Tomás Alfaro Drake
A raíz de una frase de la lección del Papa sobre santa Teresa de Ávila que dice. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida, he querido empezar a enviar por partes cuatro historias recopiladas en un librito llamado “Mi Cristo roto”.
En Buenos Aires, en la parroquia del Pilar, encontré un brevísimo libro editado por Caritas bajo el nombre de “Mi Cristo roto”. En la portada aparecía la foto de un Cristo crucificado al que le faltaba la cruz, la pierna y el brazo derechos y tenía la cara cortada, como si se le hubiese dado un tajo desde encima de las cejas hasta debajo de la barbilla. El autor es un sacerdote jesuita, Ramón Cué. Por el texto, desprende que tuvo, en algún momento que no recuerdo, un programa religioso en TVE. Lo compré inmediatamente y dediqué la siguiente media hora a leerlo en un banco de la plaza de la recoleta. Me emocionó muchísimo y decidí copiarlo. Aquí está la primera de las cuatro historias que lo forman.
MI CRISTO ROTO
1º Compra-venta de Cristos
A mi Cristo roto lo encontré en Sevilla, en el jueves. Ese pintoresco doble sevillano del rastro madrileño. Y se dice: “ir al jueves”.
Pues yo fui al jueves y en el jueves encontré mi Cristo y lo compré en jueves. Judas, también lo vendió en jueves. Pero antes de deciros cómo, permitidme dos confidencias. Una, que me encanta ir al rastro; otra, que dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Que se llevan mis preferencias los Cristos barrocos españoles. Y, si me urgís más, los andaluces.
Todo esto para explicaros que soy asiduo visitante del jueves en Sevilla. Siempre pienso: si yo encontrara en el jueves un Cristo sevillano, pequeño, de buena talla, barato...
La última vez que fui, fue en mes pasado, en compañía de un amigo mío: Pepe Zarazar, que anda también en su vida, detrás de un Cristo, mejor dicho, detrás de Cristo.
Fuimos al jueves porque a Cristo –que lección– se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos y libros, muñecos rotos o litografías románticas. La cosa es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil rastro que es la vida.
Pero aquella mañana no lo encontramos en el jueves y nos aventuramos por su prolongación: la casa del artista. Más fácil encontrar ahí un Cristo, pero mucho más caro. Es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuestos de lujo. El Cristo que han encarecido los dólares del turista americano. Porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo está más caro.
Visitamos inútilmente dos o trastiendas. Andábamos por la tercera o cuarta.
-¿Quiere algo, Padre?
-Dar una vuelta, nada más, por la tienda, mirar, ver...
De pronto, frente a mí, acostado sobre una mesa con incrustaciones, vi un Cristo sin cruz. Iba a lanzarme sobre él, pero, frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo. Me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba. Era un Cristo todo roto. Pero esta misma circunstancia me encadenó a él, no sé por qué.
Fingí interesarme primero por los objetos que lo rodeaban, hasta que mis dos manos se apoderaron del Cristo. Dominé mis deseos para no acariciarlo. No me habían engañado mis ojos, no .Debió ser un Cristo muy bello. Era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero y, aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Yo seguí pensando. ¿Será muy caro? Había que decidirse.
Pregunté, primero, el precio de un camafeo. Luego en de un marfil. Fingí disgusto.
-Lástima, es todo muy caro. ¿Y eso?
No me atrevía a llamarlo Cristo. Estaba tan mutilado. Era casi más una cosa que un hombre. ¿Y eso? Tal vez preguntando así lograría un precio más económico. Pero me equivoqué. Se acercó el anticuario. Tomó al Cristo roto en sus manos.
-¡Oh...! ¡Es una magnífica pieza! Se ve que usted tiene buen gusto, Padre. Fíjese que espléndida talla, que buena factura...
-Sí, pero está tan roto... tan mutilado...
-No tiene importancia, Padre. Aquí, al lado, hay un magnífico restaurador amigo mío. Se lo deja a usted nuevo.
-Bueno. ¿Y en qué precio me lo deja?
Volvió a ponderarlo, a alabarlo. Lo acariciaba entre sus manos. Pero no acariciaba a Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero. Insistí:
-¿En cuánto me lo vende?
Dudó, Hizo una pausa. Miró por última vez al Cristo. Fingió que le costaba separarse de él. Y me lo alargó en un arranque de generosidad diciéndome resignado y dolorido:
-Tenga, Padre. Lléveselo. No es dinero. Lléveselo. Por ser para usted –y conste que no gano nada– tres mil pesetas, nada más. Se lleva usted una joya.
Me quedé con las manos en el aire.
-¿Tres mil pesetas? ¡Qué disparate! ¡Es carísimo!
-¿Caro?
-Naturalmente.
Y empezamos el anticuario y yo a regatear sobre un Cristo. Él, en vendedor, exaltaba las cualidades del Cristo para mantener la cifra. Yo, sacerdote, le mermaba méritos al Cristo, como si fuese una simple mercancía.
Y me acordé, claro, de Judas. ¿No era aquello también una compraventa de Cristo? Pero, ¿cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en Él y en nuestros prójimos?
