A TRAVÉS DE SAMARÍA
Pero, en vez de mantenernos en la orilla oriental del río,
para ir a Galilea por el camino del otro lado del Jordán, vadeamos el río a su
orilla occidental para seguirlo en dirección norte. En la orilla occidental del
río hay una alta estela que marca el límite de Judea con Samaría. Cuando
llegamos a ella, Nicodemo y mi madre se pararon en seco.
- No podemos entrar en Samaría –sentenció drásticamente
Nicodemo mientras mi madre asentía–. Contraeríamos impureza.
- Impureza –repitió Jesús lentamente, como quien recuerda
el sentido de una palabra–¿Acaso es impuro Simón que no ha ido a que le
purifiquen los sacerdotes después de su lepra? ¿Soy, tal vez impuro yo, que
como con publicanos y abrazo leprosos? ¿Tan pronto se te ha olvidado la
parábola del buen samaritano, Nicodemo? ¿Y tú, Susana eres impura porque te
hayan violado los zelotas en tu juventud? ¿Consideras impuro a tu hijo Leví,
porque ha sido un publicano? Ya os lo he dicho en otra ocasión –dijo mirándonos
a nosotros–: la única impureza es la que nace del corazón.
Y diciendo esto, echó a andar, entrando decididamente en
Samaría. Nosotros nos quedamos a la expectativa de lo que hicieran Nicodemo, mi
madre y Sara. La primera en avanzar fue Sara, seguida inmediatamente por mi
madre. Tras un instante de vacilación, Nicodemo también echó a andar por
Samaría. Jesús se había parado y dado media vuelta para esperarles. Nuestros
espías cruzaron al otro lado del Jordán y nos vigilaban desde allí. Seguimos
caminando por la orilla derecha del río hasta que llegamos frente a la
desembocadura, en la otra orilla, del río Yaboc en el Jordán. Jesús decidió
pasar allí la noche. Nicodemo nos contó cómo 1700 años antes, el Patriarca
Jacob había atravesado ese vado, con sus dos mujeres, sus dos concubinas, sus
once hijos y todos sus ganados. Venía presionado por su suegro, Labán, que le
había explotado durante veinte años y le acusaba de haberle engañado. Expulsado
de Jarán, al este del Jordán, su suegro iba detrás de él para asegurarse de que
pasase al otro lado del río. Pero al otro lado estaba su hermano Esaú, del que
había huido hacía veinte años para que no le matase por haberle robado con
engaño la bendición de su padre, Isaac, y, con ella, la promesa de la tierra.
Poco antes de cruzar el Jordán, en ese mismo vado, había luchado con un extraño
personaje al que había vencido, inmovilizándole. Ese personaje no era otro que
el mismísimo YeHoVaH, que se había dejado vencer, no sin antes tocarle el
tendón del muslo, dejándole así renqueante para toda la vida. Pero Jacob, antes
de soltarle, obligó a YeHoVaH a bendecirle. YeHoVaH, antes de bendecirle le
cambió el nombre de Jacob por Israel.
Esa noche soñé con el día en que Jesús me había cambiado
el nombre a mí. Lo recordé en sueños con una nitidez como si lo estuviese
viviendo. A la mañana siguiente, le pregunté a Pedro qué había soñado. Me dijo
que también había soñado, y también con una nitidez de realidad, con el día en
que Jesús le cambió el nombre en Betania del otro lado del Jordán.
Al día siguiente, Jesús, en vez de seguir remontando el
Jordán, empezó a alejarse de él, caminando hacia el noroeste, dejando a
nuestros vigilantes con dos palmos de narices, pues de ninguna manera entrarían
en Samaría. Tras un corto trecho, Sara se le acercó y le dijo:
- Rabbí, no deberíamos desviarnos de la ruta porque ya
apenas nos quedan provisiones para llegar a Cafarnaúm directamente. No podemos
permitirnos retrasos. Y menos quedarnos sin provisiones en Samaría. A ti no te
importa su impureza, pero ellos nos consideran también impuros a nosotros y
puede que no sean tan generosos como tú ni tan buenos como el samaritano de la
parábola que nos contaste ayer.
- Sara, te honra ser tan cuidadosa con las provisiones,
pero déjame a mí esa preocupación –le dijo Jesús cariñosamente.
- Permíteme al menos que haga un racionamiento de lo que
nos queda –replicó Sara tozuda.
- El camino es duro y hay que alimentarse bien para
aguantar. Elohim abre la mano para dar de comer a los que le buscan, y nosotros
le buscamos, ¿no, Sara? ¿No te acuerdas del maná y las codornices en el
desierto durante el Éxodo?
- Sí, rabbí, me acuerdo, pero… –dijo insistentemente Sara
antes de que Jesús le cortara.
- No te preocupes por el alimento, Sara, mi Padre –Abba–
sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Tú busca el Reino de Dios y
todo lo demás te será dado por añadidura con una generosa medida. Déjalo en mis
manos –había una inmensa ternura en las palabras de Jesús y Sara no replicó
más–. ¡Ah!, y no les digas nada de nuestra escasez al resto –y le guiñó un ojo
en signo de complicidad.
