17 de febrero de 2008

El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 3

Tomás Alfaro Drake

Introducción

El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.

Jean Jacques Rousseau (1712-1778)

Rousseau es, muy probablemente, el más original de todos los pensadores de este camino hacia la posmodernidad y, también seguramente, el que más huella ha dejado en ella, compartiendo este dudoso privilegio con Kant y Nietzsche. Y lo ha hecho dejando su impronta en acontecimientos e ideas tan dispares como la de la soberanía popular, la instrucción pública, el comunismo, la Revolución Francesa, el romanticismo o la ética del sentimiento. Autodidacta, no tiene precedentes claros aunque, por vía de negación, sea la antítesis de Hobbes y Locke. Su pensamiento tiene una vertiente política y ética, como la de estos empiristas ingleses, pero no aborda, como algunos de éstos lo hacen, el tema del origen del conocimiento.

Su pensamiento socio-político puede resumirse como sigue:

El hombre “natural” vivía aislado y carecía de una naturaleza social. A diferencia de Hobbes, no cree que viviese en guerra contra todos, sino que vivía en una idílica armonía consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza. Introduce así la imagen del “buen salvaje”, dotado de una suerte de inocencia natural y de una bondad innata y viviendo en una igualdad y libertad absolutas. Tampoco existía en su mundo el concepto de moral. Esta condición natural pertenece, en palabras del propio Rousseau, a un estado que ya no existe, que quizá nunca haya existido y que, probablemente, nunca vaya a existir, pero que le resulta útil para reflexionar.

Pero el hombre se ve forzado a vivir en sociedad y es precisamente ésta la que le corrompe. Al aparecer la sociedad, el hombre comienza a perder la libertad, y las desigualdades comienzan a ganar terreno cuando se establece el derecho de propiedad y la autoridad para salvaguardarlo. Entonces, la sociedad se convierte en un engaño, los hombres se unen supuestamente para defender a los débiles pero, en realidad, lo que hacen es defender los intereses de los más ricos. Las diferencias son claras: ricos-pobres; poderosos-débiles; amos-esclavos. La conciencia es el único reducto incólume, aunque casi ignorado. El hombre, fuera de sí, está alienado. El progreso científico y cultural es, en realidad, un engaño pergeñado para mantener el dominio de los poderosos. Aunque Rousseau se cuenta entre los filósofos de la Ilustración francesa, sus ideas chocan frontalmente contra ella. El progreso, la civilización, la razón, exaltada hasta el infinito por los ilustrados son vistos por Rousseau como fuente de degradación del ser humano.

¿Qué hacer? Volver atrás es imposible. La respuesta está, para Rousseau, en la educación. Pero no en la educación perversa que da la sociedad corrompida existente, sino una nueva educación en la que el hombre aprenda a actuar según sus sentimientos primitivos, no según la razón viciada por la sociedad. Lo auténticamente racional es vivir instalado en el puro sentimiento. Lo que el sentimiento le pide a cada uno, es bueno. Esta es la educación que hay que implantar. Los hombres se unirán entonces libremente en una sociedad con “una forma de asociación (...) mediante la cual cada uno, al unirse a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes”. Se trata pues, de una nueva modalidad de contrato social que devuelva al hombre su estado “natural” sin que por ello deba dejar de pertenecer a una comunidad. No es un contrato entre individuos, ni de los individuos con un gobernante. Es un pacto de la comunidad con el individuo y del individuo con la comunidad. Cada uno de los asociados se une a todos y a ninguno en particular. Aparecen entonces, dos voluntades colectivas: La voluntad de todos y la voluntad general. La voluntad de todos es discordante, pero todo el mundo puede expresarla. De ella surge, por mayoría, la voluntad general, a la que la voluntad de todos debe someterse. Entonces aparece el concepto de soberanía. El soberano es la voluntad general. Ésta es inalienable y no se delega. El gobierno es sólo un ejecutor de la ley que emana de la voluntad general, y puede ser siempre sustituido. Esta soberanía es indivisible, no hay división de poderes, como en Locke. De esta manera, la ley natural queda sustituida por la ley de la voluntad general. La voluntad general, el nuevo dios, es soberana para legislar contra la justicia, porque, en definitiva, la justicia es lo que ella diga. No es la democracia sujeta a una ley superior, es una contradicción en los términos, es la democracia Leviatán.

Ni que decir tiene que este planteamiento político resultó inaceptable para la época y Rousseau tuvo que huir a Inglaterra, aunque posteriormente pudo volver a Francia donde murió once años antes de que estallase la Revolución Francesa y sólo cinco antes de la promulgación de la constitución americana. Ambas hicieron suyas gran parte de las ideas de Rousseau. Curiosamente, también la ideología comunista se apropió de otra parte de ellas.