Nuestra vida es muchas veces una compraventa de Cristo. Indudablemente, Judas pedía más y los sacerdotes ofrecían menos. Como yo entonces. Y Judas fingía irse, como yo, para volver de nuevo al regateo. Y los sacerdotes simulaban, como yo, no interesarles tanto el comprar a Cristo, como yo, para volver otra vez a insistir en el precio.
Total, lo de siempre. Cedimos los dos. Nos avenimos los dos, como Judas y los sacerdotes judíos. Y el que perdió, como en Judas, como siempre, fue Cristo. Resultó despreciado, porque de las tres mil iniciales en las que me había sido valorado, me lo rebajaron a ochocientas pesetas.
Antes de despedirme le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En su información vaga e inconcreta me dijo que creía proceder de un pueblo –no recordaba el nombre– de las sierras de Aracena, en Huelva, y que las mutilaciones se debían a una profanación allá por el año treinta y seis, cuando lo de la guerra española. Me lo había imaginado desde el principio. Apreté a mi Cristo con cariño y salí con él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara, con mi Cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! ¡Pobre Cristo! Un poco más y dejaba de ser Cristo. Viéndolo así me decidí a preguntarle:
-Cristo, ¿quién fue el que se atrevió contigo? ¿No le temblaban sus manos cuando te astilló las tuyas arrancándote brutalmente de la cruz? ¿Qué cara puso cuando te partió tu cara? Oye, ¿qué ha sido de él? ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿En la sierra de Aracena? ¿Qué se haría hoy si te viera en mis manos?
-Cállate –me cortó una voz invisible y tajante–. Cállate. Preguntas demasiado. ¡Cómo sois los hombres! Cuando se tratan de los pecados ajenos no se os agotan ni las preguntas ni la curiosidad. Pero, sobre todo, cómo os cuesta a los hombres a aprender a olvidar. ¡Cómo sois! Creéis que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el vuestro. ¡Cállate! No me preguntes no pienses más en el que me mutiló. ¡Déjalo! ¡Respétalo! Yo ya lo perdoné. Yo me olvido instantáneamente y para siempre de sus pecados, cuando un hombre se arrepiente. Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate!
-Sí, Señor, enséñame a olvidar y perdonar.
Pero mi Cristo seguía urgiéndome:
-Oye. ¿Por qué ante mis miembros rotos evocas el recuerdo de los que en la guerra del treinta y seis mutilaron mis imágenes y no se te ocurre recordar a tantos que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos, los hombres, en la posguerra? ¿Qué es mayor pecado, mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito yo por la gracia del bautismo? ¡Hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los Cristos vivos que son sus hermanos.
Yo estaba confuso, sin habla. Su voz me acorralaba. Por salir de ese cerco angustioso, por quedar bien con mi Cristo, se me ocurrió decirle:
-Oye, te voy a mandar restaurar. No quiero, no puedo verte así, destrozado. Ya verás qué bien vas a quedar. Aunque el restaurador me cobre lo que quiera. Tú te lo mereces todo. Me duele verte así. Mañana mismo te llevo al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta...?
-¡No! No me gusta –contestó el Cristo seca y duramente–. Eres igual que todos los demás, hablas demasiado.
Hubo una pausa. Una orden tajante como un rayo vino a decapitar el silencio angustiosos:
-No me restaures. Te lo prohibo, ¿lo oyes?
-Sí, Señor, te lo prometo, no te restauraré.
-Gracias –me contestó el Cristo mansísimamente.
Su tono volvió a darme confianza.
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo.
-Ya lo veo.
-¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me dueles?
-Eso es lo que quiero. Que al verme a mí roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo, rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han bloqueado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. No me restaures, a ver si viéndome así te acuerdas de ellos y te duelen. A ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás.
La voz de mi Cristo seguía sonando como el eco de una viejísima queja eterna.
-Mira, hay muchos, muchísimos cristianos que se vuelcan en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello y se olvidan de sus hermanos, los hombres, Cristos feos, rotos y sufrientes. Y eso yo no lo acepto.
Ahora mismo, en estos días últimos de Cuaresma y en los próximos de Semana Santa, en todas las ciudades españolas se extreman las manifestaciones de cariño para todos los bellos Cristos crucificados, Pero eso no basta. Eso no vale si falta el amor al prójimo sufriente.
Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando a un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan. Me dan asco. Los tolero y los aguanto forzado, en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. Tenéis demasiados Cristos bellos. Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte.
Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huída del dolor ajeno, tranquilizando, al mismo tiempo, la conciencia en un falso cristianismo. Por eso deberíais tener más Cristos rotos. Uno en la entrada de cada iglesia. Uno en cada Semana Santa procesional, que os gritaran siempre, con sus miembros partidos y sus caras sin formas, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos, los hombres.
Por eso, te lo suplico, no me restaures. ¡Déjame roto! Aguántame roto junto a ti –aunque amargue un poco tu vida. ¡Bésame roto!
-Sí, Señor, te lo prometo. No habrá fuerza que me arranque de ti.
Y un beso sobre su único pie astillado fue la firma de mi promesa.
Desde hoy viviré con un Cristo roto.