Empezamos una penosa jornada de viaje. No sabíamos dónde
íbamos y Jesús no nos lo quiso decir. Pero nos alejamos del Jordán ascendiendo
por una ardua pendiente. Caminábamos en dirección noroeste, dejando a la
izquierda un macizo montañoso, pero la subida desde el río era durísima. En un
momento dado, superado el macizo, giramos directamente hacia el oeste, pasando
por un valle entre montañas. A media tarde encontramos una arboleda y Jesús
decidió pasar ahí la noche. Mientras cenábamos, Nicodemo le preguntó a Jesús:
- ¿Vamos a donde yo creo que vamos, rabbí?
- Sí –le respondió Jesús– allí vamos, Nicodemo.
- Pero Rabbí… –le empezó a decir el fariseo. Jesús le miró
con una mirada que le pedía silencio y Nicodemo dejó la frase en suspenso y
nadie nos atrevimos a preguntar nada.
No obstante, cuando Jesús se alejó para rezar, todos nos
abalanzamos hacia él para preguntarle dónde íbamos. Pero él se limitó a
encogerse de hombros.
- Vamos al Ombligo de la Tierra –dijo Natanael, que se
había mantenido al margen conmigo. Ambos sabíamos dónde íbamos, como lo sabía
Nicodemo. No en vano habíamos estudiado las escrituras durante años.
Todos se volvieron hacia nosotros.
- Sí, el Ombligo de la Tierra. Así le llaman a este sitio
en la Torah –continuó Natanael–. Ahora es un villorrio que se llama Sicar, pero
en su día se llamó Siquem. Los hijos de Jacob se lo conquistaron a espada y con
traición a los cananeos. Es el sitio en el que los hermanos de José lo
vendieron a los mercaderes que iban a Egipto. Allí estaba el pozo de Jacob,
donde estaban apacentando los rebaños cuando vendieron a José.
- Posteriormente –continué yo–, en su lecho de muerte, en
Egipto, Jacob se lo dio en herencia a José, pero no pudo entrar en posesión de
él porque los hijos de Israel estuvieron casi quinientos años en Egipto.
- Al norte y al sur de Siquem hay dos montes –siguió
Natanael–, el Ebal y el Garizim, respectivamente. Antes de morir, en el monte
Nebo, Moisés había ordenado que desde esos dos montes se celebrase un ritual.
Representantes de seis tribus tenían que subir al monte Ebal y de otras seis al
monte Garizim. Entonces, desde el monte Ebal se proclamarían las maldiciones
que recaerían sobre Israel si no cumplía los preceptos de la ley de Moisés.
Desde el monte Garizim se replicaría con las bendiciones que recibiría si los
cumpliese. Y, efectivamente, tan pronto como Josué conquistó Siquem, se cumpió
el ritual y se construyó un altar en el monte Ebal. En el reparto de la tierra
entre las tribus de Israel, Siquem fue asignada a Efraim, aunque estaba en el
territorio de la tribu de Manasés. De hecho Siquem se llama sí porque ese era
el nombre de uno de los hijos de Manasés. Como Manasés y Efaim eran los dos
hijos de José, esta fue, tal vez, una forma de cumplir lo que Jacob había
dicho, de dejar Siquem a su hijo José. Lo cierto es que Siquem fue declarada
una de las seis ciudades refugio. En ellas, los que habían matado a un hombre
involuntariamente, se podían refugiar de la ira y la venganza de los familiares
del muerto, siempre que los jefes de la ciudad, oído su testimonio, creyesen en
la involuntariedad del homicidio. Parece que se quiso con esto que fuese una
ciudad de paz.
- En el otro monte –continué yo–, el Garizim, ya había un
templo, construido en tiempos inmemoriales, donde se adoraba al dios cananeo
Baal Berit. Pero unos años más tarde, en la época de los jueces, el sanguinario
Abimélec, que había matado a sus setenta hermanastros, los hijos de Gedeón,
conquistó Siquem y destruyó el templo de Baal Berit. Fue en esa conquista
cuando se llamó al monte Garizim el Ombligo de la Tierra. Más o menos un siglo
más tarde, el rey Salomón construyó el Templo de Ierushalom, en el monte Moria,
junto al monte Sión. En él fue donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su
hijo Isaac. El templo de Ierushalom es el único sitio en el que se pueden
ofrecer sacrificios a YeHoVaH –poco a poco, a medida que avanzaba en el relato,
un mal entendido espíritu patriótico se fue adueñando de mí y transformándose
en soberbia.
- Cuando el reino de Israel se dividió en dos –tomó la
palabra Natanael–, Ierushalom quedó como capital del reino del sur, Judá y
Siquem fue la capital del del norte, que siguió con el nombre de Israel. Ambos
reinos eran enemigos acérrimos y estaban en continua guerra, de forma que los
de Israel construyeron la ciudad fortificada de Samaría, en lo alto del monte
Semer y la convirtieron en su nueva capital. Decidieron que ellos también
tendrían su propio templo, para hacer la competencia al de Ierushalom y
reconstruyeron el templo de Baal Berit en la cima del Garizim. Por supuesto,
los judíos consideraban sacrílego el culto en el monte Garizim, y los del reino
del norte veían en el de Ierushalom un templo construido por un rey tiránico
abusando de las tribus que más tarde formarían ese reino, además de presumir de
la antigüedad de su santuario, mucho más antiguo que el de Ierushalom. Los de
Judá respondían que esa antigüedad era idolátrica. Y así se peleaban unos con
otros sobre quien rendía mejor culto a YeHoVaH. Vanidad de vanidades, todo es
vanidad e hincharse de viento. Pero, mientras los sacerdotes discutían de esto,
ellos, los nobles y los reyes, explotaban al pueblo y lo tenían en la miseria.
