Estamos
ante una situación de la que nadie sabe su desenlace. Sus consecuencias son
imprevisibles. Puede que dentro de un año lo miremos, con pena, sí, por las
personas que hayan muerto durante la epidemia, o pandemia, o lo que quiera que
llegue a ser, pero que haya servido para desarrollar mejor nuestras defensas
como sociedad. Pero también entra dentro de lo posible que esta crisis provoque
la impensable catástrofe del hundimiento de un sistema económico-social,
ampliamente interconectado a nivel mundial que, aunque por otra causa,
provocaría tal vez tantas muertes y sufrimientos que la propia pandemia. Si
tuviera que apostar, aún desde mi ignorancia –como la de todos–, apostaría que
dentro de un año estaremos mucho más cerca del primer escenario que del
segundo. Pero nada es descartable.
Permitidme
ahora una digresión que puede parecer fuera de lugar al no tener nada que ver
con el coronavirus. Pero dado que el título de estas páginas es “El cristiano
ante el coronavirus”, si viene a cuento. San Pablo, en su carta a los
colosenses les dice, y nos dice también a nosotros:
“Despojaos
del hombre viejo y de sus acciones y revestíos del hombre nuevo que, en busca
de un conocimiento cada vez más profundo, se va renovando a imagen de su
creador”.
¿Cómo
son el hombre viejo y el hombre nuevo? ¿Qué les diferencia? Mi punto de vista
es el siguiente: El hombre viejo cree que se le debe algo. Cree tener un
derecho cósmico sobre todas y cada una de las cosas y cualidades que posee. Cree
ser su dueño y, si un día le faltan, se indigna con el mundo, o se desconcierta,
o ambas cosas al mismo tiempo. El hombre viejo detesta sus límites. En el fondo
se cree dios y le gustaría tener su poder. Pero como no lo tiene, se engaña a
sí mismo arropándose en todo eso que cree suyo y que ha acumulado cuando las
cosas le van bien. Detesta no ser otra cosa que el bípedo implume –al que se
refieren Platón, Diógenes Laertes o Unamuno– que realmente es y, para
disimularlo, se arropa con toda clase de bienes que le dan la apariencia de
seguridad. El hombre nuevo, por el contrario, sabe que todo es don gratuito que
le es dado. Que nada es suyo por derecho propio. Que es un ser limitado y
pequeño frente a la inmensidad de un cosmos que puede devenir en caos y llegar
a ser terrible. Y da gracias por lo que tiene cuando lo tiene y da también
gracias, aunque le duela y le haga sufrir, cuando pierde lo que tenía. Sabe que
todo es don. Todos tenemos en nosotros, en lucha más o menos explícita, al
hombre viejo y al nuevo. Pero, si no somos activamente vigilantes, el hombre
viejo va anulando poco a poco al hombre nuevo. Como dice la parábola del
sembrador cuando se refiere al grano que cae entre cardos:
“La
semilla que cayó entre cardos, se refiere a los que escuchan el mensaje, pero
luego se ven atrapados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de
la vida y no llegan a la madurez”.
Tal
vez por eso Dios, que quiere que nuestra batalla interior la gane el hombre
nuevo, permite que a veces nos falten o perdamos alguna de esas cosas con las
que nos habíamos revestido. Que el bípedo implume sienta el frío que la haga
ser consciente de que no tiene nada garantizado, de que nada se le debe y de
que, tras su cortina de humo de cosas, es pobre y necesitado. El hombre nuevo,
si no está ya muerto, y nunca lo está del todo, puede, tal vez así, salir de su
letargo. Entonces, el hombre nuevo despierta y le dice a su Creador:
“Yo
decía cuando estaba seguro: ‘No fracasaré nunca’.
Tu
favor, Señor, hizo de mí una fortaleza inexpugnable;
pero
escondiste tu rostro y quedé desconcertado”.
pero…
“Busqué
al Señor y él me respondió;
me
libró de todos mis temores.
Mirad
hacia él y quedaréis radiantes”.
Pero
si aun entonces, el hombre viejo sigue asfixiando al hombre nuevo, la respuesta
es el pánico.
Por
supuesto, no digo, ni por asomo, que la crisis del coronavirus que estamos
viviendo sea nada ni remotamente parecido a un aviso de Dios o un castigo, ni
nada por el estilo. Dios me libre de creer en un Dios así. Pero tampoco la
causa hay que buscarla, como dicen algunas cosas que circulan por ahí y de las
que la gente dice que son muy bonitas, en una Gaia airada contra los seres
humanos que abusamos de ella –porque al parecer Gaia es femenina–. No creo en
un castigo divino de un Dios que existe y que es bueno, pero menos aún en un
castigo de una Gaia que no existe. Porque Gaia NO EXISTE. Es un invento de una
sociedad posmoderna, bastante enferma mentalmente que ha llegado a un punto en
el que se siente bien cuando se siente mal, sentimiento que denota escasa salud
mental e intelectual. El coronavirus, el Covid-19, ha llegado porque hay chinos
que se comen los murciélagos vivos y crudos. Y el SARS vino porque se comieron
alguna otra guarrería[1]. Evidentemente, el hecho
de que vivamos en una sociedad muy estrechamente interconectada ha hecho que su
propagación sea más rápida. Esto da pie a que personas con escaso nivel
intelectual o con poca actividad de análisis, digan que lo que hay que hacer es
volver a las sociedades aisladas. Eso sí sería la pobreza galopante, el hambre
generalizada y la muerte masiva por inanición. Lo de muerto el perro se acabó
la rabia es algo tan absurdo como decir que para acabar con el problema de las
pensiones hay que matar al 50% de los pensionistas.
