Hoy
quiero escribir sobre uno de los libros más interesantes que he leído en años. Su
título es: “Elogio de la riqueza” y lleva como subtítulo: “Tenemos la
obligación de ser ricos; es una exigencia de la justicia social. Capitalismo y solidaridad
son una misma cosa”. Yo no me hubiera atrevido jamás a poner ese título y
subtítulo a un libro, aunque estoy plenamente convencido de lo que dice el
título y, con algunas reservas, de las tesis que defiende.
Pero
antes de entrar en el comentario del libro, quiero hacer un in memoriam
por su autor. Porque éste, Javier Hernández Pacheco, ha muerto hace escasamente
unos meses, a los 67 años de edad, de coronavirus. El autor era Dr. en
Filosofía por la Universidad Complutense, con una tesis sobre Santo Tomás de
Aquino y por la Universidad de Viena, con tesis sobre Martin Heidegger,
catedrático de filosofía en la Universidad de Sevilla y fundador, en esta misma
Universidad, del Instituto de Filosofía de la Economía. El autor confiesa a
menudo a lo largo del libro que no sabe mucho de economía. Pero la lectura
desmiente esta confesión. Aunque hay algunos fallos en el conocimiento de los mecanismos
de la economía, es evidente con su lectura que el autor sabe mucho de esta disciplina.
El libro fue publicado en 1991, pero es totalmente actual en sus
planteamientos. En algunas cosas, como el abuso de las autoridades monetarias
en la creación de dinero e inflación, a lo que califica sin ambages como robo
–que es lo que es– es profético, porque en 1991 era impensable lo que está
pasando ahora en este asunto. La lectura del libro no deja lugar a dudas sobre
las profundas creencias católicas del autor que, sin embargo, huye de todo lo
que él mismo llama moralinas, para ir al sustrato filosófico que subyace en la
economía, en el capitalismo y en su ética intrínseca.
Ya
he dicho que es uno de los libros más interesantes que he leído en años, pero
me va a ser muy difícil comentarlo, precisamente por su densidad filosófica. A
veces, esta densidad le lleva, a mi pobre entender, a perderse en razonamientos
demasiado abstrusos para mí. Además, su empeño en plantear con total honestidad
y, a mi modo de ver, excesiva prolijidad, algunas de las tesis contrarias a la
suya, a las que quiere desmontar, hace que se pierda un poco el sentido de si
lo que está explicando es su tesis o las contrarias a la suya, lo que a veces
despista bastante. Además, como siempre que hago un comentario de un libro, soy
incapaz, aunque lo intento, de separar con nitidez los argumentos del libro y
los míos cuando ambos van en la misma dirección y lo que me sale es una
síntesis de argumentos. En fin, con estas salvedades preliminares, ¡ahí voy! El
conjunto puede asimilarse más a una yuxtaposición de temas que a un esquema
orgánico. ¡Qué le voy a hacer, no soy capaz de hacerlo mejor!
Una
de las cosas más admirablemente bien explicadas del libro es el papel del
intercambio, de la división del trabajo y del dinero. Sostiene que el
intercambio está en la naturaleza del hombre, único ser vivo que tiene la
capacidad de ver qué tiene el otro que él mismo no tenga y qué tiene él que al
otro le haga falta y de hacer intercambios ganar-ganar que aumentan la riqueza,
que tiene un carácter subjetivo, de ambos. Este intercambio libre
inmediatamente demostró ser más beneficioso que la guerra de apropiación y
lleva –la relación causa efecto va en esta dirección– a la división del
trabajo. Aunque en otros temas sigue puntillosamente ciertas tesis de Adam
Smith que creo equivocadas, como más adelante veremos, en este caso critica el
pésimo ejemplo que Smith pone sobre una forma de división del trabajo que lleva
a la alienación del mismo. Se refiere al lamentable ejemplo de la fábrica de
alfileres, que es, en verdad, nefasto. Más adelante volveré sobre este tema. El
autor entiende la especialización del trabajo como algo opuesto a la
alienación. La división del trabajo de la que habla es, al contrario, libre y
liberadora. Gracias a la capacidad de intercambio cada ser humano puede
dedicarse a hacer aquello que le gusta más y que, generalmente, por gustarle
más, hace mejor. Esta forma de división del trabajo es, por tanto, un proceso enriquecedor,
liberador, no alienante. Mientras no existía otra cosa que el trueque, esa
generación de valor para ambas partes era inmediata en el momento del
intercambio. Pero, desgraciadamente, tan imposible como inmediata, ya que
encontrar en cada momento a la persona que le sobrase exactamente la mercancía
que al otro le faltaba sería misión imposible que, además, consumía un tiempo
de búsqueda inaceptable. Y aquí aparece el dinero, también como algo liberador.
Al principio era una mercancía que tenía en sí misma un valor reconocido por
todos y que podía darse en intercambio por cualquier otra mercancía que uno
necesitase, sin recurrir al trueque. Ese papel fue asumido en la historia por el oro y, en menor medida, la plata. Pero,
poco a poco, la inteligencia simbólica, característica del ser humano, fue
despojando a esta mercancía de su carácter físico para convertirla en algo
simbólico, un acto de fe casi, según la tesis del libro, espiritual. Veamos.
Cuando una primera persona, especializada en hacer aquello en lo que es mejor,
da eso que hace a otra segunda persona, no recibe a cambio otra mercancía.
Recibe dinero simbólico. Y ese dinero es, según el brillante símil que hace el
autor, una deuda que la sociedad tiene con él. Es decir, el valor de lo que él
ha hecho y entregado a otro a cambio de dinero simbólico, le ha convertido en
acreedor de la sociedad. El dinero no es otra cosa que el reconocimiento que la
sociedad hace de la deuda que tiene con ese individuo que ha creado algo que
tiene valor para ella. Y ese individuo, acreedor de la sociedad, confía en que ésta
saldará la deuda que ésta tiene con él cuando, con ese dinero, compre, en
cualquier momento del futuro, una mercancía que necesita y transfiera esa deuda
de la sociedad al que le ha dado esta mercancía. Lo que me parece
extraordinario de esta visión es que pone las cosas en su debido orden. Primero
alguien entrega a la sociedad, representada por miles o millones de seres
humanos que tienen necesidad de la mercancía que él hace, eso que necesitan. Es
decir, el haber hecho algo útil para la sociedad –ya que su mercancía puede ser
adquirida al precio justo por cualquier miembro de la misma que lo necesite– le
hace merecedor de que alguien haga algo por él en el momento en que quiera cambiar
esa deuda que la sociedad tiene con él, por cualquier mercancía que necesite.
¡Magnífica manera de verlo que tiene, como veremos, una gran fuerza explicativa
de muchas cosas!
Pero,
¡ay! a la hora de hablar del precio justo, el autor cae en la mismísima confusión
en la que cayó siglos antes Adam Smith que, como se verá, es casi más padre del
marxismo que del capitalismo. Sí, como suena: ¡Adam Smith es casi más padre del
marxismo que del capitalismo! La Escuela de Salamanca, y otros economistas
posteriores, ya habían llegado a la conclusión de que el valor de algo era el
que psicológicamente le diesen las partes que libremente llegasen a un acuerdo
sobre él. Es decir, si tú tienes una mercancía, lápices, por ejemplo, que para
ti no tienen ningún valor, porque fabricas millones de ellos que no necesitas, y
yo necesito algunos lápices para dibujar, el precio justo será el que pactemos
libremente. Pactar no quiere decir, desde luego, regatear. Tú fijas un precio
para tus lápices y si a mí me parece adecuado y hay otra mucha gente a la que
le sobran lápices, yo los compraré al precio que pague el que menos paga. Y
esto es muy importante. Todo el que compre lápices, aunque para él tengan más
valor psicológico que para mí, los comprará al precio más bajo. Esto genera una
riqueza adicional para el que estaría dispuesto a pagar más por ellos pero los
puede comprar al precio más bajo al que necesitan ponerlos los fabricantes de lápices
para vender hasta el último que le sobra. Esta es la visión de la Escuela de
Salamanca, para la que el precio así formado es el precio justo y es, además,
el auténtico valor de los lápices. Así, esta escuela escolástica (perdón por la
redundancia) termina con la falsa dicotomía entre valor y precio. Y esta
escuela es seguida, durante siglos, por la mayoría de los economistas.
Más,
hete aquí que Adam Smith, vuelve a enturbiar aguas que habían sido
clarificadas. Y vuelve a decir que, aunque el precio de una mercancía viene
determinado de esa forma, su auténtico valor es en del trabajo acumulado que
tiene dentro de sí y que, a largo plazo, el precio debe tender al valor. Es
difícil encontrar estupidez mayor. Si eso fuese cierto, yo tendría que comprar
un coche malo, feo y caro, que se haya fabricado ineficientemente más caro que
otro bueno y bonito fabricado con eficiencia. Es decir, el mundo debería
sustituir las tres B’s de Bueno, Bonito y Barato por MFC (Malo, Feo y Caro). ¿Se
puede sostener semejante majadería? Pues esa es la tesis de Adam Smith y esa
tesis sigue, también con ambigüedades –porque quien mantiene estupideces
tajantemente es reducido inmediatamente al ridículo– el autor del libro que
comento. Antes dije algo que posiblemente haya sorprendido a muchos: Que Adam
Smith es casi más el padre del marxismo que del capitalismo. Y así es. Porque,
aunque Adam Smith admitía que la diferencia entre el precio y el valor, es
decir, la plusvalía era algo lícito para retribuir al capital empleado en la
producción de un bien, Marx denunció esa plusvalía, noventa años más tarde de
la publicación de “La riqueza de las naciones”, como un robo. Y todavía estamos
pagando ese error, propiciado por Adam Smith con su desprecio a la teoría del
precio justo y el valor de un bien como el de libre cambio. Además, el
infortunado ejemplo de los alfileres para describir la división del trabajo,
también le dio a Marx el argumento de la alienación del mismo. Porque esa idea
de la división del trabajo, que decía que, para ser eficiente, cada persona
tenía que centrarse, con miopía, en una pequeña parte del proceso de
fabricación de alfileres es, efectivamente, alienante, pero nada tiene que ver
con el auténtico concepto de división del trabajo que defiende el autor. Más
adelante volveré, con el autor, sobre la falacia del capitalismo eficiencista y
taylorista. Ciertamente, a Smith se le atribuye la paternidad de la economía de
libre mercado y del “laissez faire” por su famosa mano invisible. Pero esa
expresión, aunque es difícil rastrear su origen, no es ni mucho menos original
de Adam Smith, como no lo es la expresión “laissez faire”, ni, mucho menos, la
idea de la economía de libre mercado, formulada por el economista francés Jacques
Turgot, posible autor también de las expresiones de la mano invisible y el
“laissez faire”. Sin embargo, el inmerecido éxito de Smith sí que sirvió para
borrar del mapa económico la ya elaborada teoría correcta de los precios por
oferta y demanda, iniciada por los escolásticos de la Escuela de Salamanca.
Como he dicho, el libro que comento aunque, por supuesto, no niega la formación
de precios por el libre mercado, sí lo enturbia con las ambigüedades sobre el
valor como acumulación de trabajo.
Vayamos
con el mito del capitalismo eficientista y taylorista del que hablé más arriba.
Debo a Hernández Pacheco mi conocimiento de la llamada escuela de Frankfurt, de
la que sólo vagamente había oído hablar antes. Está compuesta por ideólogos hegelistas-marxistas
como Max Horkheimer, Theodor Adorno o Herbert Marcuse que, como hizo su maestro
Karl Marx, predicen la caída del capitalismo debido a sus “contradicciones
internas”, sean éstas lo que sean, pero que desde que Marx lo predijera, no han
acabado –ni empezado–a destruir el capitalismo. Éste es uno de esos temas de
los que he hablado antes en los que a uno le cuesta ver si el autor está apoyando
una teoría o es que la está exponiendo con prolijidad para refutarla. Pero el
hecho es que le dedica no pocas páginas en las que uno se encuentra confuso
antes de darse cuenta que la está refutando, al menos en una de sus vertientes.
Pero, cuando la refuta, lo hace de forma magistral. La tesis de esta escuela es
que la búsqueda de la eficiencia como fin en sí mismo del capitalismo, acabará
por crear empresas tan super eficientes que lo sean a base de apisonar la
naturaleza humana, haciendo del ser humano un mero engranaje de “la máquina” y
la naturaleza, en general, destruyéndola ecológicamente. En primer lugar,
asombra la desfachatez de que a un hegelista-marxista, para el que la idea
antropológica del ser humano no pasa de ser exactamente eso, una pieza sometida
a la idea de traer la dictadura del proletariado como fase preliminar al
“paraíso” de la sociedad sin clases, le escandalice que la super eficiencia
aniquile al ser humano. Pero es que, además, a esta gente habría que aplicarle
el refrán de que “cree el ladrón que todos son de su condición”. Porque ese
maquinismo estatalista es, precisamente, la ideología marxista-comunista y,
gratuita y erróneamente, lo extrapolan a la empresa capitalista. Y aquí, el
autor, tras las incertidumbres de su propósito, desenmascara a la escuela de
Frankfurt. Y lo hace en base a un libro, de moda todavía en 1991, aunque ya muy
superado por el capitalismo, publicado en 1982 que es “En busca de la
excelencia” de dos socios de la consultora estrategica Mckinsey, Thomas Peters
y Robert Waterman. Los autores lo escribieron tras analizar, según su
experiencia, los factores comunes de las empresas con más éxito. Y claro, lo
que encontraron es que las empresas excelentes distaban mucho de ser esas
máquinas de triturar individuos en nombre de la eficiencia. Al revés,
potenciaban la creatividad, la autonomía, las decisiones en pequeños grupos bastante
libres en sus decisiones. Los jefes de esas empresas no eran como el capitán de
un superpetrolero que es el único que mandaba y todos obedecen ciegamente. Más
bien era alguien que tiene que marcar un objetivo final a miles de pequeñas
embarcaciones casi autónomas que deben llegar a ese objetivo con un alto grado
de libertad para encontrar el camino. Y él es el que, desde una de ellas, quizá
la más grande, y situada en el centro, recordaba continuamente a todos sus
objetivos. Y estos objetivos no son ganar dinero. Por supuesto, que la empresa
tiene que ganarlo, como nosotros tenemos que respirar para vivir, pero nuestro
objetivo en la vida no es respirar. Se trata, cada vez más, de incentivar una
cultura con unos valores, orientados a servir al cliente y, así, como se ha
visto antes, a la sociedad, que creasen en las personas que trabajaban en la
empresa un sentido de pertenencia. Esto había empezado bastantes años antes,
hacia los años 60 del siglo XX con los llamados círculos de calidad fabriles y
ha seguido evolucionando hasta nuestros días con sistemas como el de
organización agile, basado en la creación flexible de scumps (grupos de trabajo
ad hoc para un objetivo) o con lo que hoy se conoce como empresas orientadas a
un propósito. Y es que los marxistas de la escuela de Frankfurt, no estaban –y
siguen sin estarlo– capacitados, por su ceguera ideológica, para darse cuenta
de que el sistema capitalista de libre empresa, no es realmente un sistema, un
experimento social, como lo es el comunismo, sino un sistema de evolución
simbiótica de la necesidad de crear riqueza con la naturaleza humana.
Sencillamente porque contra la naturaleza humana, las cosas no funcionan, como
ha evidenciado el sistema comunista. El talento humano, la principal fuente de
riqueza, no se atrae con máquinas de picar personas, sino potenciándolas. Pero
pretender que un marxista se de cuenta de esto es, realmente, pedirle peras al
olmo. Por supuesto que no todas las empresas son así. Siguen existiendo los
super petroleros, pero están condenados al fracaso. No porque ningún Comité
Central las condene, sino porque lo hace el mercado y el talento humano, que
huye como de la peste de las que pretenden ser superpetroleros.
No
me ha parecido ver, en cambio, entre las tesis del libro la descalificación de
la vertiente ecológica de la escuela de Frankfurt. Al revés, creo que en el
libro pone en el debe del capitalismo el problema ecológico. Lo que, a mi modo
de ver, es abiertamente injusto. En un mundo cada vez con más habitantes en el
que todos viven mejor cada decenio que pasa, no puede por menos que haber un
problema ecológico y de recursos. Pero, ¿es por culpa del capitalismo? Desde
luego, el capitalismo ha aumentado la prosperidad de todos los habitantes del
planeta. Pero, ¿es esto malo? ¿Debería dejar de hacerlo? ¿Debieron dejar de
hacerlo en le generación de nuestros tatarabuelos? No creo que nadie piense que
estaríamos mejor en un mundo como el de nuestros tatarabuelos. Y si lo hace es
que no ha vivido en él. Por supuesto, hay quien dice que el aumento de la
prosperidad debe pararse, pero me parece una postura miope e irresponsable. La
solución al problema ecológico no vendrá de un “que paren el mundo que me
apeo”, sino que vendrá de la mano de la tecnología. No es este el lugar para
explicar esto, pero tengo un escrito en el que de muestra como el desarrollo
tecnológico puede hacer que la ecología mejore y los recursos sean casi
ilimitados. Quien lo quiera, no tiene más que pedírmelo. Y esas tecnologías que
podrán restaurar la ecología e instaurar la sostenibilidad mientras aumenta la
prosperidad mundial sólo las puede desarrollar el capitalismo. De hecho, ya las
está desarrollando. Ningún otro sistema lo ha hecho nunca, ni puede hacerlo.
Así pues, el capitalismo es parte de la solución, no del problema.
Hay
un tema en el libro cuyo tratamiento me alegra especialmente. Se trata de la
política monetaria. Ya he dicho antes que el autor plantea, ya en 1991, sin
haber visto el monstruoso disparate que se está llevando a cabo con la política
monetaria de los grandes bancos centrales del mundo, califica este proceso de
robo, sin paliativos. Y estoy plenamente de acuerdo con él en esto. Y lo que,
afortunadamente, no hace, es caer en el disparate de añorar el patrón oro ni despotricar
contra la reserva fraccionaria del sistema financiero. Más bien aboga por que
la cantidad de dinero debe mantener una relación, no lineal y, desde luego
compleja, pero una relación a fin de cuentas, con el PIB. Los partidarios del
patrón oro, entre los que están muchos liberales, si consiguiesen que se
implantase, darían al mundo una cantidad de dinero casi fija con independencia
de la evolución del PIB. Y esto generaría una gran deflación. No comparto el
miedo cerval que muchos economistas tienen a la deflación moderada. Creo que
una deflación moderada es, de lejos, preferible a una inflación moderada. Pero
el patrón oro crearía una deflación que, a mi modo de ver, sería insostenible. Es
cierto que dejar en manos de los burócratas de los bancos centrales la
generación de dinero para controlar la economía, es como meter la zorra en el
gallinero para controlar a las gallinas. Pero la máxima de “muerto el perro se
acabó la rabia” no me parece la solución. Es un reto para la humanidad ver cómo
resolver este problema que, este sí, puede dar al traste con el sistema
capitalista (y con cualquiera) y sumir al mundo en el caos. Pero la solución no
está en la vuelta al patrón oro. La solución es posible,
sólo posible, que venga de la inteligencia artificial. Por el lado del sistema
financiero y la reserva fraccionaria, es evidente que la reserva fraccionaria
multiplica la cantidad de dinero. Pero es totalmente necesaria para que exista
el crédito y si se realiza bien la regulación de la base monetaria sobre la que
se produce el efecto multiplicador, no tiene por qué representar un problema.
El problema está en la regulación de esa base monetaria. Todo esto está
magníficamente captado en el libro.
Un
tema en el que el hay una gran ambigüedad en el libro es el que gira alrededor
del ahorro, la inversión, el consumismo, el sistema bancario y las sociedades
cotizadas. Intentaré desenredar esta madeja, que va apareciendo y liándose en lugares
lejanos dentro del texto. No podré hacerlo, debido a esta ubicuidad, siguiendo
el orden de las páginas, sino intentando darle una estructura conceptual. En
determinados momentos el libro presenta una reflexión muy acertada sobre el
equilibrio que debe haber entre ahorro y consumo. El ahorro es absolutamente
necesario. Sin él no hay inversión posible y es la inversión la que permite que
se puedan producir más bienes con menos recursos, posibilitando así la creación
de prosperidad. Evidente. También es muy claro acerca de cómo, el sistema
bancario, y con él la reserva fraccionaria de la que se ha hablado más arriba,
es imprescindible para canalizar el ahorro personal hacia la inversión. Muy
cierto. Gracias al sistema bancario y a su reserva fraccionaria, el ahorro
acaba siendo prestado, en parte al sistema productivo, en parte a particulares,
para inversión o consumo. En pro de este equilibrio el libro habla de los
peligros del excesivo y, sobre todo, inadecuado ahorro, así como los de su
opuesto, el consumismo. Empecemos por el ahorro excesivo e inadecuado.