Se alzó entonces la voz del profeta Amós, diciendo –y Natanael recitó de
memoria un pasaje de este profeta que, como estudiante para escriba tenía que
saber de memoria–:“¡Ay de los que se
sienten seguros en Sión y viven confiados en el monte de Samaría, que se creen
los jefes de la nación más importante, y a quienes recurre el pueblo de Israel!
Y unos versículos más adelante: Queréis
alejar el día del mal, pero atraéis el reino de la violencia. Duermen en camas
de marfil; se apoltronan en sus divanes; comen los corderos del rebaño y los
terneros del establo; canturrean al son del arpa, inventando como David
instrumentos musicales, beben el vino en elegantes copas y se ungen con
delicados perfumes, sin dolerse por la ruina de José. Por eso irán al destierro
a la cabeza de los deportados y se acabará la orgía de los disolutos”
–había en su voz un sentimiento de lástima de que las palabras de Amós hubiesen
caído en el vacío.
- Posteriormente –tomé yo la palabra–, cuando los asirios
conquistaron el reino del norte, practicaron con él la misma terrible política
de deportaciones que seguían con todos los pueblos conquistados: diseminaron a
todos los israelitas por su imperio y repoblaron el territorio del reino de
Israel con gente procedente de distintos rincones del imperio. Las diez tribus
que formaban el reino del norte, desaparecieron para siempre de la historia. En
su lugar se instaló en lo que había sido el reino del norte, el de Israel, un
conglomerado de gente sin ninguna identidad. Se cambió el nombre de la región
que pasó a llamarse Samaría, tomando el nombre de su capital y ellos empezaron
a ser llamados samaritanos. Pronto adoptaron una especie de religión judía
adulterada, mezclada con un conglomerado de sus propias religiones de origen.
Los judíos del reino del sur despreciaban a estos pueblos y se rasgaban las
vestiduras con sus ritos. El apelativo de samaritano adquirió un tinte
despectivo, casi de insulto. Por supuesto, los asirios destruyeron el templo
del Garizim –se percibía la aprobación en mi “por supuesto”–. Pero los
samaritanos, recién instalados, llevaban a cabo sus ritos pseudojudíos en el
monte Garizim, aún sin templo, con gran indignación por parte de los judíos.
También celebraban la fiesta de Pésaj, una Pésaj falsa y mezclada con los ritos
orgiásticos de muchas de las divinidades de sus países de origen. Pero, para
ellos, esta fiesta no tiene ningún significado, ya que no vivieron la
liberación de Egipto. Ellos sólo tienen recuerdos de haber sido deportados,
nunca liberados. Ni podrán ser liberados nunca, porque son unos parias, traídos
de mil partes del imperio asirio y no tienen ninguna patria a la que volver.
Esa es su tragedia y ese su resentimiento.
No había en mi voz sombra de lástima, sino de desprecio.
Descubrí en mí cierto regodeo por la desgracia de los infelices samaritanos. No
creo que haya un solo judío que no lo sienta. Pero en ese momento no me sentí
culpable.
- Fue entonces cuando Nabucodonosor, rey de los caldeos
–tomó la palabra Natanael–, que habían acabado con el imperio asirio, conquistó
Ierushalom, destruyó el Templo y deportó a los judíos notables y a todos los
sacerdotes a Babilonia, dejando al pueblo desorientado y sin dirección. Parte
de él cayó en los ritos samaritanos. Todo parecía haber acabado para nuestro
pueblo, pero también el imperio caldeo fue destruido, éste por los persas.
Ciro, su rey, permitió a los judíos deportados en Babilonia, retornar a
Ierushalom, hace de eso unos quinientos años. Lo hicieron al mando de Zorobabel
y, su primer objetivo fue reconstruir el Templo en Ierushalom. Los samaritanos,
olvidando viejas rencillas y cargados de buena voluntad, les ofrecieron su
ayuda, pero Zorobabel la despreció con insultos. Los samaritanos, entonces,
trataron de hacer todo lo que estaba en su mano para entorpecer la
reconstrucción. Así, el odio entre samaritanos y judíos siguió creciendo.
Cuando Alejandro Magno conquistó esta tierra, los samaritanos le prestaron su
apoyo y, en recompensa, Alejandro les dio los medios para reconstruir el templo
del monte Garizim, en el que los samaritanos siguieron practicando sus rituales
y su triste Pésaj –en la voz de Natanael sí podía sentirse la lástima.
- Hasta que un hijo de Simón Macabeo, Juan Hircano,
antepasado mío –dije yo con un mal disimulado orgullo–, hace unos ciento
cincuenta años, conquistó Samaría y el territorio de más al norte, Galilea, a
un ya decadente imperio, el Seléucida, fundado por uno de los generales de
Alejandro. Por supuesto, destruyó otra vez el templo del Garizim –otra vez el
triunfalismo apareció en mi “por supuesto”–. Muchos judíos se instalaron
entonces en Galilea. Era un territorio muy helenizado y, por eso, los galileos,
todavía hoy, aunque son judíos rectos y acuden todos los años a Pésaj, son
considerados como un poco de segunda por los de Judea –aunque no pronuncié las
palabras “como yo” para rematar la frase, las tuve en la punta de la lengua. En
ese momento mi pasado publicano se había borrado completamente de mi mente–.
