20 de marzo de 2020

Seréis como dioses


Hace unos días mi amigo el P. Pablo Cervera me comunicó la reciente edición de un libro de Gustave Thibon con el título de “Seréis como dioses”. Inmediatamente lo compré por Amazon por dos motivos: Primero porque tengo una gran confianza en los consejos editoriales de Pablo y, segundo, porque había leído hace años el prólogo de Thibon de un libro de la original y espiritual pensadora francesa Simone Weil[1] titulado “La pesanteur et la grâce”[2]. Tanto el libro aquél, como el prólogo, me parecieron extraordinarios y recodé el nombre de Thibon. Cuando me llegó este libro, “Seréis como dioses”, no pensaba leerlo inmediatamente, porque estoy inmerso en la lectura de otras varias cosas. Pero se me ocurrió echar un vistazo al prefacio del libro, escrito por el propio Thibon y ya no pude dejar de devorarlo, más que leerlo. Creo que lo mejor que puedo hacer es copiar literalmente este prefacio. Es un poco largo, pero merece la pena para hacerse una idea cabal del contenido del libro, de una manera mucho más fidedigna de lo que yo pueda hacerlo. Más adelante hablaré de mis reflexiones ante el libro:

“Quiero ante todo prevenir un equívoco. Al escribir estas páginas, no me he propuesto un efecto escénico, ni la pintura de los caracteres, ni la verosimilitud en la literatura de anticipación. La ficción teatrales sólo me sirve aquí de ilustración concreta para el desarrollo de una idea esencialmente metafísica y religiosa: la de las relaciones y las oposiciones entre la naturaleza y la gracia, el tiempo y la eternidad.

Mi ambición es desnudar, poner en carne viva un problema, más que aportar una solución. Vivimos en una época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza se acrecienta cada día en proporciones incalculables; el progreso de las técnicas nos aporta mil cosas (el pan cotidiano, la protección contra los elementos, la cura de las enfermedades, etc.) que nuestros antepasados pedían antaño a los poderes celestiales. Los filósofos ateos ven en esta evolución la señal de una eliminación progresiva de los mitos religiosos: Dios no era más que la proyección imaginaria de terrores y necesidades de una humanidad infantil; cuando esos temores sean apaciguados y esas necesidades satisfechas por los progresos de la ciencia, la ficción divina ya no se empleará y se desvanecerá por sí misma. Los creyentes responden que la naturaleza ha sido confiada al hombre para ser corregida y mejorada y que las realizaciones técnicas corresponden al plan de Dios sobre la historia: el progreso temporal nos acerca a la perfección eterna como la curva se inclina hacia la asíntota; no es otra cosa que el completo desarrollo de la semilla divina que el hombre lleva en sí.

Esta afirmación merece ser examinada a fondo. Es indiscutible que todo lo que llamamos civilización se encuentra ligado a una serie de victorias sobre la naturaleza, a una reducción del margen de caos y azar que Dios dejó en el universo. Ayúdate, el cielo te ayudará: es vano pedirle únicamente a la oración lo que se puede obtener por la acción, y tanto más que los resultados de la acción jamás han dejado de revelarse de otro modo que precisos y fecundos, más que los de la oración. Los progresos de la agricultura y de los medios de comunicación han conjurado más hambrunas que las llamadas a la misericordia divina y el que sufre de apendicitis tiene más probabilidades de curarse entregándose a un cirujano que encendiendo velas en un templo. Todo esto es verdad, pero ¿se puede ir indefinidamente por ese camino? ¿No hay un punto crítico más allá del cual el hombre deja de ser el colaborador de Dios para convertirse en su rival, donde Prometeo, embriagado por sus conquistas, cede el lugar a la vieja serpiente del Edén que prometía a la criatura la igualdad con el Creador? Y este Edén perdido por el pecado, ¿es posible y nos está permitido reconstruirlo por medio de la ciencia?

