26 de enero de 2021

La oración de todas las cosas 12. Em tus caminos

XII. IN SEMITIS TUIS

 En tus caminos

Pierre Charles S.J.

Conozco esas rutas orgullosas, que se alargan ante sí, rectas, desdeñosas de los obstáculos, con sus rampas, sus zanjas, sus puentes y hasta sus túneles; esas rutas voluntariosas, altivas, triunfales, con su aparato moderno de señales, su alumbrado, sus arcenes y su asfalto. Fueron construidas para los vehículos rápidos. No son más que formas de paso. Se tiene prisa de ver el final. Nadie piensa en ir a pasear por allí; y cuando se detiene un peatón, los bocinazos de los automóviles, que cargan sobre él, le echan, asustado, contra la cuneta o en el declive. No quiero murmurar de tales rutas. Nos prestan muchos servicios. Los militares las consideran como redes de invasión, los comerciantes las utilizan para los camiones. Hasta se llega a decir que hacen una dolorosa competencia a los ferrocarriles. No hablemos mal de ellas. Pero, con todo, yo creo, Señor, que no pensabas en estas carreteras al decirnos que Tú eras el camino. Ego sum via. La ruta no era, para tus oyentes galileos, la calzada estratégica y dura de los romanos. Era el camino rural, progresivamente ensanchado por el uso, y que enlazaba modestamente Jerusalén con Jericó. Era la pista de las caravanas en el desierto, y el sendero que serpentea el flanco de los montes. Conozco también ese senderillo, que no va nunca en línea recta. Lo he visto en las llanuras africanas. Europeos pretenciosos descubrían en él la prueba de la falta de decisión y de ojo del negro. Pero estos europeos han andado siempre calzados; mientras este senderillo ha sido trazado por pies desnudos. Una charca, un arbolillo espinoso, un sapo, una roca saliente han sido obstáculos que el primero de los viajeros ha tenido que contornear; y los otros lo han seguido. El sendero que dibuja estos pequeños zig-zag guarda aún el recuerdo permanente de su humilde origen. No es un mandamiento perentorio como la calzada; es un compromiso. El hombre y la naturaleza se pusieron de acuerdo, como en las sendas del bosque que se deslizan a través del arbolado, y las veredas que respetan, en los campos cultivados, los cuadros de hortalizas y los surcos que vació el arado. El hombre y la tierra se han hecho mutuas concesiones. Y en estos senderos la naturaleza vive todavía; pues hace crecer aún su grama y sus alegres gramíneas; y deja correr los gruesos cárabos de brillantes élitros; los conejos, las perdices y los faisanes circulan aún, y flores silvestres se obstinan en desplegar allí su pobre coquetería. Nadie se atropella en estos senderos. Se marcha en fila india; y, al cruzarse con alguien, nunca es un choque, es un encuentro.

Por estos caminos Tú viniste a nosotros, no por las rutas fulminantes de los relámpagos. Por estos caminos nos acompañas, ya que se nos aconseja poner los pasos en vuestras huellas: ut sequamini vestigia ejus. Has respetado en nosotros cuanto es humano; y Tú también, el Todopoderoso, has querido acomodarte a nuestras miserias y hasta a nuestros caprichos. Te has introducido a través de los meandros de nuestros deseos. Nunca has condenado ni menospreciado nuestros tanteos, y jamás nuestras alegrías de un día. Solicitas nuestros consentimientos sin aplastar nuestras iniciativas; y tus obstinaciones son formas de ternura, como la del sendero que acaba en el término sin haber hecho estragos. ¿Quién dijo de Ti que eras sin par, hombre poderoso y Dios humilde?

Homo potens et Deus humilis

non est tibi nec erit similis,

Deus  meus[1].

Vuelvo a encontrarte en este sendero sin pretensiones, y que, por esto mismo, me llena de apacible alegría. Hasta he llegado a divagar por él en tu compañía. Tú siempre estás menos acosado que yo. Eres el Señor del tiempo; por esto amas las demoras cuando son preparaciones, y no atropellas el ritmo de las cosas que has creado. La ruta grande y recta, no tiene nada inesperado. Cuando nos procura una sorpresa, se llama un accidente. Los kilómetros suceden a los kilómetros como la serie de números. Se adiciona o se resta, esto es todo. El vértigo de la prisa no es más que una forma de la impaciencia; y lo tomamos como una demostración de fuerza. No se me ha ocurrido nunca correr por un sendero. A cada instante tengo una noticia que aprender; un murmullo discreto que percibir; un espectáculo que contemplar. Se rejuvenece sin cesar. Siempre está fresco. Sigue a lo largo del riachuelo, donde las truchas se azoran a mi paso; y para atravesar el río se transforma en algunos bloques grandes de roca, sobre los cuales tengo que saltar gallardamente sin perder el equilibrio. Me gusta todo lo imprevisto. Me hace pensar en tu Providencia, que guarda el secreto de mi mañana y me pide confiarme a lo que parece no ofrecer ninguna garantía sólida y a burlarse dulcemente de mis prudencias.

Si Tú eres el sendero, conviene que yo también procure serlo un poco. Y es difícil. Prefiero imponer siempre el trazado rectilíneo de mis quereres y, en el fondo, tengo el gusto de las dictaduras cómodas, si creo poderlas ejercitarlas. En vez de negociar pacientemente con las opiniones de los demás, prefiero derribarlas. Hasta con las cosas me irrito cuando me contradicen. Me las tengo con el sol si calienta demasiado, y con la lluvia si es demasiado escasa; como aquella gente que no entiende cómo persiste el mar en balancearle si se marea. Detesto las opiniones; y Tú, Señor, casi nunca te has abierto el camino, sino a través de resistencias, y las has transformado en consentimientos. La última palabra de la sabiduría, la que sólo murmura a las almas sencillas, ¿no será una palabra de armonía y de concordia? Y mientras vivimos en la tierra, ¿no hay en el fondo de cada corazón, a través de las violencias superficiales, un deseo inmenso de justicia? ¿De aquella justicia que, porque pone cada cosa en su sitio, establece el orden sin destruir nada? Tanto nos seducen las hazañas de la fuerza que nada nos parece más glorioso que aniquilar. Sembrar sal en las ciudades conquistadas nos parece un gran gesto de potencia. En cambio, el senderillo puede enseñarme que todos esos vandalismos son juegos de niños mal educados; y que las solas victorias definitivas son aquellas que reconcilian a los enemigos; que les permiten vivir juntos, como el sendero que no destruye el paisaje. 


De mi cosecha

Se me vienen a la cabeza las letras de dos canciones, ambas del folcklore hispanoamericano. Una es de un tango; “Caminito”. A la memoria me viene una línea. “Caminito que el tiempo ha borrado”. La otra la cantaba la inefable María Dolores Pradera con Los Gemelos en una canción de la que no recuerdo el título. Decía: “Dicen que no la quieres ni vas a verla, pero la veredita no cría yerba”. Ójala que la veredita que lleva de nosotros a Dios, que es Cristo, el camino, nunca críe yerba, para que no tengamos que decir un día tristemente, como en el tango: “Caminito que el tiempo ha borrado”. Dejo de enrollarme tras añadir unas líneas más serias que las letras de unas canciones. Son de dos conversos: Charles du Bos y Paul Claudel:

Sin ninguna premeditación, sin darme realmente cuenta, , pero también –lo cual agrava la cosa e incluso me resulta todavía incomprensible– sin verdaderos remordimientos, me ausenté de mi fe... No es que haya tenido dudas, o una crisis, o cualquier otra cosa de orden intelectual o espiritual: es sencillamente que, si me es lícito decirlo así, me olvidé de que creía”. Charles du Bos

"Los jóvenes que tan fácilmente abandonan la fe no saben lo que cuesta recobrarla ni qué torturas hay que pasar para volver a ella". Paul Claudel

 



[1] La cita es una oración de san Bernardo de Claraval. La estrofa completa dice: O sanctorum Sancte mirabilis,/toti muelndo desiderabilis,/homo potens et Deus humilis:/non est tibi nec erit similis,/Deus meus. Es decir: Oh, Santo admirable de los santos,/anhelado por todo el mundo,/hombre poderoso y Dios humilde:/no hay ni habrá nadie parecido a ti,/Dios mío. (nota mía soplada por el Prof. Salvador Antuñano, ¿quién si no?)

 

23 de enero de 2021

Elogio de a riqueza: Tenemos obligación de ser ricos; es una exigencia de la justicia social. Capitalismo y solidaridad son una misma cosa

Hoy quiero escribir sobre uno de los libros más interesantes que he leído en años. Su título es: “Elogio de la riqueza” y lleva como subtítulo: “Tenemos la obligación de ser ricos; es una exigencia de la justicia social. Capitalismo y solidaridad son una misma cosa”. Yo no me hubiera atrevido jamás a poner ese título y subtítulo a un libro, aunque estoy plenamente convencido de lo que dice el título y, con algunas reservas, de las tesis que defiende. 