Pero pronto los romanos acabaron con el sueño de la monarquía asmodea, que es
la de los descendientes de los macabeos. Si no hubiese sido así, tal vez yo
hubiese sido rey –y mi orgullo adquirió cotas de pavoneo, hasta el punto de
sonar ridículo.
En este momento de la conversación, casi monólogo, que
desarrollamos Natanael y yo, Nicodemo dijo:
- Creo que ese odio ancestral que se remonta a hace más de
mil años es la causa principal de la tragedia de nuestro pueblo. Hubieses sido
rey de una patética farsa. Tal vez sea ahora el momento de acabar con ese odio
–dijo.
Todos nos quedamos callados, pensativos ante el comentario
de Nicodemo.
- Amén, amén –dijo Natanael.
Amén, amén –respondieron todos los demás, menos yo, que me
sentía demasiado culpable y avergonzado por mi jactancia y mis comentarios
despectivos de hacía un rato, como para contestar al amén. En ese momento, Jesús
regresó de su oración.
- Veo que ya sabéis todos a dónde vamos –dijo, sin el más
mínimo tono de reproche.
- Sí –dijo Pedro– sabemos a dónde vamos, pero no sabemos a
qué vamos allí. Debe ser a algo grande, porque no se va al Ombligo de la Tierra
para cosas triviales.
- Ciertamente, vamos a algo grande –respondió Jesús.
- ¿Qué va a pasar? –siguió inquiriéndole, inquieto, Pedro.
- Simón, Simón –le dijo Jesús con un suspiro– quieres
saber más de lo que está a tu alcance y lo quieres saber antes de tiempo.
Tendréis que esperar a mañana –nos dijo, esta vez mirándonos a todos.
Y dicho eso, se tumbó para dormir. Todos nos tumbamos,
pero ninguno pudimos pegar ojo esa noche pensando lo que íbamos a ver mañana,
imaginándonos grandes prodigios, cada uno a la medida de sus deseos.
ENCUENTRO CON RUTH,
LA SAMARITANA
A la mañana siguiente todos nos levantamos muy temprano,
ansiosos por ver lo que iba a pasar. La ansiedad de Sara tenía, sin embargo,
otro origen porque era la única que sabía que con el desayuno nos estábamos
tomando las últimas provisiones. A excepción de las tres mujeres y Nicodemo,
nos pasamos todo el camino discutiendo sobre lo que esperábamos que pasase.
Jesús iba delante del grupo, completamente ajeno a nuestras discusiones.
Caminábamos hacia el oeste, entre montañas, hasta que vimos un empinado
desfiladero que se dirigía hacia el sur. Después de una fuerte subida el
desfiladero acabó en una alta meseta. A lo lejos se divisaban dos montes casi
alineados. Eran el Ebal y el Garizim. A medida que nos acercábamos a ellos,
siempre en una pendiente de ascenso, sus proporciones se fueron haciendo más y
más grandes. Cuando estuvimos entre ambos, giramos hacia el oeste. En las
faldas del Garizim se veía la pequeña aldea de Sicar, la antigua Siquem.
- El pueblo parece muy tranquilo. No parece que estén
celebrando su Pésaj –dijo Simón, el zelota.
- No –aclaró Nicodemo–, para ellos Pésaj será en la
próxima luna llena. Su calendario es ligeramente diferente del nuestro.
Nosotros tenemos, cada dos o tres años, uno con trece lunas en vez de doce,
para ajustar las lunas a las estaciones anuales. Ellos, en cambio, lo que hacen
es añadir doce o trece días cada año, no pertenecientes a ninguna luna, para
hacer ese mismo ajuste. Eso hace que, para ellos, la primavera empiece unos
días antes o después que para nosotros, según sea el desfase. Este año la
primavera empieza para ellos unos días más tarde y hay luna llena entre el
inicio de la primavera para nosotros y para ellos. Por eso la primera luna
llena de primavera será, para ellos, la próxima. Entonces celebrarán su Pésaj.
El sol había caído a plomo durante todo el día. Ya había
pasado el zenit y estábamos en lo más caluroso de la jornada. Justo en el punto
más bajo entre ambos montes, más abajo que el pueblo de Sicar, vimos un pozo.
Estábamos todos agotados, pero la tensión era máxima: Estábamos en el Ombligo
de la Tierra. Jesús se sentó con gesto de agotamiento en el pretil. No parecía
en condiciones de hacer el prodigio que cada uno de nosotros esperábamos.
Mirándonos, nos dijo:
- Id a comprar comida al pueblo.
Todos protestamos en una cacofonía de voces, aduciendo
diferentes razones para no ir.
- Estamos en Samaría, no nos querrán vender nada y hasta
es posible que nos maltraten –ambas cosas eran probables.
- Estamos agotados, necesitamos descansar.
Y otros argumentos más. Pero por encima de todas las voces
sobresalía la voz estentórea de Pedro.
- Queremos presenciar lo que vaya a suceder.
Después de un rato de discusión, Jesús dijo, como en una
súplica:
- Id, por favor.