Evidentemente, un ahorro que se deje improductivo es un ahorro sacado del
circuito de generación de prosperidad. Es por lo tanto inadecuado y, por ese
principio, este ahorro es siempre excesivo. Desde el primer Euro. Pero éste es
un fenómeno prácticamente inexistente. ¿Quién guarda su dinero en el colchón? Por
otro lado, el autor parece estar en contra, aunque no estoy del todo seguro de
que lo esté, también aquí se vuelve confuso, de las sociedades cotizadas cuyas
acciones están en su gran mayoría en manos de pequeños ahorradores. Sin
embargo, esta es otra forma, además del sistema bancario, de canalizar el
ahorro hacia la inversión. Además, esa canalización no se hace en forma de deuda,
como es el caso de los préstamos bancarios, sino en forma de fondos propios, lo
que da una mayor estabilidad a las empresas. Además, el hecho de que cualquier
persona, por poco dinero que tenga, (y hablo de pocos miles de €) pueda estar
bien asesorada (a través de fondos de inversión, por ejemplo), para invertir
así sus ahorros de forma adecuada al riesgo que está dispuesta a admitir, es
una auténtica democratización del capitalismo. Dicho en palabras sencillas: ser
capitalista está al alcance de todos. Por tanto, estas empresas con capital
distribuido a través de la bolsa deberían ser consideradas como algo
extraordinariamente positivo. Y hay momentos en el libro en el que parece que
así lo ve el autor. Pero en otros afirma que esto hace que el capitalismo se
haga anónimo y que se pierda el rostro del empresario. No cabe duda de que esta
anonimización existe. Así aparece el papel del directivo, que no es dueño del
negocio que dirige. Y esto da lugar a un problema, el llamado problema de
agencia, que consiste en que estos directivos, en vez de actuar, como es su
obligación, a favor de los intereses de sus accionistas, lo hagan en el suyo
propio. Afortunadamente, sin necesidad de recurrir a regulaciones estatales, el
capitalismo ha desarrollado los mecanismos para que esto no suceda, o suceda en
la menor medida posible. La mayor parte de las inversiones de los pequeños
inversores están canalizadas, como he dicho antes, a través de fondos de
inversión que ya se ocupan, por su propio interés, en minimizar el problema de
agencia. Con todo, si hubiese una fiebre del ahorro, aunque fuese un ahorro
sano, el consumo disminuiría, las empresas no tendrían una demanda que atender
y, ¿para qué querrían invertir? ¿De que serviría tanto ahorro? Pero sigamos con
el popurrí que estoy intentando deshilvanar. El consumismo. Por supuesto que
existen consumidores compulsivos que se arruinan por exceso del mismo. Pero yo,
en mis setenta años de vida no he conocido más que a uno o dos. La práctica
totalidad de la gente que conozco intenta llegar a fin de mes al tiempo que
ahorrar para un imprevisto y guardar un poco de dinero para su jubilación. Y para
esto hace falta un equilibrio incompatible con el consumismo desaforado. Éste
es uno de tantos mitos que se han convertido en moneda corriente. El consumismo
desaforado es una cosa tan poco corriente como el ahorro acaparativo. Por
supuesto, un consumo excesivo, disminuiría el ahorro y no habría inversión para
poder producir los bienes demandados. Pero lo que el libro obvia es que el capitalismo
tiene en sí mismo, a través de los precios del libre mercado, los mecanismos
para autocorregir estas dos desviaciones –exceso de ahorro o de consumo–a través
del propio mecanismo de precios de los mercados, con la única condición de que
se les deje actuar sin interferencias. En efecto, un exceso de ahorro haría que
la retribución a ese ahorro fuese tan baja que muchos ahorradores dejasen de
ahorrar, al tiempo que el exceso de bienes producidos sobre el bajo consumo,
haría que sus precios bajasen, restableciendo el consumo con lo que la gente
dejase de ahorrar en exceso. Y exactamente lo contrario ocurriría si se
produjese un exceso de consumo. Los precios de los productos subirían, al
tiempo que la retribución al escaso ahorro, restableciéndose así otra vez el
equilibrio. Lástima que un libro tan bien escrito no haya reparado en estos
mecanismos. No sé si con este largo párrafo habré conseguido desenredar la
madeja a la que me refería al principio del mismo o la habré enmarañado todavía
más. Espero que lo primero.
Podría
seguir desglosando aspectos del libro. Pero como dije al principio, me iba a
resultar muy difícil ir más allá y a vosotros tolerármelo. Y podéis creerme si
os digo que el esfuerzo de llegar hasta aquí me ha dejado un tanto agotado,
aunque habría muchas más cosas que comentar de este profundo libro. Pero
supongo que vosotros también estáis agotados de la lectura de lo que llevo
escrito, así que mejor lo dejamos aquí. No obstante, recomiendo encarecidamente
su lectura. Yo lo encontré sin esfuerzo en Amazon tras de que me lo recomendase
un amigo mío virtual cuya amistad empezó por un comentario suyo en mi blog. Y
no me arrepiento de haberlo comprado y leído.