Pero para el objetivo de estas páginas interesa, más que la vertiente política de las ideas de Rousseau, sus ideas sobre la ética. No hay que olvidar que Rousseau es un pensador autodidacta y que para él, el sentimiento prima sobre la razón. Por eso aparecen en su pensamiento contradicciones que no es capaz resolver satisfactoriamente. Frente a una exaltación del sentimiento individual como rector soberano de la ética, aparece el deber del sometimiento a la voluntad general. Cómo conciliar estas dos fuentes de la ética –sentimiento y deber– es un dilema que Rousseau no puede resolver, sencillamente, porque no tiene solución, porque todo el asunto está mal planteado desde el principio.

Kant, como más adelante se verá, tomó partido por el deber a palo seco. El romanticismo, por el contrario, lo hizo por el sentimiento incontrolado que, aplicado a la política, trajo la secuela del nacionalismo, causa de tantas guerras, limpiezas étnicas y desgarramientos.

Rousseau intentó, como es natural, conciliar lo irreconciliable, pero su intento es, a todas luces incoherente. De repente, el buen salvaje, cuya naturaleza le llevaba al aislamiento y no a la sociedad, decide dar su consentimiento a la voluntad general. No un consentimiento razonado de mal menor, tampoco un consentimiento basado en el bien común, sino un consentimiento basado en un sentimiento de alegre sometimiento a esa voluntad. ¿Por qué? Porque no supone el sometimiento a ningún otro ser humano, a ningún poder personal. Ni siquiera al poder personal que surja de la voluntad general. Es un sometimiento a esa abstracta y “sagrada” voluntad, es decir, a todos y a ninguno. En definitiva al dios inmanente de la voluntad general. Este “milagro” se lograría, según Rousseau, gracias a la educación. Rousseau describe en su obra “Emilio” cómo debe ser el sistema educativo que logre el “milagro”. Es un sistema basado en que el educador no transmita sus conocimientos a su pupilo, ya que todo conocimiento está viciado y, además, no es el que libremente quiere adquirir el educando. Tampoco debe imponerle su voluntad de ninguna manera. Simplemente tiene que ir enfrentando su naturaleza pura con la representación de la inflexible voluntad general, personificada en él, para que su pupilo vaya descubriendo, él solo, los mecanismos de adaptación de su libertad personal al la voluntad general.

Rousseau jamás puso a prueba su sistema educativo. Al contrario, abandonó a sus cinco hijos, de uno en uno, en un orfanato de beneficencia. Su discípulo, Heinrich Pestalozzi, sí lo intentó. Aplicó el método con su hijo Jakob, creando en él graves trastornos, pues el chico no sabía si su padre era el ultraliberal personaje que jamás le imponía sus ideas o el intransigente ogro que representaba el papel de la voluntad general. En los años 70 del siglo XX, la moda de la llamada educación antiautoritaria fue, probablemente, el experimento social más parecido a la educación Roussoniana. Su fracaso resultó estrepitoso. En un principio Rousseau pensaba que esta educación debería estar en el ámbito privado. Pero en un libro suyo –“Consideraciones sobre el gobierno de Polonia”–, publicado póstumamente, abogaba por la creación de un sistema educativo público. No parece que la educación propugnada en el “Emilio” sea la clave para que se produzca el milagro de convertir al buen salvaje en un ciudadano responsable. Muchos de los que aún defienden las ideas de Rousseau sostienen que nunca ha sido bien entendido. Puede ser, pero más bien me parece que se basa en una concepción utópica e irreal de la naturaleza humana y de la sociedad. Tal vez lo que mejor describa ese erróneo entendimiento de la naturaleza humana y esa contradicción entre deber y sentimientos sea el siguiente párrafo tomado de su obra “Diálogos”:

“He dicho que Jean Jacques no era virtuoso[1]. ¿Y cómo serlo estando subyugado por sus inclinaciones, siendo débil y no teniendo más guía que su propio corazón en vez del deber y la razón? ¿Cómo podría reinar la virtud, que es trabajo y combate, en medio de la molicie y los dulces pasatiempos? Será bueno, porque así lo hizo la naturaleza; hará el bien, porque le resultará agradable practicarlo. Pero cuando se trate de combatir sus más caros deseos y desgarrar su corazón para cumplir con su deber, ¿lo hará también? Mucho lo dudo. La ley de la naturaleza, o, por lo menos, su voz, no llega hasta ahí. En tal caso se requiere que otra voz mande, y que calle la naturaleza. Pero ¿sería capaz de ponerse en tales situaciones violentas, de las que nacen tan crueles obligaciones? Lo dudo mucho más...”[2].