Pero antes de entrar en el comentario del libro, quiero hacer un in memoriam por su autor. Porque éste, Javier Hernández Pacheco, ha muerto hace escasamente unos meses, a los 67 años de edad, de coronavirus. El autor era Dr. en Filosofía por la Universidad Complutense, con una tesis sobre Santo Tomás de Aquino y por la Universidad de Viena, con tesis sobre Martin Heidegger, catedrático de filosofía en la Universidad de Sevilla y fundador, en esta misma Universidad, del Instituto de Filosofía de la Economía. El autor confiesa a menudo a lo largo del libro que no sabe mucho de economía. Pero la lectura desmiente esta confesión. Aunque hay algunos fallos en el conocimiento de los mecanismos de la economía, es evidente con su lectura que el autor sabe mucho de esta disciplina. El libro fue publicado en 1991, pero es totalmente actual en sus planteamientos. En algunas cosas, como el abuso de las autoridades monetarias en la creación de dinero e inflación, a lo que califica sin ambages como robo –que es lo que es– es profético, porque en 1991 era impensable lo que está pasando ahora en este asunto. La lectura del libro no deja lugar a dudas sobre las profundas creencias católicas del autor que, sin embargo, huye de todo lo que él mismo llama moralinas, para ir al sustrato filosófico que subyace en la economía, en el capitalismo y en su ética intrínseca.

Ya he dicho que es uno de los libros más interesantes que he leído en años, pero me va a ser muy difícil comentarlo, precisamente por su densidad filosófica. A veces, esta densidad le lleva, a mi pobre entender, a perderse en razonamientos demasiado abstrusos para mí. Además, su empeño en plantear con total honestidad y, a mi modo de ver, excesiva prolijidad, algunas de las tesis contrarias a la suya, a las que quiere desmontar, hace que se pierda un poco el sentido de si lo que está explicando es su tesis o las contrarias a la suya, lo que a veces despista bastante. Además, como siempre que hago un comentario de un libro, soy incapaz, aunque lo intento, de separar con nitidez los argumentos del libro y los míos cuando ambos van en la misma dirección y lo que me sale es una síntesis de argumentos. En fin, con estas salvedades preliminares, ¡ahí voy! El conjunto puede asimilarse más a una yuxtaposición de temas que a un esquema orgánico. ¡Qué le voy a hacer, no soy capaz de hacerlo mejor!

Una de las cosas más admirablemente bien explicadas del libro es el papel del intercambio, de la división del trabajo y del dinero. Sostiene que el intercambio está en la naturaleza del hombre, único ser vivo que tiene la capacidad de ver qué tiene el otro que él mismo no tenga y qué tiene él que al otro le haga falta y de hacer intercambios ganar-ganar que aumentan la riqueza, que tiene un carácter subjetivo, de ambos. Este intercambio libre inmediatamente demostró ser más beneficioso que la guerra de apropiación y lleva –la relación causa efecto va en esta dirección– a la división del trabajo. Aunque en otros temas sigue puntillosamente ciertas tesis de Adam Smith que creo equivocadas, como más adelante veremos, en este caso critica el pésimo ejemplo que Smith pone sobre una forma de división del trabajo que lleva a la alienación del mismo. Se refiere al lamentable ejemplo de la fábrica de alfileres, que es, en verdad, nefasto. Más adelante volveré sobre este tema. El autor entiende la especialización del trabajo como algo opuesto a la alienación. La división del trabajo de la que habla es, al contrario, libre y liberadora. Gracias a la capacidad de intercambio cada ser humano puede dedicarse a hacer aquello que le gusta más y que, generalmente, por gustarle más, hace mejor. Esta forma de división del trabajo es, por tanto, un proceso enriquecedor, liberador, no alienante. Mientras no existía otra cosa que el trueque, esa generación de valor para ambas partes era inmediata en el momento del intercambio. Pero, desgraciadamente, tan imposible como inmediata, ya que encontrar en cada momento a la persona que le sobrase exactamente la mercancía que al otro le faltaba sería misión imposible que, además, consumía un tiempo de búsqueda inaceptable. Y aquí aparece el dinero, también como algo liberador. Al principio era una mercancía que tenía en sí misma un valor reconocido por todos y que podía darse en intercambio por cualquier otra mercancía que uno necesitase, sin recurrir al trueque. Ese papel fue asumido en la historia  por el oro y, en menor medida, la plata. Pero, poco a poco, la inteligencia simbólica, característica del ser humano, fue despojando a esta mercancía de su carácter físico para convertirla en algo simbólico, un acto de fe casi, según la tesis del libro, espiritual. Veamos. Cuando una primera persona, especializada en hacer aquello en lo que es mejor, da eso que hace a otra segunda persona, no recibe a cambio otra mercancía. Recibe dinero simbólico. Y ese dinero es, según el brillante símil que hace el autor, una deuda que la sociedad tiene con él. Es decir, el valor de lo que él ha hecho y entregado a otro a cambio de dinero simbólico, le ha convertido en acreedor de la sociedad. El dinero no es otra cosa que el reconocimiento que la sociedad hace de la deuda que tiene con ese individuo que ha creado algo que tiene valor para ella. Y ese individuo, acreedor de la sociedad, confía en que ésta saldará la deuda que ésta tiene con él cuando, con ese dinero, compre, en cualquier momento del futuro, una mercancía que necesita y transfiera esa deuda de la sociedad al que le ha dado esta mercancía. Lo que me parece extraordinario de esta visión es que pone las cosas en su debido orden. Primero alguien entrega a la sociedad, representada por miles o millones de seres humanos que tienen necesidad de la mercancía que él hace, eso que necesitan. Es decir, el haber hecho algo útil para la sociedad –ya que su mercancía puede ser adquirida al precio justo por cualquier miembro de la misma que lo necesite– le hace merecedor de que alguien haga algo por él en el momento en que quiera cambiar esa deuda que la sociedad tiene con él, por cualquier mercancía que necesite. ¡Magnífica manera de verlo que tiene, como veremos, una gran fuerza explicativa de muchas cosas!

Pero, ¡ay! a la hora de hablar del precio justo, el autor cae en la mismísima confusión en la que cayó siglos antes Adam Smith que, como se verá, es casi más padre del marxismo que del capitalismo. Sí, como suena: ¡Adam Smith es casi más padre del marxismo que del capitalismo! La Escuela de Salamanca, y otros economistas posteriores, ya habían llegado a la conclusión de que el valor de algo era el que psicológicamente le diesen las partes que libremente llegasen a un acuerdo sobre él. Es decir, si tú tienes una mercancía, lápices, por ejemplo, que para ti no tienen ningún valor, porque fabricas millones de ellos que no necesitas, y yo necesito algunos lápices para dibujar, el precio justo será el que pactemos libremente. Pactar no quiere decir, desde luego, regatear. Tú fijas un precio para tus lápices y si a mí me parece adecuado y hay otra mucha gente a la que le sobran lápices, yo los compraré al precio que pague el que menos paga. Y esto es muy importante. Todo el que compre lápices, aunque para él tengan más valor psicológico que para mí, los comprará al precio más bajo. Esto genera una riqueza adicional para el que estaría dispuesto a pagar más por ellos pero los puede comprar al precio más bajo al que necesitan ponerlos los fabricantes de lápices para vender hasta el último que le sobra. Esta es la visión de la Escuela de Salamanca, para la que el precio así formado es el precio justo y es, además, el auténtico valor de los lápices. Así, esta escuela escolástica (perdón por la redundancia) termina con la falsa dicotomía entre valor y precio. Y esta escuela es seguida, durante siglos, por la mayoría de los economistas.

Más, hete aquí que Adam Smith, vuelve a enturbiar aguas que habían sido clarificadas. Y vuelve a decir que, aunque el precio de una mercancía viene determinado de esa forma, su auténtico valor es en del trabajo acumulado que tiene dentro de sí y que, a largo plazo, el precio debe tender al valor. Es difícil encontrar estupidez mayor. Si eso fuese cierto, yo tendría que comprar un coche malo, feo y caro, que se haya fabricado ineficientemente más caro que otro bueno y bonito fabricado con eficiencia. Es decir, el mundo debería sustituir las tres B’s de Bueno, Bonito y Barato por MFC (Malo, Feo y Caro). ¿Se puede sostener semejante majadería? Pues esa es la tesis de Adam Smith y esa tesis sigue, también con ambigüedades –porque quien mantiene estupideces tajantemente es reducido inmediatamente al ridículo– el autor del libro que comento. Antes dije algo que posiblemente haya sorprendido a muchos: Que Adam Smith es casi más el padre del marxismo que del capitalismo. Y así es. Porque, aunque Adam Smith admitía que la diferencia entre el precio y el valor, es decir, la plusvalía era algo lícito para retribuir al capital empleado en la producción de un bien, Marx denunció esa plusvalía, noventa años más tarde de la publicación de “La riqueza de las naciones”, como un robo. Y todavía estamos pagando ese error, propiciado por Adam Smith con su desprecio a la teoría del precio justo y el valor de un bien como el de libre cambio. Además, el infortunado ejemplo de los alfileres para describir la división del trabajo, también le dio a Marx el argumento de la alienación del mismo. Porque esa idea de la división del trabajo, que decía que, para ser eficiente, cada persona tenía que centrarse, con miopía, en una pequeña parte del proceso de fabricación de alfileres es, efectivamente, alienante, pero nada tiene que ver con el auténtico concepto de división del trabajo que defiende el autor. Más adelante volveré, con el autor, sobre la falacia del capitalismo eficiencista y taylorista. Ciertamente, a Smith se le atribuye la paternidad de la economía de libre mercado y del “laissez faire” por su famosa mano invisible. Pero esa expresión, aunque es difícil rastrear su origen, no es ni mucho menos original de Adam Smith, como no lo es la expresión “laissez faire”, ni, mucho menos, la idea de la economía de libre mercado, formulada por el economista francés Jacques Turgot, posible autor también de las expresiones de la mano invisible y el “laissez faire”. Sin embargo, el inmerecido éxito de Smith sí que sirvió para borrar del mapa económico la ya elaborada teoría correcta de los precios por oferta y demanda, iniciada por los escolásticos de la Escuela de Salamanca. Como he dicho, el libro que comento aunque, por supuesto, no niega la formación de precios por el libre mercado, sí lo enturbia con las ambigüedades sobre el valor como acumulación de trabajo.

Vayamos con el mito del capitalismo eficientista y taylorista del que hablé más arriba. Debo a Hernández Pacheco mi conocimiento de la llamada escuela de Frankfurt, de la que sólo vagamente había oído hablar antes. Está compuesta por ideólogos hegelistas-marxistas como Max Horkheimer, Theodor Adorno o Herbert Marcuse que, como hizo su maestro Karl Marx, predicen la caída del capitalismo debido a sus “contradicciones internas”, sean éstas lo que sean, pero que desde que Marx lo predijera, no han acabado –ni empezado–a destruir el capitalismo. Éste es uno de esos temas de los que he hablado antes en los que a uno le cuesta ver si el autor está apoyando una teoría o es que la está exponiendo con prolijidad para refutarla. Pero el hecho es que le dedica no pocas páginas en las que uno se encuentra confuso antes de darse cuenta que la está refutando, al menos en una de sus vertientes. Pero, cuando la refuta, lo hace de forma magistral. La tesis de esta escuela es que la búsqueda de la eficiencia como fin en sí mismo del capitalismo, acabará por crear empresas tan super eficientes que lo sean a base de apisonar la naturaleza humana, haciendo del ser humano un mero engranaje de “la máquina” y la naturaleza, en general, destruyéndola ecológicamente. En primer lugar, asombra la desfachatez de que a un hegelista-marxista, para el que la idea antropológica del ser humano no pasa de ser exactamente eso, una pieza sometida a la idea de traer la dictadura del proletariado como fase preliminar al “paraíso” de la sociedad sin clases, le escandalice que la super eficiencia aniquile al ser humano. Pero es que, además, a esta gente habría que aplicarle el refrán de que “cree el ladrón que todos son de su condición”. Porque ese maquinismo estatalista es, precisamente, la ideología marxista-comunista y, gratuita y erróneamente, lo extrapolan a la empresa capitalista. Y aquí, el autor, tras las incertidumbres de su propósito, desenmascara a la escuela de Frankfurt. Y lo hace en base a un libro, de moda todavía en 1991, aunque ya muy superado por el capitalismo, publicado en 1982 que es “En busca de la excelencia” de dos socios de la consultora estrategica Mckinsey, Thomas Peters y Robert Waterman. Los autores lo escribieron tras analizar, según su experiencia, los factores comunes de las empresas con más éxito. Y claro, lo que encontraron es que las empresas excelentes distaban mucho de ser esas máquinas de triturar individuos en nombre de la eficiencia. Al revés, potenciaban la creatividad, la autonomía, las decisiones en pequeños grupos bastante libres en sus decisiones. Los jefes de esas empresas no eran como el capitán de un superpetrolero que es el único que mandaba y todos obedecen ciegamente. Más bien era alguien que tiene que marcar un objetivo final a miles de pequeñas embarcaciones casi autónomas que deben llegar a ese objetivo con un alto grado de libertad para encontrar el camino. Y él es el que, desde una de ellas, quizá la más grande, y situada en el centro, recordaba continuamente a todos sus objetivos. Y estos objetivos no son ganar dinero. Por supuesto, que la empresa tiene que ganarlo, como nosotros tenemos que respirar para vivir, pero nuestro objetivo en la vida no es respirar. Se trata, cada vez más, de incentivar una cultura con unos valores, orientados a servir al cliente y, así, como se ha visto antes, a la sociedad, que creasen en las personas que trabajaban en la empresa un sentido de pertenencia. Esto había empezado bastantes años antes, hacia los años 60 del siglo XX con los llamados círculos de calidad fabriles y ha seguido evolucionando hasta nuestros días con sistemas como el de organización agile, basado en la creación flexible de scumps (grupos de trabajo ad hoc para un objetivo) o con lo que hoy se conoce como empresas orientadas a un propósito. Y es que los marxistas de la escuela de Frankfurt, no estaban –y siguen sin estarlo– capacitados, por su ceguera ideológica, para darse cuenta de que el sistema capitalista de libre empresa, no es realmente un sistema, un experimento social, como lo es el comunismo, sino un sistema de evolución simbiótica de la necesidad de crear riqueza con la naturaleza humana. Sencillamente porque contra la naturaleza humana, las cosas no funcionan, como ha evidenciado el sistema comunista. El talento humano, la principal fuente de riqueza, no se atrae con máquinas de picar personas, sino potenciándolas. Pero pretender que un marxista se de cuenta de esto es, realmente, pedirle peras al olmo. Por supuesto que no todas las empresas son así. Siguen existiendo los super petroleros, pero están condenados al fracaso. No porque ningún Comité Central las condene, sino porque lo hace el mercado y el talento humano, que huye como de la peste de las que pretenden ser superpetroleros.

No me ha parecido ver, en cambio, entre las tesis del libro la descalificación de la vertiente ecológica de la escuela de Frankfurt. Al revés, creo que en el libro pone en el debe del capitalismo el problema ecológico. Lo que, a mi modo de ver, es abiertamente injusto. En un mundo cada vez con más habitantes en el que todos viven mejor cada decenio que pasa, no puede por menos que haber un problema ecológico y de recursos. Pero, ¿es por culpa del capitalismo? Desde luego, el capitalismo ha aumentado la prosperidad de todos los habitantes del planeta. Pero, ¿es esto malo? ¿Debería dejar de hacerlo? ¿Debieron dejar de hacerlo en le generación de nuestros tatarabuelos? No creo que nadie piense que estaríamos mejor en un mundo como el de nuestros tatarabuelos. Y si lo hace es que no ha vivido en él. Por supuesto, hay quien dice que el aumento de la prosperidad debe pararse, pero me parece una postura miope e irresponsable. La solución al problema ecológico no vendrá de un “que paren el mundo que me apeo”, sino que vendrá de la mano de la tecnología. No es este el lugar para explicar esto, pero tengo un escrito en el que de muestra como el desarrollo tecnológico puede hacer que la ecología mejore y los recursos sean casi ilimitados. Quien lo quiera, no tiene más que pedírmelo. Y esas tecnologías que podrán restaurar la ecología e instaurar la sostenibilidad mientras aumenta la prosperidad mundial sólo las puede desarrollar el capitalismo. De hecho, ya las está desarrollando. Ningún otro sistema lo ha hecho nunca, ni puede hacerlo. Así pues, el capitalismo es parte de la solución, no del problema.

Hay un tema en el libro cuyo tratamiento me alegra especialmente. Se trata de la política monetaria. Ya he dicho antes que el autor plantea, ya en 1991, sin haber visto el monstruoso disparate que se está llevando a cabo con la política monetaria de los grandes bancos centrales del mundo, califica este proceso de robo, sin paliativos. Y estoy plenamente de acuerdo con él en esto. Y lo que, afortunadamente, no hace, es caer en el disparate de añorar el patrón oro ni despotricar contra la reserva fraccionaria del sistema financiero. Más bien aboga por que la cantidad de dinero debe mantener una relación, no lineal y, desde luego compleja, pero una relación a fin de cuentas, con el PIB. Los partidarios del patrón oro, entre los que están muchos liberales[1], si consiguiesen que se implantase, darían al mundo una cantidad de dinero casi fija con independencia de la evolución del PIB. Y esto generaría una gran deflación. No comparto el miedo cerval que muchos economistas tienen a la deflación moderada. Creo que una deflación moderada es, de lejos, preferible a una inflación moderada. Pero el patrón oro crearía una deflación que, a mi modo de ver, sería insostenible. Es cierto que dejar en manos de los burócratas de los bancos centrales la generación de dinero para controlar la economía, es como meter la zorra en el gallinero para controlar a las gallinas. Pero la máxima de “muerto el perro se acabó la rabia” no me parece la solución. Es un reto para la humanidad ver cómo resolver este problema que, este sí, puede dar al traste con el sistema capitalista (y con cualquiera) y sumir al mundo en el caos. Pero la solución no está en la vuelta al patrón oro[2]. La solución es posible, sólo posible, que venga de la inteligencia artificial. Por el lado del sistema financiero y la reserva fraccionaria, es evidente que la reserva fraccionaria multiplica la cantidad de dinero. Pero es totalmente necesaria para que exista el crédito y si se realiza bien la regulación de la base monetaria sobre la que se produce el efecto multiplicador, no tiene por qué representar un problema. El problema está en la regulación de esa base monetaria. Todo esto está magníficamente captado en el libro.

Un tema en el que el hay una gran ambigüedad en el libro es el que gira alrededor del ahorro, la inversión, el consumismo, el sistema bancario y las sociedades cotizadas. Intentaré desenredar esta madeja, que va apareciendo y liándose en lugares lejanos dentro del texto. No podré hacerlo, debido a esta ubicuidad, siguiendo el orden de las páginas, sino intentando darle una estructura conceptual. En determinados momentos el libro presenta una reflexión muy acertada sobre el equilibrio que debe haber entre ahorro y consumo. El ahorro es absolutamente necesario. Sin él no hay inversión posible y es la inversión la que permite que se puedan producir más bienes con menos recursos, posibilitando así la creación de prosperidad. Evidente. También es muy claro acerca de cómo, el sistema bancario, y con él la reserva fraccionaria de la que se ha hablado más arriba, es imprescindible para canalizar el ahorro personal hacia la inversión. Muy cierto. Gracias al sistema bancario y a su reserva fraccionaria, el ahorro acaba siendo prestado, en parte al sistema productivo, en parte a particulares, para inversión o consumo. En pro de este equilibrio el libro habla de los peligros del excesivo y, sobre todo, inadecuado ahorro, así como los de su opuesto, el consumismo. Empecemos por el ahorro excesivo e inadecuado. Evidentemente, un ahorro que se deje improductivo es un ahorro sacado del circuito de generación de prosperidad. Es por lo tanto inadecuado y, por ese principio, este ahorro es siempre excesivo. Desde el primer Euro. Pero éste es un fenómeno prácticamente inexistente. ¿Quién guarda su dinero en el colchón? Por otro lado, el autor parece estar en contra, aunque no estoy del todo seguro de que lo esté, también aquí se vuelve confuso, de las sociedades cotizadas cuyas acciones están en su gran mayoría en manos de pequeños ahorradores. Sin embargo, esta es otra forma, además del sistema bancario, de canalizar el ahorro hacia la inversión. Además, esa canalización no se hace en forma de deuda, como es el caso de los préstamos bancarios, sino en forma de fondos propios, lo que da una mayor estabilidad a las empresas. Además, el hecho de que cualquier persona, por poco dinero que tenga, (y hablo de pocos miles de €) pueda estar bien asesorada (a través de fondos de inversión, por ejemplo), para invertir así sus ahorros de forma adecuada al riesgo que está dispuesta a admitir, es una auténtica democratización del capitalismo. Dicho en palabras sencillas: ser capitalista está al alcance de todos. Por tanto, estas empresas con capital distribuido a través de la bolsa deberían ser consideradas como algo extraordinariamente positivo. Y hay momentos en el libro en el que parece que así lo ve el autor. Pero en otros afirma que esto hace que el capitalismo se haga anónimo y que se pierda el rostro del empresario. No cabe duda de que esta anonimización existe. Así aparece el papel del directivo, que no es dueño del negocio que dirige. Y esto da lugar a un problema, el llamado problema de agencia, que consiste en que estos directivos, en vez de actuar, como es su obligación, a favor de los intereses de sus accionistas, lo hagan en el suyo propio. Afortunadamente, sin necesidad de recurrir a regulaciones estatales, el capitalismo ha desarrollado los mecanismos para que esto no suceda, o suceda en la menor medida posible. La mayor parte de las inversiones de los pequeños inversores están canalizadas, como he dicho antes, a través de fondos de inversión que ya se ocupan, por su propio interés, en minimizar el problema de agencia. Con todo, si hubiese una fiebre del ahorro, aunque fuese un ahorro sano, el consumo disminuiría, las empresas no tendrían una demanda que atender y, ¿para qué querrían invertir? ¿De que serviría tanto ahorro? Pero sigamos con el popurrí que estoy intentando deshilvanar. El consumismo. Por supuesto que existen consumidores compulsivos que se arruinan por exceso del mismo. Pero yo, en mis setenta años de vida no he conocido más que a uno o dos. La práctica totalidad de la gente que conozco intenta llegar a fin de mes al tiempo que ahorrar para un imprevisto y guardar un poco de dinero para su jubilación. Y para esto hace falta un equilibrio incompatible con el consumismo desaforado. Éste es uno de tantos mitos que se han convertido en moneda corriente. El consumismo desaforado es una cosa tan poco corriente como el ahorro acaparativo. Por supuesto, un consumo excesivo, disminuiría el ahorro y no habría inversión para poder producir los bienes demandados. Pero lo que el libro obvia es que el capitalismo tiene en sí mismo, a través de los precios del libre mercado, los mecanismos para autocorregir estas dos desviaciones –exceso de ahorro o de consumo–a través del propio mecanismo de precios de los mercados, con la única condición de que se les deje actuar sin interferencias. En efecto, un exceso de ahorro haría que la retribución a ese ahorro fuese tan baja que muchos ahorradores dejasen de ahorrar, al tiempo que el exceso de bienes producidos sobre el bajo consumo, haría que sus precios bajasen, restableciendo el consumo con lo que la gente dejase de ahorrar en exceso. Y exactamente lo contrario ocurriría si se produjese un exceso de consumo. Los precios de los productos subirían, al tiempo que la retribución al escaso ahorro, restableciéndose así otra vez el equilibrio. Lástima que un libro tan bien escrito no haya reparado en estos mecanismos. No sé si con este largo párrafo habré conseguido desenredar la madeja a la que me refería al principio del mismo o la habré enmarañado todavía más. Espero que lo primero.

Podría seguir desglosando aspectos del libro. Pero como dije al principio, me iba a resultar muy difícil ir más allá y a vosotros tolerármelo. Y podéis creerme si os digo que el esfuerzo de llegar hasta aquí me ha dejado un tanto agotado, aunque habría muchas más cosas que comentar de este profundo libro. Pero supongo que vosotros también estáis agotados de la lectura de lo que llevo escrito, así que mejor lo dejamos aquí. No obstante, recomiendo encarecidamente su lectura. Yo lo encontré sin esfuerzo en Amazon tras de que me lo recomendase un amigo mío virtual cuya amistad empezó por un comentario suyo en mi blog. Y no me arrepiento de haberlo comprado y leído.



[1] Me produce un poco de desazón estar en desacuerdo sobre este tema con muchos liberales. Me considero un liberal convencido en lo económico y no entiendo su postura en este tema.

[2] Cuanto mayor sea la capacidad de aumentar la velocidad de circulación del dinero (la relación entre el PIB y la cantidad de dinero), lo que puede conseguirse con la próxima generación de monedas virtuales y tecnologías como el block chain, menos importante será que la cantidad de dinero esté relacionada con el PIB. Pero esto es algo sobre lo que habría que escribir largo y tendido, y no es éste el lugar adecuado.

15 de enero de 2021

Las dos varas de medir de la Iglesia

 Reconozco un cierto brindis al anticlericalismo demagógico con el título de estas líneas. Porque bien podría alguien que mire con malos ojos a la Iglesia pensar que me estoy refiriendo a cómo ésta mide a unos con una vara y a otros con otra. Y no es así, porque ni la Iglesia tiene ninguna vara propia de medir, ni las dos que tiene prestadas por Cristo son para medir a unas personas con una y a otras con la otra.

Efectivamente, la Iglesia no tiene ninguna vara propia con la que medir. Tiene las varas que le ha dado Cristo para que mida en su nombre. Y Cristo tiene dos varas. Pero esas varas no son para medir con una u otra persona, según quién, sino para medirnos a cada uno de nosotros, los seres humanos, con una u otra según lo que quiera medir. ¿Cuáles son esas dos varas? Paso a describirlas.