Supongamos –como las conquistas aceleradas de la ciencia nos permiten preverlo sin demasiada inverosimilitud– que, gracias a esta docilidad ilimitada de la naturaleza, el mito del paraíso terrenal llegue a tomar forma en la realidad[3]. ¿Qué quedará, ante este deslumbrante éxito, de las formas arcaicas del genio humano que son las metafísicas y las religiones? ¿Para qué discutir sobre las esencias cuando se pueden manejar los fenómenos al antojo? ¿Y por qué rezar cando los beneficios infalibles de la ciencia reemplazan a los factores inciertos de los dioses? El día en que, por ejemplo, los científicos descubran el remedio específico contra el cáncer, las súplicas de las multitudes de Lourdes nos parecerán tan anticuadas y de un rendimiento tan dudoso como consultar los oráculos o el examen del hígado de las aves. La sola experiencia muerde sobre lo real; la especulación y la fe flotan en el vacío. El mundo se descubre y se organiza, no se explica; las cosas, mudas a las llamadas del pensamiento puro y de la oración, sólo responden a las preguntas que se les plantea con las manos, y en este inmenso complejo de “cómo” sin “por qué”, el estudio y el gobierno de los efectos deben sustituir sin restricción a la vana búsqueda de las causas. En el límite de esta evolución, los positivistas y los marxistas tendrán razón contra los filósofos y los creyentes.

Vayamos hasta el final: la creación de la vida y la supresión de la muerte –y una dicha infalible u universal obtenida, no por la sabiduría o por la oración, que sólo eran, en el fondo, el aprendizaje de la muerte, sino por el ajuste científico de los mecanismos del cuerpo y del alma. ¿No podemos concebir, al término de este ascenso, un nuevo tipo de humanidad, un hombre divino que, habiendo comprendido y captado a fondo la palabra de Marx: “El mundo no está hecho para ser contemplado, sino para ser transformado”, vuelva a encontrar, como el Dios del Génesis, la paz y el descanso del séptimo día frente a un universo purgado de su genio del mal y del caos? Así se cumpliría el deseo de Nietzsche: “debemos dejar de ser hombres que rezan para convertirnos en hombres que bendicen”.

He querido mostrar que incluso en esta hipótesis extrema –la de un acondicionamiento perfecto y definido de la vida temporal–, el hombre no habría avanzado un solo paso hacia su verdadero destino, que es “de otro orden”, como decía Pascal, y que lo espera más allá del tiempo y del otro lado de la muerte. La armonía total y perpetua de las sombras de la Caverna no implica el menor ascenso hacia el mundo de la luz. Más que esto: si es cierto que el hombre tiene un alma y que esa alma está hecha para Dios, la perfección misma de este paraíso artificial no podrá más que purificar su sed de verdadera luz. En la situación actual de la humanidad, la imposición de la muerte, que se abate sobre nosotros “como un ladrón” nos hace concebir y desear la vida eterna con demasiada frecuencia como la prolongación bienaventurada de la vida de aquí abajo y del mundo de las apariencias. Pero cuando la muerte haya desaparecido, el hombre estará situado  ante una elección trascendental y sin aleación entre lo indefinido y lo infinito, el tiempo y la eternidad. Dios ya no será lo que la tierra no da todavía, sino lo que la tierra no puede dar. El personaje de Amanda encarna precisamente esta necesidad de Dios, no ya en calidad de soberano, curandero o consolador temporal, sino en calidad de Dios: lo desconocido y el misterio en estado puro.  Ella escoge el riesgo total e irreversible de la muerte para reencontrar la inefable unidad de su origen. Y esta irrupción imponderable de lo absoluto basta para trastocar todos los cálculos de los hombres-diosas y para dislocar su paraíso…

Todo el drama gravita en torno a este interrogante supremo: ¿Es Dios para nosotros una promesa auténtica de vida eterna o bien un seguro imaginario contra los males que afligen la vida de aquí abajo y contra la muerte que la anula? En la primera hipótesis, el fundamento esencial de la religión permanece intacto, pase lo que pase; en la segunda, cada victoria de la criatura marca una derrota del creador, y el triunfo sobre la muerte, suponiendo que sea posible, eliminará definitivamente a Dios de la historia, porque el tiempo habrá tomado el lugar de la eternidad.