El
último “culpable” al que quiero referirme para exculparle es al capitalismo
–incluso si se le pone detrás el adjetivo despectivo de condena absoluta de
“financiero”–. El capitalismo desarrolla organizaciones de creación de riqueza
y bienestar –las empresas–que tienen que ser financiadas. Es el capitalismo, y
sólo el capitalismo, con todos sus defectos y efectos secundarios, el que ha
acabado con la pobreza en la que toda la humanidad vivía hace tan sólo 300 años
y está haciendo que todos los seres humanos que habitan sobre este planeta,
absolutamente todos, vivan mejor que hace 50, 100 o 150 años. Por supuesto todo
esto trae problemas, pero citando un verso de Walt Whitman diré que “está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto
del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha
mayor”. Y, en esa lucha,
ha surgido algo, el coronavirus y su expansión, al que sólo la investigación
científica y médica puede dar una respuesta humana. Y esta investigación sólo
puede hacerse con la riqueza creada por el capitalismo –financiero y no
financiero–. Y no sólo para curar o prevenir esta enfermedad, sino, tal vez,
para darle un empujón a la lucha antivírica. Por alguna razón, que desconozco,
pero que debe existir, la lucha antivírica va muy por detrás de la lucha
antibacteriana. Tal vez esto pueda ser el primer paso hacia la paridad en el
campo médico entre bacterias y virus.
Tampoco creo que Dios vaya a
hacer un milagro para que, de repente –¡Oh, Deus ex machina!–, el coronavirus
se pare. Por supuesto, puede hacerlo, pero no es su estilo ni nos ha prometido
nunca que lo haría. Sí nos ha dicho, en cambio, que “si vosotos, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuertos hijos, cuanto más vuestro Padre, que
está en los cielos, dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. Creo
firmemente en el refrán de “A Dios rogando y con el mazo dando”. Y creo
en las dos partes. Dar con el mazo todo lo que esté en nuestra mano dar, que
para nadie es mucho aisladamente, y rogar a Dios, que está alalcance de todos y
cada uno de los seres humanos, sus hijos. Por eso rezo. Rezo todo lo que puedo.
Rezo con toda mi alma. Y, por supuesto, le pido a Dios que, si por algún motivo
que sólo Él puede saber, quiere salirse del guión y hacer el milagro, será muy
bienvenido. Pero, sobre todo, le pido para que a todos nos de ese Espíritu de
sabiduría, en especial para los responsables de la respuesta, pero también a
cada uno de nosotros, para saber cómo actuar en cada momento. Que nos dé el
Espíritu de ciencia, sobre todo a los invesigadores que buscan vacunas y
tratamientos, pero también a cada uno, en aquello en lo que le pueda servir.
Que nos dé el Espiritu de fortaleza, en especial para todo el personal
sanitario, auténticos heroes y, unido a la fortaleza, el consuelo para todos
los que están pasando la enfermedad, o tienen a alguien cercano que la está
pasando, o han perdido a un ser querido por ella. Que nos de el Espíritu de
consejo, para saber decir a cada uno, y a nsotros mismos, la palabra oportuna
que le ayude a hacer lo correcto. El Espíritu de inteligencia, para saber leer
entre líneas qué bien pueda salir de esta epidemia, aunque nos parezca
impensable que pueda salir de ella ningún bien. El Espíritu de piedad filial,
para que volvamos a él nuestra mirada de auxilio con confianza de hijos. Y el
Espírirtu de temor de Dios que es de respeto, no de miedo, para saber aceptar sin
temor que la muerte forma parte del ciclo de la vida. Todo esto le pido. Por
todo esto rezo. Todo esto os pido que pidáis, a quienes leáis estas lineas, con
la poca mucha o nula fe que tengáis, en quien o lo que la tengáis.
En esta oración me acuerdo de
una cosa a la que nos ha exhortado Cristo: “No tengáis miedo, yo he vencido
al mundo”. O de lo que nos dijo san Pablo: “En los que aman a Dios, todo
coopera para el bien”. Y recodemos siempre las palabras de este último: "En los que aman a Dios, todo coopera para el bien". Sólo de ahí puede surgir la Esperanza teologal y,
por qué no, también la humana.
Pero, esto es demasiado para
el hombre viejo. Por eso pido que nos transforme a todos en hombres un poco más
nuevos y nos quite algo de hombres viejos.
Amen
[1] Me siento tentado a criticar a los
chinos por esto. Pero me acuerdo de la magnífica novela de Miguel Delibes, “Las
ratas” y pienso que hace apenas 80 años, la gente de la España profunda hacía
lo mismo. Más cornás da el hambre.
Pocas reflexiones tan esperanzadoras y profundas como estas se oyen en los medios de comunicación generalistas. Alegra siempre encontrar el tesoro escondido. Muchas gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegro mucho de que te haya resultado esperanzadora.
ResponderEliminarAbrazo.
Tomás