Sin embargo, y a pesar del tono de súplica, había una
autoridad en su voz que hacía imposible no hacer lo que nos pedía.
- Por favor, Judas –añadió Jesús cuando el coro de
protestas se acalló–. No olvides llevar la bolsa bien llena para comprar lo que
sea necesario. Y no os preocupéis por el recibimiento que os hagan. Estaréis
protegidos por Elohim.
Todos echamos a andar, a regañadientes. Entonces Jesús
dijo:
- Noemí, Susana, Sara y Nicodemo, quedaos conmigo
haciéndome compañía.
Así lo hicieron los cuatro y nosotros empezamos a subir
por la pendiente que llevaba a Sicar. Nos separaban del pueblo unos seis o
siete estadios y el sol caía a plomo, por lo que caminábamos muy despacio y con
desgana. Cuando estábamos más o menos a mitad de camino, nos cruzamos con una
mujer que bajaba la cuesta con un paso ligero. Llevaba una soga enrollada en el
hombro y un cántaro sobre la cabeza. Nos pareció que tendría unos treinta años,
aunque más tarde supimos que, en realidad, tenía cuarenta. Su pelo era negro
azabache y su tez muy morena, como de una persona que ha estado muy expuesta al
sol. Era una mujer de una gran belleza. Llevaba el cántaro en equilibrio sobre
su cabeza, con movimientos gráciles. Unos cincuenta pies antes de cruzarse con
nosotros, sesgó su camino en diagonal, saliéndose del sendero, para pasar lejos
de nosotros. Pero nos lanzó una mirada en la que pude leer el más absoluto
desprecio.
Más tarde Nicodemo nos contó lo que sucedió entre ella y
Jesús. Nada más salir nosotros hacia Sicar, Jesús pidió a las mujeres y a
Nicodemo que se ocultaran detrás de una gran piedra que había a unos cuantos
pasos del pozo.
- ¿Escondernos de qué? ¿De quién? –preguntó Nicodemo
extrañado.
- Haced lo que os digo, por favor –respondió Jesús, y ellos
obedecieron.
Al cabo de un rato llegó al pozo la mujer. Jesús estaba
sentado en el pretil del pozo mirando hacia el lado contrario por el que llegó
la mujer. Sin volverse, le dijo:
- Dame de beber –había en sus palabras mucho de súplica y
nada de orden.
La mujer no hizo ni caso a la petición. Jesús se puso de
pie y se volvió hacia ella, que estaba afanada en desenrollar la cuerda y atar
con ella el cántaro. Cuando levantó la vista de su faena, Jesús la miró y le
repitió:
- Dame de beber.
Esta vez, la mujer miró a Jesús con una mirada despectiva,
pero no respondió ni una palabra y tras atar un cabo de la cuerda a una pica
clavada cerca del pozo, apoyó el cántaro en el pretil, enrolló la cuerda
alrededor del gollete, dispuesta a empezar a descolgarlo. Pero, antes de que
empezase, Jesús repitió por tercera vez su súplica:
- Dame de beber.
Entonces la mujer le volvió a mirar. Pero esta vez su
mirada no era de desprecio, sino de furia.
- ¿Cómo es que tú, siendo judío, te atreves a pedirme agua
a mí, que soy samaritana? –le dijo escupiendo las palabras–. Y no se te ocurra
intentar quitarme el cántaro por la fuerza porque iría al pueblo y mis vecinos
bajarían y te matarían.
Jesús no se inmutó lo más mínimo ante el arranque de ira
de la samaritana. Simplemente, con una voz queda y suave, respondió:
- Si conocieses el don de Dios y quién es el que te pide
de beber, sin duda que tú misma me rogarías a mí y yo te daría agua viva.
Los ojos de la mujer parecieron echar chispas:
- Pobre hombre –dijo con desprecio–, ni siquiera tienes
con qué sacar el agua y el pozo es profundo, ¿cómo podrías darme de beber?
¿Quién te crees que eres? Nuestro padre Jacob nos dejó este pozo, del que bebió
él mismo, sus hijos y sus ganados. ¿Acaso te consideras más que él? Y, ¿qué es
esa estupidez del agua viva? El agua es agua, ni muerta ni viva, simplemente,
agua. Sirve para lavar y te quita la sed, eso es todo.
Jesús no le respondió en ese momento que ella no era hija
de Jacob, que no tenía origen, que no sabía ni de donde era. En vez de eso, le
empezó a hablar del agua viva y de cómo podía ofrecerla. La súplica había
desaparecido de su voz, sustituida por la ternura quien está explicando algo a
un ser querido que no entiende.
- Esa agua no puede limpiar el corazón y todo el que beba
de ella volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero
darle, quedará limpio por dentro y nunca más volverá a tener sed. Porque el
agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que
surge la vida eterna.
La expresión de la mujer cambió. Su ira se mezcló con
asombro e incredulidad y su voz expresaba estos sentimientos encontrados cuando
dijo con ironía:
- ¡Oh, señor!, dame de esa agua. Así no tendré más sed y
no tendré que venir todos los días para sacar esta agua que da más sed.
- Claro que te daré a beber de ella –dijo Jesús como quien
está encantado de poder hacer un gran regalo a alguien a quien quiere mucho–.
Pero antes ve, llama a tu marido y vuelve con él, para que ni él ni tú volváis
a tener sed, porque si él siguiese teniendo sed, tendrías que seguir viniendo a
sacarla.
