha triste y de segunda clase, el cristiano toma parte en esa lucha contra el mal en nombre de Cristo y por Cristo. No se considera “rebelde” porque la Iglesia le ha enseñado que Dios, encarnado en Cristo es amor y también la Iglesia, dándole a Cristo, le da fuerzas para esa lucha y le hace ver que su renuncia, aún parcial, a la felicidad de los sentidos, no convierte su dicha en una de segunda. Porque esa renuncia es por amor y el amor, más allá de la renuncia, es fuego, fervor, energía que lucha contra la miseria terrestre y la transforma transfigurándola en Cristo. Y esta transfiguración es también para el presente. Por eso no encuentra su realización en ningún paraíso terrenal futuro, sino escatológico. Por eso no hay que sacrificarle el presente, sino regalárselo.
Al hombre no le basta la dicha sensible, no hay más que mirar a nuestro alrededor. Pero Camus pretendía ignorar esto. Si hubiese mirado mejor al hombre se hubiese dado cuenta de que necesita al Dios que salva el cuerpo y el alma. Y que la esperanza lleva al heroísmo de la caridad. Que esa esperanza no es tiniebla, pero tampoco luz de día, sino, claroscuro en el seno de nuestros dolores. Hubiese visto cómo el cristiano no busca un paraíso terreno al que sacrifica el presente. Hubiese visto cómo, sabiendo que el Reino de los Cielos no es de este mundo, le entrega con alegría su lucha por el presente, por el hombre sufriente de hoy. Hubiese entendido que este regalo del futuro al presente transfigurará el mundo por la acción de Cristo a través de los cristianos. Porque al cristiano le ha sido dicho que el Reino de los Cielos no vendrá de forma espectacular, que no está allí ni aquí, sino que ya está, hoy, ahora, entre nosotros (cfr Lucas 17,20-21). Pero Camus no llegó a entender esto[2].
Debo señalar aquí que la religión judeo-cristiana es la única que considera bueno el mundo material. No en vano, el primer libro de su revelación, el Génesis, empieza con la creación del mundo por Dios y, tras cada acto de creación afirma categóricamente; “y vio Dios que era bueno”. Para las religiones orientales, hinduismo y budismo, el mundo no es más que una vana ilusión que nos encadena a nuestros deseos y de la que tenemos que librarnos para alcanzar un nirvana. Un nirvana que es la extinción y que se logra con el total desapego de ese mundo sensible, hasta el punto de acabar con su ilusión. Más aún, la escatología cristiana, no desprecia la realidad sensible, sino que afirma que, al final de los tiempos, Dios instaurará una tierra nueva y un cielo nuevo en el que se producirá la resurrección de la carne. Es cierto que, a veces, los cristianos, para reafirmar que no se puede alcanzar la dicha únicamente a través del mundo sensible y para compensar la inveterada tendencia del ser humano a buscarla únicamente ahí, ha devaluado el componente de ese mundo sensible en la dicha total del hombre. Me parece un grave error, aunque comprensible. Creo que no está de más intentar poner las cosas en su sitio.
Hace poco ha caído en mis manos y he ojeado un libro titulado “El existencialista hastiado”. Su autor, el reverendo metodista Howard Mumma, revela las conversaciones que mantuvo con Albert Camus los últimos años de su vida. Mumma esperó cuarenta años para publicar estas conversaciones, dejando al tiempo que diese perspectiva a las mismas. Afirma que Camus le abordó tras un servicio religioso en uno de sus viajes esporádicos a París. Parece que quería acercarse a la fe. En cada una de sus visitas a París, conversaba con Camus al respecto. En la última de estas conversaciones, justo antes de volver Mumma a los Estados Unidos, Camus se despidió de él diciéndole: “Amigo mío, mon chéri, gracias... ¡Voy a seguir luchando por alcanzar la fe!”. Parece que a Camus tampoco le bastaba la dicha sensible de “Bodas” ni la heroica renuncia de “El hombre en rebeldía”. Parece que buscaba algo más. O sea que, tras un largo recorrido vital, era más fácil imaginarse a Sísifo dichoso que hacerle realmene dichoso. Tal vez esperase que en la cima de la montaña, en la última de las subidas, algo o alguien cogiese su piedra, diera por buenos sus esfuerzos y le explicase para qué le servía su piedra y por qué había tenido que subirla tantas veces con un poco más de barro y un poco más pesada cada vez. Tal vez necesitase esperar poder un día darse un golpe con la palma de la mano en la frente exclamando: ¡Ah! ¡Era por eso! ¡Efectivamente, tenía que ser así!
Mumma no pudo tener ninguna conversación más con Camus, porque éste murió poco después de la citada despedida. Las circunstancias de su muerte fueron extrañas. Se estrelló en su coche, yendo a gran velocidad, contra el único árbol que había al borde de una carretera llena de curvas. No había ninguna huella de frenazo. Ningún testigo. ¿Imprudencia temeraria? ¿Mala suerte? ¿Suicidio? Muchos pensaron en ello. ¿Pudo haberse suicidado Camus? ¿Pudo ser que en un momento dado, asustado de estar a punto de “suicidarse” intelectualmente abrazando la fe, eligiese el suicidio físico? Imposible saberlo. Yo espero que no fuese así. Pero lo que sí parece claro es que, como decía al principio, la elección gratuita del absurdo sobre el sentido para la vida no le bastó. Que esta elección es, más allá de la posmoderna estética de la nada, un profundo error. Sin embargo el filtro de que hablé al principio, elimina este tipo de reflexiones. No obstante, aquí está mi grito clamando en el desierto por si alguien quiere oírlo y repetirlo.
[1] André Rousseaux, Le figaro littéraire, 17 de Noviembre de 1951.
[2] Gran parte de las ideas de los párrafos anteriores están sacadas de la obra “Literatura del siglo XX y cristianismo”, de Charles Moeller, tomo I, el silencio de Dios, Albert Camus.
3 de enero de 2008
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