A muchos cristianos modernos, que aclaman sin reserva todos los progresos temporales, como los efectos y las pruebas de la vocación divina del hombre, quisiera plantearles esta pregunta-límite que divide para siempre a los hombres del futuro y los hombres de la eternidad: si, de un día para otro, la ciencia suprimiera la muerte, ¿qué pensarían ustedes de éste “plan de Dios sobre la historia” que perpetuaría indefinidamente la separación entre el hombre y Dios? Y sobre todo, ¿qué escogerían? ¿Aprovechar un decubrimiento que les privaría para siempre de la visión de aquél al que ustedes llaman su Dios o bien precipitarse en lo desconocido para reunirse con él? Si optan por el primer capítulo de la alternativa, ustedes confiesan que su patria está en el tiempo y que su Dios no es más que una canción de ruta con la cual se mece el cansancio de una humanidad en marcha hacia el paraíso terrenal. Y ese Dios se acerca singularmente al “último mesón” de Baudelaire, al “comodín” de Nietzsche o al “opio del pueblo” de Marx. Pero si, colmados con todos los bienes y seguridades de este mundo, pueden decir junto con san Pablo: cupio dissovi et ese tecum (deseo morir y estar contigo), si desean ver a Dios desde el fondo de su ser, no ya en el espejo de la creación, sino cara a cara, entonces son verdaderamente discípulos de Aquél cuyo reino no es de este mundo y que no da como da el mundo.

Asistía yo recientemente a un sermón en el que el predicador citaba esta frase de un pecador arepentido por la cercanía de la muerte: “La impiedad es perfecta para vivir, pero es el diablo para morir”. ¡Admirable profundidad de banalidades!  Así, lo que empuja a tantos hombres hacia Dios, no es la libertad del amor, sino la servidumbre de la muerte; la brevedad y no la imperfección de la vida terrestre. La idea de Dios la rechazan como un fantasma que envenena la vida y, cuando esta vida se les escapa, se tragan ese veneno como un remedio: es la última y engañosa tabla de salvación para el viejo hombre desesperadamente aferrado a su vieja vida. “Un poco de mentira para vivir, mucha mentira para vivir”, decía Nietzsche. Allí está la línea divisoria entre la religión utilitaria y el misticismo: ¿Es el miedo a la muerte el que nos hace gritar hacia Dios o es la llamada de Dios la que nos hace aceptar y desear la muerte? Y si tuviésemos la posibilidad de elegir entre la perpetuidad y la eternidad, ¿de qué lado se inclinarían nuestros deseos?

No creo que la elección se presente jamás al hombre bajo esta forma absoluta. He querido simplemente sacar a plena luz, por la amplificación del mito y de la tragedia, el abismo irreductible que separa dos universos: el de la naturaleza y el del tiempo, donde es imposible fijar a priori límites a los progresos del hombre, y el de la gracia y la eternidad donde sólo Dios puede introducirnos.

La gran tentación de nuestra época es confundir estos dos universos pidiendo a las obras del tiempo que cumplan las promesas de la eternidad. Y ruego al lector que interprete este drama como una señal de alarma sobre un camino que podría conducir hacia esta especie de infierno en el que, siguiendo la fórmula angustiada de Simone Weil, el hombre se creería por error en el paraíso”.

Aunque sea redundante, quiero repetir lo que dice Thibon nada más empezar su prefacio. Pese a que el libro está escrito como si fuera una obra de teatro, no es tal. Es un largo diálogo filosófico-religioso sobre la vida, la muerte, el progreso científico-técnico, el transhumanismo y la inmortalidad física. Un poco como los diálogos de Platón. ¡Casi nada! Es verdaderamente sorprendente que un libro escrito en 1959 aborde con tal lucidez temas que hoy, en 2020, son el núcleo de la discusión ética más candente. Y, además, es también enormemente pertinente en estos momentos de coronavirus. No creo exagerar si digo que este libro tiene un carácter profético, en el sentido de que profeta es, no tanto el que ve el futuro, sino el que profiere la verdad. Con sólo leer ese prefacio, se puede entender la exposición mi postura y mis reflexiones al respecto que hago a continuación, sin por allo hacer más spoiler del que hace el propio autor.