Ella le contestó retadora, como quien zanja victoriosa una
discusión:
- No tengo marido.
- Cierto; no tienes marido. Has tenido cinco, y ése, con
el que ahora vives, no es tu marido. En eso tienes razón –no había en las
palabras de Jesús ni el más mínimo tono de reproche ni de victoria. Más bien
compasión y ternura.
La mujer se quedó muda, como fulminada por el rayo. Tras
un largo silencio, Jesús continuó.
- Con ninguno de los cinco conseguiste la felicidad y con
éste tampoco, ¿verdad? Y antes del primero, tampoco. Y es eso lo que más añoras
en tu vida, ¿no es así? Y crees que ya no puedes alcanzarla, porque no existe
–nuevo silencio–. Pero la felicidad existe. Ese es el agua que yo quiero darte
–tercer silencio–. ¿Quieres aceptarla? –El tono era persuasivo, un poco
hipnótico.
- Señor –y esta vez había reverencia en ese “señor”– veo
que eres profeta. Pero eres judío –detrás de la reverencia había una cierta
suspicacia, un resto de desconfianza. Tras una vacilación, siguió–. Nuestros
antepasados rindieron culto a Dios en este monte –y se volvió un momento para
señalar con el dedo la cima del Garizim–; en cambio vosotros, los judíos, decís
que es en Ierushalom donde hay que dar culto a Dios.
- Créeme mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha
llegado ya, en que para dar culto al Padre –Abba– no tendréis que subir ni a
este monte ni a Ierushalom. Vosotros, los samaritanos, no sabéis lo que
adoráis, pero no tenéis culpa por ello. Nosotros sabemos lo que adoramos,
porque la salvación viene de los judíos. Pero hemos secuestrado esta salvación.
La hemos retenido como si fuese sólo para nosotros. Más, como si fuésemos sus
propietarios. Y ni lo somos, ni es sólo para nosotros. Somos como el perro de
un hortelano, que ni come ni deja comer, como un pozo amargo, cuya agua no
aprovecha a nadie. Por eso somos culpables. Realmente, vosotros los samaritanos
no sois hijos de Jacob. No sabéis de dónde venís, porque la maldad humana os ha
encerrado en un cercado de espinos. Por eso no podéis celebrar Pésaj, aunque
celebréis una fiesta a la que llamáis así. Y creéis que no la podréis celebrar
nunca, porque no tenéis patria a la que volver. Pero yo os digo que está cerca
una Pésaj nueva que os llevará a vuestra auténtica Patria, la que está en los
Cielos, aquella que os tiene reservados, a vosotros y a todos los hombres, mi
Padre. Allí está la Ierushalom Celestial. Todos los pueblos podrán decir: “¡Yo
nací en ella!” Y no habrá en ella judíos ni samaritanos ni moabitas ni griegos
ni egipcios ni partos ni elamitas. Todos serán nacidos en ella. Todos llegarán
a ella, su Patria, en la nueva Pésaj, que está a punto de inaugurarse. Por eso,
ha llegado la hora en que los que los que rindan verdadero culto al Padre, lo
harán en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es
Espíritu y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad, desde su
corazón.
La mujer se quedó muda durante unos instantes. Entonces
Jesús le preguntó:
- ¿Cómo te llamas, mujer?
- Ruth –le contestó ella con apenas un hilo de voz.
- Ruth –repitió Jesús con tono aprobativo, y luego
continuó–. Ruth fue una gran mujer. Una mujer buena. Era moabita, ¿sabes? –la
mujer negó con la cabeza–. Sí –continuó Jesús– moabita. Si hay un pueblo al que
los judíos desprecien más que a los samaritanos, esos son los moabitas. Son
hijos del incesto cometido por Lot con su hija. Por eso los desprecian. Pero un
judío bueno se casó con ella y Ruth, después de enviudar, dejó su tierra y su
dios para no dejar abandonada a su suegra, Noemí, y la siguió de vuelta a Judá.
Y Elohim premió su acción, pues allí, gracias a la ley del levirato, se casó
con Booz, el bisabuelo del gran rey David. Así que una moabita, Ruth, con tu mismo
nombre, está en la genealogía del rey David y, por lo tanto, en la del Mesías
Salvador. De igual forma, tú, una samaritana, podrías ser la madre en la fe y
en la salvación de muchos.
- Y, ¿cuándo será esa nueva Pésaj que nos prometes?
–preguntó Ruth con una cierta ansiedad mezclada con esperanza en su voz.
- Tal vez antes de lo que puedas imaginar –respondió
evasivamente Jesús.
- Hay muchas cosas que no entiendo de esta vida –dijo Ruth
con una voz que expresaba hastío y tristeza– pero sé que el Mesías, es decir,
el Cristo, está a punto de llegar. Lo oigo decir a las gentes que pasan, está
en el ambiente. Cuando él venga, nos lo explicará todo –y su voz se había
vuelto alegre y llena de fuerza e ilusión.
Entonces Jesús le dijo:
- Él ya ha venido, está aquí, soy yo, el que está hablando
contigo –le dijo Jesús solemnemente.
- Señor –ahora la reverencia era intensa, así como el tono
de súplica– explícame tantas cosas que no entiendo.
- Hay cosas que sólo una vida bien vivida puede explicar.
