Creo que, en este Lunes de Pascua tan peculiar, en el que tal vez tengamos más tiempo de lo normal para pensar, merece la pena plantearse, a la luz de la razón, y sin pretender demostrar nada, si no es una estupidez creer en la "leyenda" de la resurrección de Cristo. Por eso recupero algo que ya publiqué en este blog hace años.
Este artículo sería innecesario,
una vez descartada en el anterior la hipótesis de que los apóstoles se
inventaran la resurrección de su maestro. Pero como la resurrección es el hecho
central de nuestra fe, merece la pena, creo, aún a riesgo de ser redundante,
incidir un poco más sobre el tema. En efecto, san Pablo nos dice:
“Hermanos,
si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe [...] si nuestra esperanza en
Cristo no va más allá de esta vida, somos los más insensatos de los hombres”.
Sin embargo, ni para san Pablo ni para los primeros cristianos ésta era una
hipótesis real. Ellos, más de quinientos, habían visto a Cristo resucitado, le
habían visto comer, le habían abrazado, uno de ellos había metido los dedos en
las llagas de manos y pies y la mano en la herida de la lanza de su costado.
Esa era, precisamente, la base de su predicación: proclamar a Cristo vivo y
resucitado. Por eso san Pablo, al que Cristo se le había aparecido, vivo y
glorioso, en el camino de Damasco, continúa:
“Pero no, Cristo ha resucitado
de entre los muertos como anticipo para quienes duermen el sueño de la muerte”. Ya,
vimos en el primer artículo de esta serie cómo, diecinueve siglos después, en
el siglo racionalista y cientifista por excelencia, esa crítica racionalista
negaba de plano la resurrección. Simplemente, y por principio, no podía ser
verdad. Y al no poder ser verdad, los evangelios y todas las creencias
cristianas, tampoco podían serlo. No sólo daban por buena la hipótesis que san
Pablo planteaba tan sólo con intención retórica, sino que daban como respuesta
cierta que Cristo no había resucitado. Como consecuencia, hoy día, muchos
cristianos, protestantes en su mayoría, pero también algún católico, piensan la
resurrección de Cristo es algo que debe tomarse, no en un sentido literal, sino
como algo simbólico. Sin embargo, si el Dios todopoderoso y bueno existe, ¿por
qué no iba a poder resucitar tras encarnarse y morir? Que ese Dios exista es
algo que no se puede probar, pero a lo que dediqué una serie de entradas en
este blog hace meses en donde mostré que era mucho más plausible y racional
concluir que ese Dios existía que lo contrario.
Lo que viene a continuación no
pretende demostrar la resurrección, que es un hecho indemostrable. Pretende tan
sólo descartar algunas de las hipótesis que podrían plantearse para negar que
ésta hubiese tenido lugar. Es imposible revisar todas las posibilidades del
fraude que, según los que niegan la resurrección, debieron cometer los
seguidores de Cristo. Sencillamente porque las posibilidades son demasiadas y,
descartadas cien, la imaginación humana podría imaginar otras mil. La
credibilidad de los apóstoles se basa en lo dicho en el artículo anterior. Por
tanto, sin la más mínima pretensión de exhaustividad, comentaré algunas de las
posibilidades de fraude más utilizadas, para mostrar que no son razonablemente
plausibles.
Partimos de un sepulcro vacío.
Efectivamente, la mañana del domingo de Pascua, en el sepulcro en el que habían
depositado el cadáver de Jesús el viernes, no había nadie. Estaba vacío. Si no
hubiese sido así, nada hubiese resultado más fácil a los dirigentes judíos para
acallar el rumor de la resurrección del nazareno, que mostrar públicamente su
cadáver colgándolo de nuevo en un madero en las puertas de Jerusalén. Si no lo
hicieron era porque no había tal cadáver. Ahora bien, entonces, ¿qué había sido
de él? Sólo hay una posibilidad. Los seguidores de Jesús lo habían robado
durante la noche. Ahora bien, ¿cómo un grupo de hombres sin experiencia de
armas podría haber robado el cuerpo de Jesús de un sepulcro custodiado por legionarios
romanos? Parece totalmente inverosímil que semejante cosa pudiese ocurrir. Un
pequeño piquete de legionarios era más que suficiente para mantener a raya a
toda una muchedumbre de pescadores y aldeanos mal armados e inexpertos en las
artes de la guerra. Además, en el caso de que lo hubiesen conseguido, no
hubiera podido ser sin un escándalo descomunal y, desde luego, con bajas por ambas
partes. Pero no hay una sola referencia a semejante cosa. Por si esto fuera
poco, es seguro que, si los judíos temían el fraude del robo del cadáver, ellos
mismos, la guardia del Templo, estuvieran acompañando a los legionarios. En
cualquiera de las situaciones, el pueblo de Jerusalén se hubiese enterado esa
misma noche del hurto y la credibilidad de los apóstoles, cuando al poco tiempo
proclamasen la resurrección, sería nula. Pudiera ser que los legionarios que
custodiaban el sepulcro y los judíos que les acompañaban se hubiesen dormido
todos y que los seguidores de Jesús hubiesen aprovechado la ocasión para robar
el cuerpo. Pero parece poco plausible que un grupo de personas, algunas de
ellas con el máximo interés en mantenerse alerta –los judíos–, se quedasen
dormidas o dejasen dormirse a los centinelas romanos. Hay que tener en cuenta,
además, que dentro del ejército romano, la pena por quedarse dormido en una
guardia era nada menos que la muerte, apaleado por sus propios compañeros de
armas. No es de extrañar semejante pena, ya que quedarse dormido en una
guardia, era poner en peligro la vida de todos. Y aunque en ese momento no
hubiese guerra declarada entre Judea y Roma, los exaltados zelotas siempre
estaban al acecho para infligir daño a los soldados del odiado ocupante (tal
vez convenga recordar, para descartar la posible participación de los zalotas
en el robo del cuerpo de Jesús, que éstos habían perdido toda esperanza de que
Jesús fuese de alguna utilidad para su causa tras intentar coronarle rey y que
él se escondiese). En cualquier caso, aún en el de una paz en calma, los
hábitos necesarios en la guerra no pueden relajarse en una misión, aunque sea
de paz. Jamás un legionario perdonaría a su compañero semejante fallo durante
la paz, porque lo mismo podría ocurrirle en la guerra, situación en la que
posiblemente se encontrasen en breve en cualquier otro lugar del imperio. Pero,
además, el robo del cadáver no era como llevarse sigilosamente un guijarro
suelto del terreno donde estaban los centinelas. No, suponía mover una pesada
piedra, para lo que hacía falta un considerable esfuerzo y que, si se hacía, a
buen seguro produciría un ruido muy grande, más que suficiente para despertar a
los durmientes.
Hay, sin embargo una posibilidad
de robo sigiloso. El sepulcro podía tener algún tipo de comunicación o de
agujero por el que, de noche, se hubiesen colado algunos hombres para robar el
cuerpo de Jesús y sacarlo por otro lado. Pero sabemos que el sepulcro estaba
excavado en la roca viva de una cantera. Se sabe con exactitud milimétrica el
lugar en el que éste se encontraba. Hago un pequeño circunloquio para contar
por qué se sabe esto.
Cuando en el año 313, el emperador
Constantino proclamó el edicto de tolerancia hacia los cristianos, su madre,
Elena –más tarde santa Elena–, llena de celo religioso, fue a Tierra Santa. Lo
primero que pregunta allí es dónde fue crucificado y sepultado el Señor.
Inmediatamente, los cristianos, que habían resistido allí todas las
persecuciones, le llevan sin un titubeo a un lugar preciso. Era una antigua
cantera, situada a las afueras de Jerusalén, a occidente, junto a la puerta del
camino que lleva hacia la costa. La cantera estaba fuera de uso desde unos
siglos antes de Cristo. Se podía seguir su frente, retrocediendo a medida que
se extraía de ella la piedra para construir. En la cantera, cuando estaba en
uso, se había encontrado una gran roca de calidad inadecuada para la
construcción y se la había dejado atrás, aislada, avanzando alrededor suyo.
Tiempo después, tras dejar unos veinte metros atrás la roca, la cantera se
abandonó. Los romanos aprovecharon esa roca, a las afueras de la ciudad, junto
a una puerta muy transitada, para llevar en ella a cabo públicamente, para que
sirviesen de escarmiento, las crucifixiones de los reos. Los judíos, a su vez,
aprovecharon el frente de la cantera para excavar en ella sus sepulcros. José
de Arimatea había comprado uno de esos sepulcros y se lo había cedido a Jesús.
Pues bien, a ese sepulcro llevan sin la menor duda los cristianos del
lugar a santa Elena. Tanto en la roca de la entrada de ese sepulcro,
como dentro de él, había, grabados innumerables graffities con peces –el pez, IXTYS
en griego, es el acrónimo de Jesús Cristo, de Dios Hijo y Salvador, y el primer
signo distintivo usado por los cristianos– señalados con la fecha en la que
fueron grabados. Las fechas más antiguas databan de mediados del siglo I. Es
decir, los primeros cristianos, a pesar de todas las persecuciones, jugándose
la vida, no dejaron ni un momento de venerar esos lugares. Por una vez,
benditos sean los graffities. Después, Elena hizo construir allí una basílica.
Para ello, desgraciadamente, destruyó la cantera, dejando únicamente el trozo
de roca necesario para albergar el Santo Sepulcro. Dejó el Gólgota al aire
libre, en un atrio, y construyó un mausoleo alrededor del sepulcro. Cuando en
el año 636 los musulmanes conquistaron Tierra Santa, respetaron la basílica,
cambiándole el culto, pues para ellos Jesús es un importante profeta, aunque no
crean en su divinidad, ni en su muerte en cruz y resurrección. Sin embargo, en
el 1009, Al Hakem, un sultán de Egipto, fanático chiíta de la secta de los
fatimíes, conquistó Jerusalén y arrasó la basílica del Santo Sepulcro
destruyendo también la roca que albergaba el sepulcro original. La historia le
conoce como el Nerón egipcio. Pero ya la arqueología había dado cuenta y la
historia registrado el lugar exacto en el que el sepulcro se encontraba y su
huella fue, desde entonces, imborrable. Los cruzados tras reconquistar
Jerusalén, construyeron la actual iglesia del Santo Sepulcro, dando en ella un
lugar de preferencia al Gólgota y al Sepulcro.
¿Cómo, en un sepulcro excavado en
la dura roca pudo hacerse, en menos de dos días –de la tarde del viernes a la
mañana del domingo–, un túnel para robar el cadáver? ¿Por dónde empezaron a
construirlo si había vigilancia en el sepulcro? ¿Cómo podrían haberlo hecho en
silencio y sin despertar las sospechas de los guardianes? ¿Cómo sacaron el
cadáver por un sepulcro situado, como mucho a unos metros del del ajusticiado? Pero,
si lo hubiesen conseguido, ese agujero hubiese seguido ahí hasta el año 1009
–porque sería imposible camuflarlo con ningún material de construcción– y ni
los romanos no convertidos, entre ellos el emperador Juliano el Apóstata,
posterior a Constantino ni, desde luego, los musulmanes lo hubieran pasado por
alto y silenciado.
Pero supongamos por un momento
que los apóstoles hubieran conseguido la proeza de robar el cuerpo. Al día
siguiente, los sumos sacerdotes, ayudados por los romanos burlados, hubiesen
buscado a los discípulos y, bajo tortura, les hubiesen hecho confesar dónde
habían puesto el cuerpo y una vez reencontrado, lo habrían expuesto
públicamente. Podría pensarse que los apóstoles hubiesen soportado la tortura.
Pero, en ese caso, los primeros “mártires” cristianos datarían del domingo de
Pascua y no de unos años más tarde, con la sangre del protomártir san Esteban,
lapidado por el mismísimo Pablo en las puertas de Jerusalén poco antes de su
conversión. Pero, ¿tendría sentido que varios cientos de personas –san Pablo
nos dice que en sus apariciones como resucitado, Jesús se apareció a más de
quinientos hermanos a la vez– hubiesen aguantado la tortura por una mentira?
No, no hubo ni detenciones ni torturas. Y el mero hecho de que no las hubiera,
indica que judíos y romanos sabían que era inútil llevarlas a cabo, pues nadie
podría decirles dónde estaba el cuerpo, puesto que no lo habían robado. Puede
que no creyesen en la resurrección, pero sabían que el cadáver no había sido
robado. Supongo que se preguntarían, durante toda su vida, qué demonios había
pasado esa noche.
Otra posibilidad aducida por los
incrédulos es que, lo mismo que José de Arimatea convenció a Pilatos para que
le permitiese enterrar el cuerpo de Jesús, pudo convencerle de que le dejase
robarlo. Pudo, incluso –dicen–, sobornarlo. Pero tampoco esta hipótesis se
tiene de pie. Desde que los romanos dieran a Antípatro, el padre de Herodes el
Grande, el poder delegado en Palestina, por sus servicios prestados contra los
partos, el peso político de su familia en Roma, era imponente. Es cierto que el
Herodes que reinaba en Galilea en tiempos de la muerte de Jesús, Herodes
Antipas, nieto de Antípatro, había perdido parte de su poder político en la
zona, pero había, en cambio, ganado poder de tráfico de influencias
diplomáticas en la misma Roma, donde hasta la emperatriz era defensora de los
judíos. Y ese poder de influencia se basaba, en parte, en el mantenimiento del
difícil equilibrio entre las diferentes sectas judías –fariseos, saduceos,
zelotas, esenios, etc– y Roma. El mismo Herodes, por ser de origen idumeo y muy
romanizado, no era, ciertamente, muy querido por ninguna de las sectas judías,
por lo que mantener ese equilibrio le resultaba muy difícil. Tres días antes de
la resurrección le había pasado la patata caliente de Jesús a Pilatos. Pilatos
acabó condenando a Cristo por miedo a que los judíos, que pedían su muerte con
tanta vehemencia, protestaran contra él ante el César. Sería difícil de
comprender que dos días después de esa condena, cediese a ninguna presión para
que los cristianos se adueñasen el cuerpo de Jesús para decir que había
resucitado, máxime si se enteraban los judíos, como, con toda seguridad harían.
Por despecho ante el sapo que le habían hecho tragar se atrevió a dos tímidos
gestos. El primero, poner en la cruz del condenado el título de Jesús Nazareno,
Rey de los Judíos que tanto molestó al Sanedrín. Si alguien le acusase por eso de
antirromano, podría decir que su fidelidad a Roma le había llevado a crucificar
al sedicente rey de los judíos y que ese cartel era una advertencia de lo que
podría pasarle a quién le imitase. El segundo gesto de su despecho fue conceder
el cuerpo de Jesús a José de Arimatea. Pero es de una lógica aplastante pensar
que, bajo ningún concepto quería que ese gesto pudiese volverse contra él si
los seguidores de Jesús robaban su cuerpo. De hecho, además de conceder una
guardia al Sanedrín, hizo sellar la piedra, señal de que ese sepulcro estaba
bajo la protección de Roma. Si después hubiese dejado a los cristianos robar
impunemente el cuerpo de su maestro, se hubiese buscado conscientemente la
ruina. De hecho, la misteriosa desaparición del cuerpo de Jesús, con la que de
ninguna manera contaba, posiblemente fue lo que le costó el puesto, su carrera
política y un duro destierro hasta su muerte, condenado al ostracismo en la
zona más inhóspita de la Galia. Es más que dudoso que se hubiese prestado
voluntariamente a correr ese riesgo. Desde luego, él no contaba con la
resurrección y no creía correr el más mínimo riesgo de perder el cadáver del
ajusticiado. Supongo que, durante su largo destierro, se preguntaría mil veces
cómo demonios podría haber desaparecido como por arte de magia el cuerpo del
reo muerto.
Por último y para acabar con esta
relación no exhaustiva de hipótesis, los incrédulos aducen que el domingo de
Pascua nadie abrió el sepulcro y que los seguidores de Jesús esperaron
astutamente unos meses, hasta que las aguas se calmaron y volvieron a su cauce
para, digamos, en el otoño siguiente, robar tranquilamente el cuerpo y propagar
entonces el mito de la resurrección. Pero, los judíos sabían que Cristo había
anunciado que resucitaría al tercer día. No se habían tomado tantas molestias
–el juicio irregular de madrugada, la presencia en la casa de Pilatos a primera
hora con riesgo de incurrir en impureza en la fiesta de Pascua, el
reconocimiento público de que no tenían más rey que el César, el tumulto para
pedir la crucifixión del nazareno, la liberación del asesino Barrabás, su presencia
en el calvario, también a riesgo de impureza, para vigilar la crucifixión de
principio a fin, etc.– para que se les escapase la presa en el último momento.
No parece que quepa duda de que el mismo domingo, el Sanedrín en pleno iba a
abrir el sepulcro, en la presencia de los romanos, de todo el pueblo de
Jerusalén y de la multitud de judíos que estaban en allí procedentes de Galilea
y de toda la diáspora, para enseñar a todo el mundo el cadáver, hediondo y ya
medio putrefacto, del impostor. No pudieron hacerlo porque Cristo se les
adelantó. Si los cristianos hubiesen tenido el estúpido plan de robar el
cadáver meses más tarde, se hubiesen visto humillados, como era su propósito,
por los jefes de los judíos. Eso era, precisamente, lo que esperaban los
apesadumbrados discípulos de Cristo, algunos de los cuales se largaron de
Jerusalén para no ver ese triste espectáculo y el resto se encerraron en el
cenáculo porque no podían enterrarse bajo diez metros de tierra. Por eso, su
tristeza se transformó en alegría a medida que se iban enterando e iban
creyendo, no sin gran dificultad, en la noticia de la resurrección de Jesús.
Sería imposible, como he
comentado al principio de este artículo, describir todas las posibilidades que
a la imaginación humana se le podrían ocurrir como posibles formas de eludir la
resurrección. Pero, posiblemente, todas serían falseables con un poco de
lógica, sentido común y visión histórica. De hecho me imagino a Anás, Caifás,
Pilatos y tantos más –los incrédulos de los siglos XIX, XX y XXI incluidos–
preguntándose, durante toda la vida, cómo pudo haber desaparecido el cuerpo. O
dejándoselo de preguntar porque una y otra vez se topaban con la resurrección
que la mala voluntad de unos o el racionalismo de otros, les impedía aceptar.
Por mi parte lo tengo claro: El
Dios bueno y todopoderosos, cuya existencia es más que razonable deducir, tras
hacerse anunciar durante siglos por los profetas de Israel, decidió, por puro
amor, encarnarse en María, la Virgen, para nuestra salvación. Hecho hombre sufrió
como nosotros –mucho más que cualquiera de nosotros–, fue torturado y muerto.
Pero las puertas de la muerte no podían retener al autor de la vida y, al
tercer día, resucitó, venciendo a la muerte, como las escrituras y él mismo
habían anunciado, como anticipo para todos los que estamos condenados a morir
por causa del pecado. Esta es la Buena Noticia que hoy, como en el domingo de
Pascua, proclamamos los cristianos. Esto es lo que me dice la fe, esto es lo
que han testificado con su vida los cristianos desde la misma mañana de Pascua
y es esto lo que el sentido común y la lógica me indican. No puedo probarlo
mediante una demostración matemática. Parece que el Dios que nos ha hecho
libres no quiere que haya una tal demostración que nos obligue a creer. El que
no lo vea así, que imite a los miembros del Sanedrín o a Pilatos o que
simplemente se aferre al “no puede ser porque no puede ser” de los
racionalistas y se pase la vida pensando en círculos sobre la resurrección o
tire la toalla.