Debo decir, en primer lugar, que me cuento entre los católicos que creen firmemente “que la naturaleza ha sido confiada al hombre para ser corregida y mejorada y que las realizaciones técnicas corresponden al plan de Dios sobre la historia: el progreso temporal nos acerca a la perfección ¿¿¿eterna??? (Esta palabra no la suscribiría) como la curva se inclina hacia la asíntota; no es otra cosa que el completo desarrollo de la semilla divina que el hombre lleva en sí”. No otro es el sentido del libro del Génesis cuando Dios le dice al ser humano recién creado: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y pastoreadla[4]. Pero, aunque me considero un cristiano moderno –en el sentido de ser un cristiano de nuestros tiempos, no de ser partidario de la modernidad en sentido filosófico–, no me considero de los cristianos modernos, que aclaman sin reserva todos los progresos temporales”. De hecho, tengo grandes reservas. A las preguntas que se lanzan, que dicen: “¿se puede ir indefinidamente por ese camino? ¿No hay un punto crítico más allá del cual el hombre deja de ser el colaborador de Dios para convertirse en su rival, donde Prometeo, embriagado por sus conquistas, cede el lugar a la vieja serpiente del Edén que prometía a la criatura la igualdad con el Creador? Y este Edén perdido por el pecado, ¿es posible y nos está permitido reconstruirlo por medio de la ciencia?”. Pues bien, a esas tres preguntas respondería, sin duda, no, sí y no, respectivamente. Creo que esto es pertinente, porque el libro está prologado por Juan Manuel de Prada y, en ese prólogo, este escritor afirma que “A Thibon también lo exasperaban esos católicos de su tiempo (tiempo tumultuoso de renuncias y delicuescencias) que se mostraban incapaces de juzgar, mucho menos de execrar, los “progresos” de la ciencia y de la técnica, aceptando que formaban parte del “plan de Dios sobre la Historia. Ante esta expresión sacrílega…”. Ante esto, afirmo categóricamente: Ni esa expresión es sacrílega, sino que está formulada en el Génesis ni los progresos de la ciencia hay que ponerlos entre comillas, ni el hecho de que se crea que forman parte del plan de Dios sobre la historia significa que no se puedan juzgar y execrar los que sean execrables. ¿Qué sería de nosotros sin esos progresos? Viviríamos en la edad de piedra. Hay, efectivamente, muchos católicos que miran con desconfianza esos que consideran “progresos”, pero no se privan de tener un coche, de tomar medicinas o de usar un ordenador. Cierto que como todo bien, el progreso puede contener semillas de mal. Pero la solución no es execrar ese bien, sino separar el bien del mal y hacer el bien y evitar el mal. Thibon dice, sin apoyarlo ni refutarlo que “el progreso temporal nos acerca a la perfección ¿¿¿eterna??? (recuerdo que no suscribía la palabra eterna) como la curva se inclina hacia la asíntota”. Creo en esa aproximación asintótica pero, precisamente, veo en la asíntota la línea roja que no debemos traspasar, aunque pudiésemos hacerlo.

Pero la prueba de fuego que plantea Thibon a los católicos que creemos en el progreso científico y técnico como realización del plan de Dios, es la siguiente: “¿Es el miedo a la muerte el que nos hace gritar hacia Dios o es la llamada de Dios la que nos hace aceptar y desear la muerte? Y si tuviésemos la posibilidad de elegir entre la perpetuidad y la eternidad, ¿de qué lado se inclinarían nuestros deseos?”. Pues bien, mi respuesta, la de un católico que cree que, efectivamente, cree en la “expresión sacrílega” de “que la naturaleza ha sido confiada al hombre para ser corregida y mejorada y que las realizaciones técnicas corresponden al plan de Dios sobre la historia”, es inequívoca y rotundamente la segunda. Es decir, mis deseos se inclinan de forma rotunda a que es la llamada de Dios la que nos hace aceptar y desear la muerte”. Es decir, elijo la eternidad. Elijo aceptar el castigo de la muerte para salvaguardar la promesa de la eternidad. No obstante, quiero romper una lanza en favor de los que buscan a Dios en el momento de su muerte, tras esquivarle en vida. Es posible que la misericordia de Dios, en el último momento de una vida de negación, haga que se caiga la venda de las vanidades que a menudo nos ciegan. Como decía Gabriel Celaya:

Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

O como también decía uno de los que experimentaron esta caída de la venda, Oscar Wilde: “Al menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo hacia Emaús[5]. Y para algunos, ese momento en su vida es el de su muerte. Y entonces responden a la pregunta de la segunda manera. Es decir es, también a ellos, la llamada de Dios la que les hace aceptar y desear la muerte. Es decir, elijen, como yo, la eternidad. Elijen también aceptar el castigo de la muerte para salvaguardar la promesa de la eternidad, con la misma o mayor sinceridad que yo lo pueda hacer.

Como tal vez pudiera pensarse que hablo de boquilla, trascribo aquí un sueño de duermevela que tuve hace un tiempo indefinido, tal vez hace unos treinta o treinta y cinco años, cuando debía yo contar con treinta y tantos años de vida. Fue uno de los sueños más vívidos y nítidos que he tenido nunca. Todavía lo recuerdo con nitidez y, cuando lo hago, se me pone una mirada risueña. Lo puse por escrito en el año 2000, casi una veintena de años más tarde de haberlo tenido. Dice así:


Sábado, 24 de Junio del 2000
A mi muerte

He visto a la muerte y me ha sonreído. No la reconocí al pronto. Era un pacífico duermevela del amanecer cuando apareció ella. Una bellísima mujer de mi edad. Pálida como el marfil, su rostro quedaba enmarcado por una rubia y también pálida melena que caía recta sobre sus desnudos hombros. Vestía un elegante y sobrio traje negro que resaltaba la esbeltez de su talle y le llegaba hasta justo encima de las rodillas, dejando ver unas piernas esbeltas. No sé por qué, sus rodillas me llamaron poderosamente la atención. Siendo normales, tenían algo de extraordinario que no sé definir. El traje, sin mangas, se unía entre atrás y delante con sencillas hebillas de plata sobre las suavemente marcadas clavículas. Sus brazos de un delirante marfil blanco, verticales a lo largo de su cuerpo, contrastaban con su negrísimo vestido. Y su sonrisa. Amiga de amar, amante. Me sentí inmediatamente atraído por ella. Transmitía paz, sosiego, deseo de seguirla. Así se lo dije –llévame contigo. Su sonrisa se hizo aún más tierna y atractiva. Yo todavía no la había reconocido. Creo que fue entonces cuando lo hice. Llévame contigo –repetí, esta vez sabiendo lo que pedía. Entonces, sin dejar de sonreír, con una voz profunda y suave, me habló. No puedo –me  dijo– todavía tienes muchas cosas que hacer aquí. Después se difuminó de mi sueño.

Han pasado bastantes años desde entonces y su recuerdo vuelve, de cuando en cuando, nítido a mi memoria. He procurado hacer muchas cosas. Supongo que muchas no serán las que tenía que hacer, no tengo la receta. Pero he aprendido que la ternura de esa mujer es sólo el reflejo del amor de quien la envía. Me quedan, supongo, aún más cosas por hacer y, aunque no sepa cuales, sé que todas ellas tienen que ver con el anuncio del amor de quién la envía. Ninguna voz me dice qué tengo que hacer, pero sí noto algo que me guía. Supongo que nunca acabaré de hacerlo, pero ansío ser llamado por Él y que ella venga otra vez a buscarme. Por eso, “si debiera morir y dejaros con vida, no quedéis como tantos, eternamente afligidos, que hacen durar el luto en polvo triste y lloran. Os ruego, por el contrario, que volváis a la vida y sonriáis, infundiendo ánimo a vuestro corazón y a vuestras manos temblorosas para consolar a otros corazones. Completad mis tareas inacabadas y quizá pueda así consolaros[6]. Pero acabad, no mi tarea, sino las vuestras y a vuestra manera. Sabed, sin embargo, que sólo hay una Tarea. El que asigna a cada uno su papel en Ella, me ha llamado a la Vida. Como un amigo del alma me ha dicho: “Ven a mí, tú que estás cansado, que yo te aliviaré”. Te explicaré el porqué de todo lo que ha ocurrido porque tenía que ocurrir y tú no has entendido. Haré que tu corazón arda con mis palabras. Me ha dicho:

“Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero. [7]

Durante todo el presente eterno de Cristo.

Un mes más tarde, lo reescribí en verso blanco para poder hacer un experimento poético. El experimento poético que me llevó a esta versificación, que no me parece muy buena, consistió en ir entreverando esta versificación con la “Elegía a la muerte de un amigo” de Miguel Hernández, cuya estrofa final cito también en mi recuero del sueño, y otra poesía que escribí cuando mis dos queridísimos cuñados, Adela Uriarte y José Morales, mujer y marido, ella hermana de Blanca, mi  mujer, murieron juntos en un terrible accidente de coche. El experimento quedó así[8]:

Contrapunto a tres voces sobre un tema y sus variaciones.

He visto a la muerte y me ha sonreído.
No la reconocí al pronto
en el pacífico duermevela de rosados dedos
en que apareció, bellísima mujer madura y orlada de misterio.
Pálido como marfil, su rostro.
Su azabache melena caía
recta sobre sus desnudos hombros.
Elegante y sobrio traje negro,
resaltando la esbeltez de su flexible talle,
hasta las místicas rodillas.
Sobre las suavemente marcadas clavículas,
hebillas de perlada plata
unían haz y envés.
El delirante marfil blanco de sus brazos,
verticales a lo largo del cuerpo,
contrastaba con su negrísimo vestido.
Y su sonrisa.
Amiga de amar, amante.
Su paz y su sosiego me atrajeron
despertando el deseo de seguirla.

En Orihuela, su pueblo y el mío,
“Llévame contigo”, le dije absurdamente,

se me ha muerto como el rayo
y su sonrisa se hizo aún más tierna.

Ramón Sijé, a quien tanto quería)
Mis sentidos aún no la habían conocido

Yo quiero ser llorando el hortelano
pero el tiempo, suspendido,

de la tierra que ocupas y estercolas,
me dio la clave del secreto.

compañero del alma, tan temprano.
“Llévame contigo”, repetí,

Alimentando lluvias, caracolas
sabiendo, ahora sí, lo que pedía.
Corríais sin saberlo hacia la muerte


y órganos mi dolor sin instrumento,
Sin dejar de sonreir, con voz profunda y suave,
que en forma de camión os esperaba.

a las desalentadas amapolas
me llegó su respuesta ineludible.
¡Qué fatídica cita habíais hecho!

daré tu corazón por alimento.
“No puedo –me  dijo– tus quehaceres fluyen aún en la clepsidra”.
¡Qué rito segundo a segundo consumado!

Tanto dolor se agrupa en mi costado
De inmediato se esfumó en mi sueño.
Un adiós menos y aún tendríamos la risa.

que por doler me duele hasta el aliento.
Han pasado largos los años desde entonces
Una parada a causa de un mareo

Un manotazo duro; un golpe helado,
y su recuerdo aún vuelve, recurrente,
y vuestra vida seguiría a nuestro lado

un hachazo invisible y homicida,
nítido en mi memoria y en mi vida.
mezclada a la dulce ignorancia

un empujón brutal te ha derribado.
He procurado que la acción siga fluyendo de mis manos.
de lo que podría haber pasado

No hay extensión más grande que mi herida,
No sé si he fermentado el néctar adecuado.
con otro adiós o sin parada.

lloro mi desventura y sus conjuros
He aprendido, sin embargo, a distinguir,
Pero todo se ha cumplido y no ha quedado nada

y siento más tu muerte que mi vida.
en el rescoldo de su ternura de mujer,
si no es el pálido recuerdo,

Ando sobre rastrojos de difuntos,
un mensaje de alguien que la guía.
si no son las lágrimas saladas y calientes

y sin calor de nadie y sin consuelo
Me quedan, tal vez, algunas gotas de hidromiel
que me inundan los ojos y la boca.

voy de mi corazón a mis asuntos.
en el reloj de arena de mis hechos.
¿Aprenderemos a vivir tan solos?

Temprano levantó la muerte el vuelo,
Y, aunque no sepa de sabores ni perfumes,
¿Serán los años iguales sin vosotros?

temprano madrugó la madrugada,
sé que son, tienen que ser,
¿Podré sin ti, José, seguir corriendo

temprano estás rodando por el suelo.
anuncio del amor de quien la envía.
o sin ti, Adela, seguir admirando la belleza?

No perdono a la muerte enamorada,
Ninguna voz marca mi camino,
¡Ay, triste muerte que nada respetas!

no perdono a la vida desatenta,
pero noto una presencia conductora.
Te llevas los mejores de nosotros.


no perdono a la tierra ni a la nada.
A pesar de la duración de mis tareas
Nosotros nos haremos viejos.

En mis manos levanto una tormenta
ansío que me busque y que me encuentre,
Nuestras carnes se irán haciendo blandas,

de piedras, rayos y hachas estridentes
trayendo el último mensaje del amor eterno.
frágiles nuestros huesos, flaca la memoria.

sedienta de catástrofes y hambrienta.
Por eso, si debiera morir y dejaros con vida,
Vosotros no. Vosotros seguiréis iguales.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
no quedéis como tantos, eternamente afligidos,
Tú, José, siempre fuerte,

quiero apartar la tierra parte a parte
que hacen durar el luto en polvo triste y lloran.
bebedor de oxígeno, veloz en la carrera.

a dentelladas secas y calientes.
Os ruego, al contrario, que volváis a la vida sonriendo,
Tú, Adela, tan llena de belleza,

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
infundiendo ánimo a vuestro corazón
destilando suavidad y ternura en tu mirada.

y besarte la noble calavera
y a vuestras manos temblorosas,
Viejos nosotros, jóvenes vosotros para siempre.

y desamordazarte y regresarte.
para así consolar otros corazones.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
Completad mis tareas inacabadas

por los andamios altos de las flores
y quizá pueda así consolaros.

pajareará tu alma colmenera
Pero acabad, no mi tarea, terminad las vuestras

de angelicales ceras y labores.
y hacedlo a vuestro propio modo.

 

Volverás al arrullo de las rejas

Sabed, sin embargo, que hay una única Tarea.

de los enamorados labradores.
Aquél que asigna a cada uno su papel en Ella,

Alegrarás la sombra de mis cejas,
me llamará a la Vida,

y tu sangre se irán a cada lado
diciéndome como un amigo del alma:

disputando tu novia y las abejas.
Ven a mí, tú, el que estas cansado,

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
que yo te aliviaré.

 

llama a un campo de almendras espumosas

Te explicaré el porqué de todo,

mi avariciosa voz de enamorado.
todo lo que ha ocurrido desde siempre

 

A las aladas almas de las rosas

porque tenía que ocurrir y tú no has entendido.

del almendro de nata te requiero,
Haré tu corazón arder con mis palabras.

que tenemos que hablar de muchas cosas,
Me ha dicho, me dirá, me dice:

compañero del alma, compañero.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,

 

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Durante todo el presente eterno de Cristo.

Que este experimento poético sea bueno o malo, no lo sé. Pero no creo que quepa mucha duda de la veracidad de mi respuesta. Al menos de mi respuesta espiritual. Porque el animal que llevamos dentro, con el terrible instinto de conservación del que le ha dotado la naturaleza, puede jugarnos una mala pasada en el momento de la muerte y que se nos olvide la elección. También el miedo al dolor de una larga enfermedad, que lo tengo, puede jugarme una mala pasada. Pero ahí sí que entra en juego nuestra “sacrílega” misión de, cumpliendo con el plan de Dios, intentar a través de la medicina, minimizar, ya que no se podrán nunca eliminar, los sufrimientos físicos y mentales que esa enfermedad pueda producir. Pero, para que, llegado el caso, el instinto de supervivencia o el dolor no me hagan olvidar mi elección, para minimizar el dolor espiritual en su momento, rezo muy a menudo, desde hoy, con las palabras del anciano Simeón cuando se encontró con Jesús niño en el Atrio de los Gentiles del Templo de Jerusalén. Dijo:

“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a mi salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.

Y rezo a san José, cuya fiesta celebramos ayer, para que me conceda una buena muerte, de la mano de Jesús y de María. Pero, si esa buena muerte de irse en paz no me es dada, que me sea dada la fortaleza para sobrellevarlo.

Amén.

De todas estas cosas hace pensar el libro “Seréis como Dioses” de Gustave Thibon que recomiendo fervientemente.



[1] No confundir con Simone Veil, la política francesa.
[2] Hasta donde yo sé, este extraordinario libro no está traducido al español. Su traducción podría ser “La gravidez y la gracia”.
[3] Creo que es importante reseñar que este libro fue publicado en 1959.
[4] Ninguna traducción del texto del Génesis utiliza la palabra “pastoreadla”. Suelen usar, “sometedla” o “dominadla”. Pero un buen amigo mío que domina el hebreo antiguo me dijo hace años que la palabra pastoreadla encaja perfectamente es esa traducción y que es, además, mucho más adecuada, para una cultura nómada que “sometedla” o “dominadla”.
[5] “Epistola in carcere et vinculis”, más conocida por “De profundis”.
[6] Del poema “Turn again to life” de Mary Lee Hall
[7] De la poesía “Elegía a la muerte de un amigo” de Miguel Hernández.
[8][8] No transcribo el sueño versificado, como no lo hago con la “Elegía por la muerte de un amigo” de Miguel Hernández, ni mi otra poesía a la muerte de mis cuñados José y Adela. Están entreverados en el experimento. El que quiera y tenga tiempo, los puede separar. El de Miguwl Hernandez, desde luego, merece la pena.

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