Sólo viviendo se entienden. Vive, pero vive en plenitud. No vivas una vida
pequeña, mezquina, sin horizonte. Abre tu horizonte al Altísimo y a la
eternidad. Entonces vivirás una vida plena y entenderás. Entenderás que todo
tiene un porqué y conocerás ese porqué –había fuego en las palabras de Jesús.
- Dime cómo tengo que vivir –suplicó Ruth.
- No te hagas preguntas a ti misma sin esperar respuesta.
Pregúntaselas al Altísimo esperando respuesta y la tendrás a su tiempo.
Mientras tanto, confía. Y, ahora, ve, Ruth, tus pecados te son perdonados. Yo
te quiero y el Altísimo también te quiere. Éste es el don de Dios.
La mujer se dio la vuelta con una amplia sonrisa en la
boca, pero entonces vieron que los discípulos aparecían corriendo ladera abajo,
trastabillándose, medio cayéndose, mientras los de Sicar los perseguían, sin
intentar alcanzarlos, pero lanzándoles todo tipo de insultos que se oían desde
el pozo. Cuando llegaron al lado de Jesús miraron con auténtico odio a la
samaritana pero ella, para su sorpresa, les sonreía. No parecía la misma mujer
con la que se habían cruzado cuando subían. Esta vez no les esquivó, sino que
pasó entre ellos, que se apartaron para dejarla pasar, como si una fuerza
invisible les empujara a ello. La mujer se dejó el cántaro y la cuerda junto al
pozo. Entonces empezó la avalancha de quejas de los discípulos.
- Nos han insultado y nos han echado a patadas cuando
hemos ido a comprar –dijo Judas, el de Queriot– pero, lo peor, es que me han
quitado la bolsa con todo el dinero.
- Si hubiésemos sido tantos como ellos les hubiéramos
destrozado –la voz de Juan Zebedeo, Boaerges, hijo del trueno, sonaba iracunda–
pero eran siete veces más que nosotros.
- Manda bajar fuego del cielo sobre esta ciudad –exigió el
otro hijo del trueno, Jacob–. Lo soñé anoche. Seguro que fue un sueño
premonitorio.
- Y, ¿dónde ha estado la protección de YeHoVaH? –dijo
Simón el zelota con ironía–. Con una protección como esa no llegaremos muy
lejos –ahora había rotundidad en su voz.
- ¿Os ha ocurrido algún mal irreparable? –dijo Jesús, sin
ninguna acritud mirando a Simón el zelota.
Sin esperar respuesta, Sara que estaba detrás de Jesús
porque ella, mi madre, Noemí y Nicodemo habían salido de detrás de la roca,
dijo, con un todo respetuoso, aunque teñido de realismo:
- No sé si irreparable. Pero, rabbí, te dije que eras
demasiado confiado y que aunque tú no consideres impuros a los samaritanos,
ellos sí nos lo considerarían a nosotros y que el samaritano de tu parábola no
era como los de verdad. Y ahora no tenemos ni un dracma ni comida. No sé si eso
es irreparable, pero no tenemos nada de comer ni podemos hacer nada para
tenerlo.
- Pero tenemos agua –dijo Jesús con aire festivo– tenemos
el cántaro y la cuerda. Ya que no podemos comer, bebamos.
Nadie se movió y a nadie pareció hacerle ninguna gracia la
observación jocosa de Jesús. Sólo al cabo de un rato, Nicodemo se acercó al
pozo, tomó la cuerda y empezó a bajar el cántaro que ya había dejado preparado
Ruth. Miró a Jesús y le dijo:
- Rabbí, yo sacaré el agua viva.
Como nosotros no habíamos oído la conversación de Jesús
con la samaritana, nos quedamos perplejos con lo del agua viva, pero seguimos
sin mover un dedo para sacar agua. Tan sólo al ver que al anciano le faltaba
fuerza para subir el cántaro lleno, Pedro agarró la cuerda y empezó a subirlo.
Después Tadeo se sumó al esfuerzo. Todos bebimos el agua que, la verdad, nos
hacía mucha falta porque estábamos sedientos. Después nos sentamos, pensativos
con la espalda apoyada en la roca, a la sombra, de cara al pueblo. Pero, sin
saber qué era eso del agua viva, lo cierto es que se nos pasó le sensación de
ansiedad. No sabíamos qué esperábamos, pero, simplemente, esperábamos que algo
ocurriese. Pasamos así varias horas y ya declinaba el sol cuando Sara se acordó
de que quedaban algunos restos de comida, totalmente insuficientes para que ni
siquiera una persona saciase su hambre, los sacó de la alforja, se los presento
a Jesús y le dijo:
- Rabbí, come algo.
Jesús la miró con una sonrisa y le contestó:
- Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis.
- ¿Te ha traído algo de comer esa samaritana? –había
cierto desprecio en la voz de Judas el de Queriot.
- No Judas –le respondió Jesús con calma–, no. Mi sustento
es hacer la voluntad del que me ha enviado hasta llevar a cabo, en la nueva
Pésaj, su obra de salvación. El que siega recibe su salario y el que recoge el
grano, lo hace para la vida eterna, de modo que el que siembra y el que siega
se alegran juntos. Yo he sembrado una semilla y, tras la nueva Pésaj, vosotros
recogeréis la cosecha. Y yo, me alegraré con vosotros. En esto no tiene razón
Miqueas cuando dice: “Comerás, pero no
quedarás satisfecho; el hambre te devorará por dentro. Sembrarás, pero no
segarás; prensarás la aceituna, pero no te ungirás con aceite; pisarás la uva,
pero no beberás el vino”. En cambio, tiene razón el proverbio: “Uno es el que siembra y otro el que siega”.