Sin embargo, la respuesta existía ya en la cosmovisión anterior al inicio de este camino hacia la posmodernidad. Entonces se consideraba al hombre como un ser social por naturaleza. Tendía –precisamente por esa naturaleza– a la búsqueda del bien común como aspiración fundamental. Buscaba racionalmente ese bien común. Se equivocaba, se traicionaba a sí mismo, pero su naturaleza tendía a ello. Era hombre. Esa era –esa es– la ley natural, y no un sentimiento melifluo. En cambio, Rousseau esperaba que su “buen salvaje”, al verse obligado a vivir en sociedad contra su hipotética naturaleza, se convirtiera, por alguna alquimia misteriosa que él llamaba educación, en ángel. El hombre real, se puede transformar lenta y trabajosamente, a lo largo de un arduo proceso personal e histórico, en un hombre mejor. Y lo hace porque su naturaleza, aunque muchas veces se oponga a ella, es la de ser hijo de un Dios que le ha creado por amor. Sólo el amor es la solución de este nudo gordiano. Un amor que no es sólo un sentimiento sino, además, el convencimiento racional en la existencia de un Dios que ama a todos los hombres por igual, y al que debemos retribuir con el mismo amor que Él nos da. Amor dirigido a Él y al resto de los hombres. Porque, “gran cosa es el amor. El amor ha nacido de Dios y sólo en Dios puede ser fijado. El que ama tiene alas, vive en la dicha, es libre, nada le ata. Lo da todo a cambio de todo y posee todo en todo, porque descansa encima de todo en esa unidad soberana de donde fluye y procede todo bien. Para el amor nada es pesado; el amor no conoce lo imposible; todo le es permitido y le es posible. Se basta en todo. El amor es circunspecto, humilde y recto; ni débil ni ligero, ni ocupado en cosas vanas; es sobrio, casto, perseverante, tranquilo, y está en guardia sobre todos sus sentidos. El amor vela y en el sueño no se duerme; en la fatiga no tiene laxitud, ni en la angustia inquietud, ni en el temor perturbación. Es veloz, sincero, piadoso, agradable y gozoso, fuerte, paciente, fiel, prudente, de constancia viril y jamás se busca a sí mismo...”[3]. Sólo ese amor puede conciliar deber, sentimiento y razón y hacer del primero algo jugoso en vez de árido. Pero no con un chasquido de dedos dado por el sistema educativo de Rousseau sino a través de una ardua lucha en la historia del hombre contra su naturaleza caída. A través del ejercicio de la virtud –que es fuerza en latín– y que se adquiere por el entrenamiento arduo –y a pesar de todo, alegre, en el amor– del bien. Y nada de eso puede lograrse si no es ayudado por el amor de ese Dios, Padre y Creador. Y ese amor recibe el nombre de gracia. Pero, contra esta idea unitaria, otra vez aparece el efecto de la esquizofrenia, esta vez entre el sentimiento y el deber. Rousseau por un lado y Kant y sus continuadores, de los que hablaré en la siguiente entrega, por el otro.

Juan Luis, un lector de mi anterior entrada sobre “el camino...”, me señala “que los errores filosóficos no son sino la exaltación de una parte de una verdad, perdiendo una visión global. Y cuando uno descubre algo equivocado en ese camino, en lugar de volver a la visión global toma otra parcela de la realidad y la magnifica...” y bautiza este principio como el principio Chesterton, basándose en una idea de este agudo escritor inglés que viene a decir que “si los grandes pensadores hubieran leído más los clásicos, se habrían dado cuenta de que su ‘gran idea’ no era más que una ‘pequeña idea’ que ya había sido considerada y enmarcada en un contexto adecuado por los autores clásicos”.

Pues bien, sólo la virtud –teologal, por cierto– del amor permite esa visión global que nos salva de la esquizofrenia del sentimiento contra el deber, o de la libertad contra la obligación.
[1] En los Diálogos y en otras obras suyas, Rousseau gustaba hablar de sí mismo como si fuese otro personaje que hablase de él.
[2] Diálogos; Segundo diálogo.
[3] Tomás Kempis. Imitación de Cristo III, 5.

2 comentarios:

  1. Hola Tomás, me he dado cuenta de que no te había contestado a esto. Lo hago ahora para confirmar que sigo con este "cursillo", jejejejeje...

    Hay que ver, me estás metiendo mucha presión. En cuanto encuentre la cita auténtica de Chesterton te la mando. Recuerdo que está en uno de los libros de Chesterton que tengo en casa. Sólo tengo que esperar algunas semanas hasta volver a mi casa ;D

    saludos,

    Juan-Luis

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  2. Años después, pero lo he encontrado. Está expuesto en el ensayo "Sobre la lectura", que yo he leído en la recopilación "El Hombre común", Ed. Lohlé-Lumen. Ahí vienen expresiones tan felices como que "El hereje es un hombre que ama su verdad más que la verdad misma", "Siempre se comete el mismo error fundamental: se supone que el hombre en cuestión ha descubierto una nueva idea. Pero, en realidad, lo nuevo no es la idea, sino la separación de la idea. Es muy probable que la idea misma se encuentre repartida en todos las grandes libros de un caracter más clásico e imparcial, desde Homero y Virgilio hasta Fielding y Dickens. Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los libros viejos, sólo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde". "Los grandes escritores no dejaban de lado una moda [GKC ya ha denominado modas a las herejías líneas arriba] porque no habían pensado en ello, sino porque habían pensado también en todas las respuestas"

    Y esta te va a encantar: "Shakespeare había pensado en Nietzsche y en el Jefe de la Moralidad; pero le dio su propio valor y lo colocó en el lugar que le corresponde. Este lugar e la boca de un jorobado medio loco en vísperas de su derrota" (último acto de Ricardo III).

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