La primera es la que yo llamaría la vara de la grandeza. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza. Es decir, nos ha hecho unos seres portentosos, grandiosos. Como nos recuerda el salmo 8: “Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, le coronaste de gloria y majestad, le diste el dominio sobre la obra de tus dedos, todo lo pusiste a sus pies: rebaños y vacadas, todos juntos y aún las bestias salvajes, las aves del cielo, los peces del mar y todo cuanto surca las sendas de las aguas”. En mi lenguaje, mucho más vulgar, digo que, si Dios nos hubiera hecho un coche, nos hubiera hecho un Ferrari Testarossa, el coche más veloz y poderoso que existe[1]. Recién creados como seres humanos[2], podíamos manejar el universo, con todas sus fuerzas, podíamos detener la enfermedad, los desastres naturales, todo. Pero todo eso lo podíamos hacer únicamente en Su nombre. La cagamos cuando quisimos hacerlo en nombre propio, cuando quisimos ser nuestro propio dios. Pero seguimos siendo un Ferrari Testarossa al que hemos jorobado echándole gasoil. Y aquí estamos, parados, vendiendo a saldo las ruedas, el volante, el motor y usando lo que queda de nuestro grandioso coche para jugar a las cartas encima de su capó con otros que tienen también su coche estropeado por culpa del gasoil, y convenciéndonos unos a otros de que, en realidad, los coches están hechos para jugar a las cartas en su capó. Pero Dios sigue viendo todavía, en el desguace en que hemos convertido nuestro Ferrari, el coche tal como lo que Él soñó, diseñó y creó. Igual de magnífico. Desde el primer día que la cagamos nos dijo: “La habéis cagado, pero esto tiene arreglo y lo vamos a arreglar juntos”. Bueno, no lo dijo así. Realmente dijo a Adán: “Maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida. Ella te dará espinas y cardos y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que has sido formado, porque eres polvo y al polvo volverás”. Y antes le había dicho a Eva: “Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor”. Esto no fue, sin embargo, un castigo. Fue la constatación de las consecuencias de haber roto el pacto cósmico que teníamos con Él. Pero, antes incluso de estas terribles palabras para ambos, había puesto la venda antes que la herida. Dirigiéndose al diablo, disfrazado de serpiente, le dijo: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza, pero tú sólo herirás su talón”. Es decir, en mi lenguaje un poco torpe, lo que les dijo fue: “Esto tiene arreglo y lo vamos a arreglar juntos, aunque la hayáis cagado”. Es decir, Dios ve en nosotros todavía el Ferrari Testarossa que fuimos y que volveremos a ser. Nosotros mismos, con la ayuda de Dios, lo reconstruiremos. Pero lo que no podemos es decirle a Dios: “Anda, jo, porfa, ya que mi Ferrari está hecho una mierda, medio desguazado, con el motor gripado por el gasoil, con tres de las cuatro ruedas, la caja de cambios y el volante vendidos a saldo, sé bueno y dinos que vender la rueda que queda, el chasis y el embrague está bien. ¡Ah!, y danos una baraja nueva para jugar sobre el capó, que la que tenemos se nos está quedando vieja”. Sencillamente, no podemos pedirle a Dios que haga eso. Podemos pedírselo y, de hecho, a menudo se lo pedimos. Pero, afortunadamente, Dios no nos hace caso. Si nos lo hiciese nos estaría diciendo que ya no quiere reconstruirnos, que somos una mierda sin remisión. Y Dios jamás dirá algo así. NUNCA. Porque como dice san Pablo: “Cristo Jesús, el hijo de Dios, [...], no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’; en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’. Y por Él podemos responder: ‘Amén’ a Dios, para gloria suya” (2 Corintios 1, 19-20). Las promesas de Dios no tienen ni fecha de caducidad ni existen defectos ni pecados humanos que le impidan cumplirlas. ¡Esto se arreglará pero, HOMBRE, acuérdate de lo que eres, no olvides tu inmensa grandeza! Esta es la primera vara de medir de Dios y, por lo tanto, de la Iglesia. Y gracias a Dios, la Iglesia no echa agua al vino. Pero ojo, la vara de la grandeza es para recordarnos quienes somos, no para fustigar con ella.

La segunda vara de medir es la de la misericordia. Porque, como también nos dice un salmo, ahora el 103 (102): “Pues como la altura del cielo sobre la tierra, así es su amor con los que le honran; y como dista el oriente de occidente, así aleja de nosotros nuestros pecados. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles. Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo. […] Pero el amor de Dios a sus fieles dura eternamente y su salvación alcanza a hijos y nietos, a todos los que guardan su alianza”. Es decir, es con esta vara es con la que Dios nos concede su salvación. Esa vara es la grandeza de su misericordia y la fuerza de su salvación. “No importa lo que hayas hecho de tu Ferrari –nos dice. No importa cuan pringado este su motor de sucio gasoil. No importa cuántas ruedas, volantes, cajas de cambio y otras partes del coche hayas vendido a saldo. Tan sólo con que tú me digas que quieres que te ayude a dejarlo niquelado, me pongo a ello contigo”. Es decir, con que guardemos su alianza, con que le honremos, con que reconozcamos que es nuestro Dios y le pidamos que esté con nosotros, su amor vuela hasta nuestro lado y empieza a reconstruirnos para que volvamos a ser el Ferrari que nunca debimos dejar de ser. Sólo eso: honrarle como Dios y guardar su alianza entre Dios a criatura. Pero somos nosotros los que tenemos que quererlo. Dios nos ha ofrendado parte de su omnipotencia al hacernos libres. El padre del hijo pródigo no podía ir a buscarle al mundo de los cerdos. Tuvo que ser el hijo el que dijese, asqueado de vivir entre animales impuros: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen de todo y no les falta de nada! Me levantaré e irá al padre. Le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”. Y el padre le abrazó, le cubrió de besos, le calzó las sandalias, le puso una túnica e hizo una fiesta para celebrar su regreso matando en becerro cebado, ante la envidia del mezquino hermano mayor. ¡Así es la vara de la misericordia de Dios! Sólo el pecado contra el Espíritu Santo, es decir, querer ser dioses, la idolatría con nosotros mismos, el preferir vivir entre los cerdos sin el amor de Dios no tiene perdón hasta que no nos sepamos criaturas necesitadas.

Nos lo dice san Juan en la primera de sus cartas: “Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el Justo. Él ha muerto por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero”. (1ª Carta de san Juan 2, 1-2) Y, ocho siglos antes, Dios nos anunciaba a este abogado por boca del profeta Isaías:

“Sin embargo, el llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos. Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados”. (4º Poema del Siervo de Yavhé. Isaías 53, 4-5).

Y la Iglesia, como tal, a lo largo de sus veinte siglos de existencia ha utilizado esta vara de medir de la misericordia a través de los sacramentos instituidos por aquél que “Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados”.

San Ireneo decía: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. El hombre viviente, dice san Ireneo. No dice el hombre ideal, no dice el hombre que fuimos, no dice el hombre que llegaremos a ser. No. Dice el hombre viviente. Nosotros. Con nuestras mezquindades, pecados, miserias, etc., etc., etc.

Ahora bien, la Iglesia está formada por seres humanos de carne y hueso y entre estos a lo largo de la historia, han primado a veces los que usaban una u otra vara de medir. Muy a menudo ha prevalecido entre los cristianos y la jerarquía de la Iglesia la vara de la grandeza, con olvido de la de la misericordia. Y muchos la levantaban en alto, con el dedo acusador, sin mirar la vara de la misericordia, para condenar, anatemizar, despreciar y, a veces, insultar. Porque la primera vara, sin la segunda, es odiosa. Pero en otras épocas de la historia, tal vez en ésta más que en ninguna, se odia la vara de la grandeza –tal vez por culpa de los propios cristianos anatemizadores– y parece que sólo existe y que únicamente debería existir la vara de la misericordia. Pero si la vara de la grandeza, sin la de la misericordia, se hace odiosa, la de la misericordia sin la de la grandeza se hace despreciable. Es un insulto a lo que somos.

Hace unas semanas, en un texto muy duro hacia el Papa Francisco por su visión de la economía, afirmaba, sin embargo, que creo que es un gran Papa, uno de los buenos de la historia. Esta afirmación me supuso alguna interpelación que me llevó a escribir una “justificación” de por qué creía eso. Y esta justificación me valió en mi blog una respuesta que rayaba –no, no rayaba, entraba por completo– en el insulto y la descalificación ad hominem. Pues bien. Me reafirmo en mi justificación. La forma de usar las dos varas por el Papa Francisco me parece excelente. No ha desechado, ni mucho menos, como parecen creer muchos de los que le atacan por motivos doctrinales, la vara de la grandeza, pero usa con gran destreza la de la misericordia. Que nadie me entienda mal. No digo que otros Papas no hayan usado bien las dos varas. Soy un entusiasta de todos los Papas que he podido conocer en mi vida, desde Pío XII hasta Francisco. Soy un especialísimo admirador de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Creo que ambos han sabido usar las dos varas con enorme sabiduría. Pero no estoy elaborando un ranking de buenos Papas. Simplemente digo que me gusta la forma de usar ambas varas por este Papa y que creo que el signo de los tiempos requería un Papa que las usase como las usa éste. Una  de las frases que más me gusta de este Papa es cuando nos dice a los cristianos que tenemos que ser facilitadores de la gracia y no sus aduaneros. Pues pongámonos a ello usando como Dios manda las dos varas de medir.



[1] Siempre que pongo este ejemplo alguien se encarga de recordarme que me he quedado en los años 80. Bueno, puede ser, los coches no me interesan mucho. Que cada uno ponga el que crea que es el mejor coche del mundo.

[2] La evolución nos dio nuestro cuerpo, pero el alma es creada por Dios y se la insufló por primera vez al cuerpo, desarrollado por evolución, de unos Homo Sapiens. A quien quiera saber más de esto, le recomiendo que compre mi libro “Más allá de la ciencia”, breve y fácil de leer, editado por Ediciones Palabra en su colección Dbolsillo.

12 de enero de 2021

La oración de todas las cosas 11. Con el sudor en el rostro

 XI. IN SUDORE VULTUS 

Con el sudor de tu rostro

Pierre Charles S.J.

Los hombres no han encontrado nunca la famosa piedra filosofal que debía convertir en oro puro las piedras más ordinarias; pero han logrado magníficamente fabricar vanidad con toda especie de escombros y han conseguido extraer orgullo bien auténtico de todas las verdades y de todas las mentiras. Orgullo del individuo, ufano de su mostacho o de sus dijes; orgullo de la raza, ufana de sus ojos azules o de sus ojos negros; orgullo de la nación, ufana de sus gloriosas rapiñas o aún de sus antiguos desastres. Sí, Señor, sí, sabemos algo de la vanidad; la sacamos un poco de todo: del cabello, de la barba, de la tez, de la edad, de las condecoraciones, de los muebles, de los perros, de las colecciones, de los parterres de flores, de las cavas de vino y aún de los falsos dientes de oro. Los hombres se han vanagloriado en detrimento de las mujeres, y han canonizado durante siglos las tonterías algo solemnes del viejo Aristóteles. Los blancos se han gloriado con detrimento de los negros, y los caballeros con detrimento de los peatones y los nobles con detrimento de los plebeyos y campesinos.

Contra la producción maciza del orgullo yo quisiera hoy descubrir las fuentes de la humildad. Porque si hay cosas de las que extraemos pensamientos vanidosos, debe haberlas también –y a granel, sin duda– que nos llenarían de buena gana de una dulzura modesta y de una condescendencia que podrían hasta deshacer nuestras pretensiones. Busco un pedagogo discreto que me muestre los caminos de la simplicidad y me enseñe a ser humilde, sin imponerme toda una carga de abstractos razonamientos. Me han probado ya, Señor, que soy un ser finito, que moriré un día, que la humildad es indispensable a un cristiano y que abre la puerta a una multitud de otras virtudes. Se han tendido sutilmente redes de silogismos para establecer las relaciones de la humildad con la obediencia, o la religión o la justicia... Hay muchas palabras muy sabias y teorías muy ingeniosas; pero esta tarde me siento un pobre hombre cansado, sin ningún gusto por las acrobacias dialécticas. Envíame, Señor, uno de tus mensajeros modestos, que sin ruido de palabras me persuada de colocarme buenamente en mi sitio y me deje en la dulzura de la humildad. 

In sudore vultus; conozco el sudor de la fatiga, y hasta el de la angustia. No tiene nada de distinguido. Nos excusamos de él; hasta nos da vergüenza. Parece plebeyo y lo secamos lo mejor que podemos con el pañuelo. Y con todo podría recordarme, al menos tan bien como la ceniza de Cuaresma, mi condición pedestre y servir para mis ofrecimientos. Tú mismo has sentido, Señor, este terrible sudor de angustia inundar tu rostro la noche de los Olivos. Por mandato divino está asociado desde los orígenes a nuestro duro oficio de hombre. Tendrás misericordias especiales y una ternura particular por esos enfermos inundados de sudor febril, y por todos esos trabajadores chorreantes que pasan el revés de la manga sobre la frente. Tú has conocido todo esto; Tú, el Pastor de multitudes fatigadas, y no lo has desdeñado. ¿No puedo yo presentarte el homenaje de mis sudores en la humildad de mis oblaciones, como un trabajador o como un mensajero? No vas a encontrarlo irrisorio; cae muy bien en la línea de mi naturaleza humana, y cada día millones de humildes frentes se perlan al servicio de tu Iglesia. El pensamiento puro ignora estas pobres cosas, pero Tú nos hiciste así, y cuando el sol pica y trepamos las pendientes, o cuando llevamos fardos, o cuando nos sentimos desfallecer, o cuando el peligro repentino nos amenaza, no vivimos en el pensamiento puro, y las gotas de sudor resbalan sin remisión. 

La más difícil virtud es tal vez la de aceptarnos tales cuales somos y renunciar a todas las ficciones ventajosas, a todos los disfraces y a todas las pelucas. Parece que nuestro primer cuidado sea siempre contradecir la obra divina y probar, por una imposible evasión, a escapar a nuestra naturaleza. Pero la paz no reside en las ficciones. Es siempre una conformidad sincera. Ante todos esos humildes rostros, húmedos de sudor, niños o adultos, negros o blancos, obreros o moribundos, yo quisiera acordarme siempre de tu santa Faz divina y del velo de la Verónica. 

Hay tantos, Señor, que no tuvieron nunca en la tierra la oportunidad de leer y de aprender; que no pudieron sentarse a la sombra para meditar los diálogos de Platón, desasosegados sin cesar por la urgencia de la vida cotidiana. Quiero confundirme con esa multitud; con la multitud de tus criaturas sudorosas. Inclinadas sobre los hornos de cocinas o sobre los de la gran industria, remando en piraguas a pleno sol o engrasando máquinas en salas sofocantes de calor; llevando ladrillos o empujando el arado; con el saco al dorso, durante las marchas militares o arrastrando al sesgo pesadas cargas; sobre su piel blanca o negra, o morena, el sudor del trabajo les confiere una especie de nobleza; y Tú eres misericordioso con los que penan.

In sudore vultus, yo mismo no tendré, tal vez, mejor ofrenda que hacerte. Te hablará de mi debilidad y de mis esfuerzos; y, más que muchos discursos, estará lleno de verdad.

7 de enero de 2021

¿De qué está hecha la nieve?

 

23-II-2005

 

Día de nieve. La nostalgia

cubre el paisaje de mi alma.

Kreisler desangra su violín en mis entrañas.

Aunque es invierno,

hiere mi corazón

con monótona languidez.

La infancia, los recuerdos

recobrados durante un día

de quietud forzosa.

Aliento cortado

al abrir mi ventana

a un blanco brumoso

y a la vez brillante.

Un monte de encinas

entreveradas de blancura

que se confunde en la neblina luminosa,

armoniza con la música,

la de dentro y la de fuera.

Y el día inmóvil por delante.

Inesperado y vacío

para llenarlo de palabras,

de ideas y de arrullos.

¿De qué está hecha la nieve?

De hielo, dicen, pero mienten.

¿Quién la hizo? ¿Cuándo? ¿Para quién?

Está hecha de belleza.

Una belleza pura.

Distinta de la de un cielo estrellado.

No una belleza sublime.

No es la grandeza del cosmos,

no es la música de las estrellas.

No, una belleza sencilla.

Misteriosa,

como la del cielo titilante

pero más límpida,

como cargada de inocencia.

Una belleza mística, lúdica

de juegos y de risas.

Una belleza menos vista

que soñada.

No te sobrecoge

hasta que te sientes nada.

Una belleza que renueva.

La belleza de un niño que revive.

Y la hizo Dios.

Y la hizo para mí, esta noche.

Hoy, 7 de Enero, ¡San Fermín!

 

¡Un momento! –habréis pensado algunos al ver el título de estas líneas– que San Fermín es el 7 de Julio, no el 7 de Enero. Muy cierto, pero es que yo acabo de correr un encierro de San Fermín muy peculiar y he salido indemne de él gracias, creo, al quite de san Fermín con su capotico. Me explico.

Como todos los que tenéis una cierta antigüedad en este envío ya sabéis, en Julio de 2018 fui a Pamplona en San Fermín. No corrí el encierro, pero sí que me puse en la parte de arriba de la cuesta de Santo Domingo, entre la pared –pegado a la misma y metiendo tripa para presentar la mínima superficie– y las astas de los toros, sin refugio alguno. Antes de hacer esto, que pudiera parecer una locura, hice un estudio estadístico que consistió en ver cuantos heridos por asta de toro de promedio había por encierro y cuantas personas corrían en él. El resultado que obtuve es que había un 0,6 por mil de probabilidades de resultar herido por asta de toro. Y herido por asta de toro dista muchísimo de muerto o, incluso, de herido grave. La mayoría de los heridos por asta de toro eran dados de alta en el mismo día. Así pues, hice lo que hice arropado por la seguridad estadística y creyendo que el subidón de adrenalina iba a ser espectacular. Pero no hubo tal subidón. Pasaron los toros y me dije a mí mismo: “¿Ya está? ¿Esto es todo?”. El que no leyese en su momento la crónica de ese día y esté interesado, que me lo diga y se la mando. Luego, tras el encierro, vino la parte lúdica. Porque fui a Pamplona con varios de mis hijos y, tras el encierro nos pegamos un gran desayuno en la plaza del Castillo, fuimos luego al apartado de los toros en la plaza, comimos opíparamente en el Hotel Europa, fuimos a los toros y, felices y contentos, nos volvimos a Madrid.

Pero, decepcionado por el déficit de adrenalina, decidí que en San Fermín 2019 correría delante de los toros. Ciertamente, esto añadía, al riesgo de la herida por asta de toro el de una caída o un golpe con contusión y, en el peor de los casos, una rotura de un hueso. Pero esto de los ingresados por contusión era tan improbable como la herida por asta de toro y prácticamente nunca la contusión pasaba a la rotura de un hueso como máximo y esto era, además también muy improbable. Como llevo desde hace muchos años viendo los encierros por televisión, sé que, además, los que resultan accidentados de una u otra manera eran aquellos que se podía ver que no tenían ni la más remota idea de cómo se corría un encierro en Pamplona. Ese año vi miles de veces vídeos de muchos encierros y estudié el sitio más apropiado donde correr. Mi estrategia era situarme unos veinte metros después de la curva de entrada a Estafeta, por el lado de dentro, por supuesto, y echar a correr en cuanto los toros doblasen la esquina, para tener tiempo de acelerar y estar en mi punta de velocidad al alcanzarme los toros. Por supuesto, no es lo mismo ver pasar a los toros por delante metiendo tripa que correr delante de ellos. Esto segundo debe dar un subidón de adrenalina que te cagas, aunque el riesgo es el mismo. Pero hay que estar en forma y ser capaz de un sprint brutal durante unos cincuenta o sesenta metros. Por eso, desde mediados de Julio de 2018 empecé a prepararme para poder hacer eso al año siguiente. El entrenamiento consistía en andar cada día durante media hora, trotar durante cinco minutos y acabar con un fuerte sprint de cien metros. Este sprint lo llevaba a cabo corriendo en diagonal varias veces por la pista de tenis de mi casa (sin red, claro), en donde colocaba estratégicamente los patinetes y otros artilugios de mis nietos, que simulaban montones de gente sobre los que tendría que saltar. Además, el sprint lo hacía mirando hacia atrás mientras corría porque así hay que hacerlo para ver por dónde vienen los toros. Por supuesto, antes y después de todo el proceso, hacía calentamiento y estiramiento muscular.

Así lo hice durante todo el año y al llegar Julio de 2019 estaba preparado. Pero entonces surgió el ultimátum de mi mujer. Los datos estadísticos no parecían impresionarla en absoluto y me puso al corriente de lo que podría pasarme en casa si iba a los Sanfermines, aunque volviese indemne. El ultimátum surtió su efecto y, por supuesto, no fui. Pero, aunque perdí la esperanza de poder hacerlo en el 2020 ni en ningún otro año, ya que el ultimátum se mantendría, no por ello dejé de entrenar. Como todos sabemos, el coronavirus hizo imposible los Sanfermines 2020, pero eso no me hizo cejar en mi entrenamiento porque, además, me sentía –y estaba– super en forma.

Así llegamos al 20 de Julio de 2020. Por esas fechas, acabados los exámenes de la UFV y del IE, yo teletrabajaba desde mi casa de Liandres en Cantabria. Pero no perdonaba mi entrenamiento. Ese día acabé el mismo pletórico. Me consideraba un super hombre. Pero esa tarde empecé a sentir unas molestias musculares que atribuí a una sobrecarga de los tendones. Cuando esto me pasa, como a los deportistas de elite, 😉 me concedo unos días de descanso hasta que se me pasa. Así lo hice, pero no sólo no se me pasó, sino que la cosa iba a más día a día. No contaré todo el proceso que merece la pena olvidar. Diré que con serias dificultades y una operación de caballo, logré recuperarme casi perfectamente en muy poco tiempo. Casi completamente, porque en el proceso se me hinchó el pie derecho como una bota. Así las cosas, el día 1 de Octubre fui a un angiólogo –nunca antes había sabido que así se llaman los médicos que se dedican al aparato circulatorio– que me dijo que se me había formado un coágulo profundo en una vena de la pierna. Me informó de que si me tomaba las cosas con disciplina, las probabilidades de que me pasara “algo gordo” eran pequeñas. La disciplina era sencilla: siete días de inyectarme heparina en la tripa y, luego, tres meses de tomar Xarelto, un fármaco anticioagulante. La heparina en la tripa me la puso solícita mi mujer, yo no me atrevía ni de coña. El Xarelto he sido capaz de tomármelo yo solito. Lo que me preocupó fue lo de las probabilidades de que me pasara “algo gordo”. Le pregunté qué era eso de algo gordo y cuáles eran esas probabilidades. Me dijo:

 - A una de cada 25 personas con un coágulo, éste se le desprende y le va a parar al pulmón causándole una embolia pulmonar. Y de éstas, a una de cada 20 muere.

- O sea –le dije un poco aprensivo, tras un sencillo cálculo mental, y lo de un poco aprensivo es una forma suave de hablar– que tengo un dos por mil de probabilidades de palmarla.

- Así es –me respondió lacónico– vuelva a revisión tras tres meses de Xarelto.

 Por supuesto, me tomé las cosas con disciplina. Pero, además, tras el susto inicial, decidí tomármelas con deportividad. Se trataba de un Sanfermín muy especial en el que no podía decidir, con o sin ultimátum de mi mujer, si correrlo o no correrlo. Tenía que correrlo sí o sí. Y estos toros eran más peligrosos. Tenía más probabilidades de palmarla en estos Sanfermines que de ser herido por asta de toro en los de verdad. Lo cierto es que en estos he pasado menos miedo que el día que estuve en la calle con los toros de verdad, pegado a la pared metiendo tripa. Y en estos tres meses y una semana, también ha habido actividad lúdico, familiar, profesional adicional que los han hecho agradables, felices y fructíferos. Pero hoy se han cumplido los tres meses de Xarelto, tras los siete días de la heparina. Y he ido a revisión. ¡El coágulo se ha disuelto del todo! ¡O sea, que los toros de este Sanfermín han entrado todos en el corral y ha sonado el tercer chupinazo! Desde luego, un respiro, aunque mi natural optimismo lo daba por hecho. San Fermín me ha hecho el quite con su capotico. ¡Bien por san Fermín! Pero, en este encierro, el percance que he tenido me ha dejado una ligera secuela. Las venas de retorno de las piernas son una verdadera obra de ingeniería. Tienen por dentro unas válvulas en forma como de nidos de golondrina que permiten que la sangre suba, impulsada por la contracción muscular, pero impiden que baje. Pues parece que allí donde ha habido un coágulo, los nidos de golondrina se destruyen sin posibilidad de recuperarse, por lo que la circulación sanguínea se hace peor. Resultado; pierna ligeramente hinchada y pinchacillos continuos en la misma para recordártelo. Pero nada que te impida hacer tu vida con absoluta normalidad. Es más, lo que tienes que hacer es andar lo más posible. Bueno, intentaré llevarlo con la mayor paciencia posible y hasta con alegría. Porque, a fin de cuentas, te recuerda a cada momento que sigues necesitando a san Fermín y su capotico.

 Claro que en estos tres meses, me he dado cuenta que estoy corriendo otro Sanfermín con más riesgo todavía. El Sanfermín de la pandemia. Y la verdad es que lo estoy viviendo con prudencia, pero sin aprensión. Sé que este Sanfermín tiene también su san Fermín. Y también tiene su lado lúdico, familiar, profesional en paralelo, con su alegría y fructificación. Hoy acabo de hacerme consciente, además, de que la vida es un continuo sucederse de Sanfermines. Sanfermines que son cada vez con toros más grandes y más peligrosos. Pero Sanfermines que tienen a su san Fermín que, a medida que crecen en peligrosidad, se va llamando Dios. Y Sanfermines que tienen también su lado lúdico, familiar y profesional en paralelo. Pero hay una cosa segura: un día, en uno de esos Sanfermines, me pillará el toro. Y la herida por asta de toro será mortal. A todos nos pasará eso en un Sanfermín u otro, aunque no lo queramos correr. Bueno, ese día espero decir: “Que me quiten lo bailao”. Y estoy seguro de que después seguiré viendo todos los Sanfermines de la vida desde un balcón de la calle Estafeta. Hay gente que paga una pasta gansa por ver los Sanfermines de toros de carne y hueso desde uno de esos balcones. Yo los veré gratis desde el mejor balcón, en compañía de san Fermín y de Dios. Y seguro que podré echar el capotico para hacer algún quite a la gente que quiero y que esté en la calle corriendo los toros que le toquen.

 Por eso hoy, 7 de Enero, ¡VIVA SAN FERMÍN!

5 de enero de 2021

¡¡¡¡Feliz día de Reyes!!!!

 ¡¡¡¡Feliz Epifanía!!!!! Hoy, además del magnífico texto de Isaías, que es la primera lectura de la misa de hoy, os mando cuatro relatos sobre la noche, la infancia, la casa y los tesoros como regalos, que me han mandado que pueden servir como cierre de estas fiestas de la Navidad.

 “Levántate y resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta su gloria. Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes, al resplandor de tu aurora.

 Levanta los ojos y mira alrededor: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos. Entonces verás esto radiante de alegría; tu corazón se alegrará, y se ensanchará, cuando se vuelquen sobre ti los tesoros del mar y te traigan las riquezas de los pueblos. Te inundará una multitud de camellos y dromedarios, procedentes de Madián y de Efá. Vendrán todos los de Sabá trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas del Señor”.

(Rompimiento de gloria sobre Jerusalén, que somos nosotros)

 



La oración de todas las cosas 10. Yo soy la puerta

 

X. EGO SUM OSTIUM

Yo soy la puerta 

Pierre Charles S.J.

Si los profesores de estilo hubieran tenido que revisar tus discursos Señor, yo creo que los hubieran corregido y que habrías perdido muchos puntos en el concurso. Habrían estimado que tus palabras eran demasiado prosaicas. Que, por ejemplo, para definir la función del redentor todopoderoso era necesario escoger otra comparación y no la de una puerta. ¡Una puerta! Los turcos mismos realzan este nombre vulgar disimulándolo detrás de un epíteto solemne, y es la Sublime Puerta la que disputa con la Santa Sede. Pero Tú no has empleado ni siquiera estos pequeños artificios de lenguaje. Tú dijiste la puerta, sin más: añadiendo, lo que es peor, la puerta del corral: la más miserable de todas; una puerta que no es un portal, que no posee aleros ni escalinata; que se empuja con el pie y que se cierra con una aldabilla. Ego sum ostium. ¿Por qué escogiste esta humilde comparación para hacernos comprender lo que eres? Le falta empaque. No es excesivamente majestuosa.

A menos que sea yo quien se engañe y quien deba todavía aprender la lección esencial, la de la humildad divina. Nada tan accesible como Dios. Yo dejaré delirar doctamente a los filósofos del paganismo; dejaré a Plotino sutilizar sobre “el uno”; uno de tal manera que nada tiene de común con ninguna cosa; hasta dejaré a la antigua sinagoga con su miedo de escribir o de pronunciar el nombre del Dios Terrible y los animales que hay que apedrear porque se acercaron demasiado al Sinaí –et si bestia tetigerit montem, lapidabitur. Se bien que nada es más simple que Dios, y que la verdadera naturaleza del Padre nos la reveló cuando, acabada la comida familiar con sus discípulos, dijo a Felipe: “Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre”. Nos imaginamos tal vez que esta humildad divina, este borrarse, esta facilidad en conversar con los hombres, que todo esto era una concesión hecha por Dios a nuestra debilidad. Creíamos que al renunciar a lo que llamamos las pompas de corte celeste y a todo el aparato de la majestad, como si se saliera de su elemento, por un momento debió faltarle algo  y  que se sintió incómodo, solo y sin  escolta, en medio de las turbas plebeyas. Y lo contrario es justamente lo verdadero. Todo el aparato suntuoso de la grandeza, la demostración del Poder, son los procedimientos divinos de adaptación a los hombres, y como unas concesiones hechas por Dios a nuestros gustos y a nuestras debilidades. La verdad no es más ella misma porque se la escriba con letras mayúsculas: y Dios es verdad. Ni más fuerte el amor porque se anuncie al son de trompetas: y Dios es amor. Cuando un padre se viste un gran uniforme recargado de condecoraciones y se hace escoltar por un montero, no resulta más paternal. La luz no necesita otra cosa que a sí misma para brillar; y está en su casa en el fondo de los ojos más humildes. El nivel en el que hay que buscar a Dios es el del pensamiento de los niños, de corazón sencillo: quoniam ipsi Deum videbunt. No subáis para encontrar a Dios; bajad más bien. Está a nivel del camino llano. ¿A qué altura creéis poderle alcanzar? Sería tan insensato como volar por encima de las palabras para encontrar el sentido de la frase.

Entonces, Señor, esta puerta del redil que no tiene ni cerradura ni herraje; esta puerta que nadie quisiera para ningún desván; esta puerta al aire libre, sin atalaya ni matacanes, sin alabarderos ni cuerpos de guardia; hiciste bien al decirnos que nos basta mirarla para comprenderte. Tan discreto guardián eres. Los que quieren dejarte no necesitan conspirar con astucia largo tiempo ni escaparse por encima del vallado. Un empujón en la puerta, y ya están fuera, libres para sus planes. Bien puede la Santa Inquisición lanzarse en su busca; Tú les has dejado partir, no queriendo que se te sirva de mala gana  con corazón traicionero. Así salió, de manera tan ordinaria Judas. Exiit a coenaculo, sin otra formalidad. Hasta un punto tan inquietante respetas la libertad que de Ti hemos recibido y que es nuestra dignidad. No quieres sujetarnos detrás de puertas cerradas. Y sin ningún ceremonial complicado entramos en tu casa. No hay que discutir con chambelanes y ni siquiera con conserjes. Se llega, se empuja la puerta, se franquea el umbral, y ya está. Nadie te ha buscado que no te haya encontrado, aunque fuera sin él saberlo; porque nadie ha podido buscarte sin haber ya sido encontrado por Ti. Tú, que eres el término final, que aceptas ser también el camino que a él conduce; Tú, que eres el fin, quieres ser además la senda de acceso. Por Ti entramos en tu casa, y estando en tu casa tus ovejas empiezan a sentirse en la suya.

He pasado por innumerables puertas; las  he abierto y cerrado a decenas de millares. San Juan nos ha descrito las puertas de la Jerusalén celeste. Hasta las ha contado, justamente hasta doce, abiertas en la muralla; y nos dice que cada una es una perla. Ciertamente, es muy hermoso cómo estas doce piedras preciosas, del jaspe a la amatista, componen los fundamentos de esta extraña ciudad apocalíptica. Pero yo prefiero a estos topacios, a estos berilos, a estos zafiros que me dejan, a pesar de todo, muy frío, la humilde puertecita campestre de tu aprisco. No tiene nada de ruidosa y presta su servicio. Tampoco es áspera. Garantiza mi seguridad sin encarcelarme. Yo quisiera que todas estas puertas modestas me hablaran de Ti: la del establo, la del jardinillo, la del huerto, la del gallinero, la de la cuadra o la de la granja; la de mi cuarto lo mismo que la de las iglesias; y la de una buhardilla cualquiera como la puerta solemne tapiada bajo el peristilo de San Pedro de Roma y que se abre en los grandes jubileos.

Hay todo un misterio en una simple puerta, y nos lo figuramos un poco cuando llamamos con este nombre raro a la misma María en las letanías;  ianua coeli. Repetimos que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia; y a pesar de las explicaciones más sabias, esta expresión queda aún bien enigmática. Nos dices que eres la puerta, y adivinamos que nos será bien difícil expresar el sentido de esta fórmula sorprendente. Está bien que por todas partes nuestra sabiduría se sienta desbordada por tu simplicidad. Hiciste bien, Señor, en no querer luchar con nosotros en nuestro mismo terreno; en no haber multiplicado las manifestaciones de grandeza divina. Te hubiéramos respondido con estos formidables cortejos y estas charangas ruidosas que nos parecen maravillas. Nuestro teatro te hubiera hecho una competencia desleal. Pero en presencia de tu simplicidad, sólo nos toca abandonar nuestros oropeles, arrojar nuestras armas de cartón y llegar a ser otra vez nosotros mismos, en la verdad de nuestra indigencia.