Yo os enviaré a segar el campo que no sembrasteis. Vosotros recogeréis el fruto
de mi trabajo. Aún falta tiempo para la cosecha pero levantad la vista y veréis
una primicia de la cosecha. Espero, Judas, que recuerdes esto y no te
escandalices cuando el grano de trigo caiga a tierra.
Estas palabras de Jesús nos sorprendieron. Las recordé
nítidamente cuando pocas lunas más tarde Judas no las recordó y se escandalizó
de Jesús. Y un poco más tarde, cuando Felipe y yo evangelizamos Samaría y nos
extrañamos de la facilidad con la que aceptaban el bautismo. Pero no quiero
desviarme del relato. En ese momento, levantamos la vista y vimos que un nutrido
grupo de personas habían salido del pueblo, encabezados por la mujer que había
estado con Jesús, y caminaban hacia nosotros. Andaban con tranquilidad y no
parecían tener ninguna actitud amenazante. No obstante, todos nos pusimos de
pie, detrás de Jesús y delante de Nicodemo y las mujeres. Creo que nosotros sí
teníamos una actitud amenazante. Cuando llegaron a unos treinta codos de
nosotros, el grupo se paró y sólo la mujer siguió avanzando hasta nosotros. Se
puso ante Jesús y dijo:
- Señor, les he contado a mis paisanos lo que me has dicho
aquí hace un rato. Me han dicho que se han portado violentamente con tus
discípulos. Pero quieren reconciliarse con ellos y conocerte a ti de primera
mano, no por lo que yo pueda decirles. Lo primero es devolverte la bolsa que le
robaron a uno de los tuyos.
Al decir esto, Judas de Queriot se acercó, por detrás de
Jesús, para coger la bolsa con aire de indignación y menosprecio. Pero Jesús,
sin haberle visto, alzó la mano y le dijo:
- Judas, recoge lo que te dan con la debida reverencia que
merece toda buena acción.
Al oír esto, Judas retrocedió, sin querer tomar la bolsa.
Entonces Jesús extendió la mano para cogerla de la mano de la samaritana y
dijo:
- Gracias Ruth, veo que el Altísimo te guía.
- Pero, además –continuó Ruth–, nos gustaría resarciros
invitándoos a ser nuestros huéspedes hasta que empiece nuestra Pésaj. Así mis
paisanos tendrán tiempo para conocerte mejor.
- Gracias otra vez Ruth –repitió Jesús y, luego,
dirigiéndose al grupo–. Y, desde luego, aceptamos vuestra hospitalidad. Os
aseguro que nunca será olvidada.
Estuvimos dos días en Sicar, hasta que empezaron a llegar
los primeros peregrinos para su Pésaj. En esos dos días, Jesús habló largamente
y en particular con todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Subió al monte
Garizim para proclamar las bendiciones prescritas por Moisés. También subió al
Ebal, pero allí no pronunció las maldiciones, sino que habló del perdón y la
misericordia. Anunció la nueva Pésaj que inauguraría un tiempo nuevo, pero no
repitió a nadie su proclamación como Mesías ante Ruth. De hecho, le pidió a
ella, a Nicodemo y a las mujeres que esa parte no nos la contasen a nadie hasta
que llegase el momento. Nosotros supimos ese día de todas sus palabras menos
esas, que no nos las contaron hasta el sabath en el que Jesús estuvo en el
sepulcro. En esos dos días nos trataron a cuerpo de rey. Incluso las relaciones
entre los de Sicar y nosotros, al principio tensas por nuestra parte, se
hicieron cordiales. Cuando nos fuimos, nos colmaron de tantas provisiones que a
duras penas podíamos llevarlas con nosotros. Cuando ya nos habíamos alejado
unos trescientos codos de la gente que nos despedía, Ruth se acercó corriendo a
Jesús y le pidió que le permitiese ir con él. Pero Jesús le dijo:
- No Ruth, tu sitio está aquí. Proclama la buena noticia
del amor del Altísimo, la gratuidad de su perdón y la fuerza de su salvación.
La Pésaj que empezáis hoy no es una mala oportunidad. Quien te crea recibirá el
poder de expulsar demonios en mi nombre. Después, espera.
- Si tú pones en mí tus palabras, tu boca hablará por la
mía –dijo.
- Esta Pésaj vuestra será muy especial. Yo te hablaré al
oído y tú hablarás por mí. No pasarán muchas hasta que celebréis la nueva, en
espíritu y verdad, en Sicar.
Y, dicho esto Jesús se dio media vuelta y empezamos a
alejarnos. Sentíamos clavada en nosotros la mirada emocionada de Ruth. Al cabo
de un rato Jesús, sin volverse, levanto la mano agitándola en el aire a modo de
despedida. Todos supimos, sin necesidad de volvernos, que Ruth estaba haciendo
lo mismo detrás de nosotros.
- Verdaderamente –dijo Pedro– estos días hemos visto cosas
grandes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario