11 de julio de 2021

El Evangelio escondidio de Matajj 3. Proemio

 PROEMIO

Yo, Mattaj, que un día ya lejano me llamé Leví, creo que me queda poco de vida. Eso querría decir que he soportado la prueba y que muero mártir por Jesucristo. Si no abjuro de lo que me pide la fe, si aguanto, el rey ilegítimo de los etíopes, Hitarco, me matará pronto. Pero me espera un duro camino, porque el tirano quiere quebrantar mi voluntad.

Hace unos cinco años llegué a Etiopía acompañado de Felipe, el diácono, el compañero de Esteban, no el apóstol. Hace años, Felipe bautizó, en el camino de Gaza a un hombre importante. Un etíope, ministro de la reina de Etiopía, Candace, encargado de sus tesoros. El etíope, por nombre Owena, era un temeroso de YeHoVaH que había ido a Ierushalom en busca de la verdad. En el camino de vuelta, desanimado, sin haber encontrado lo que buscaba, se encontró con Felipe. Tras una conversación, que narró Lucas, el griego, en su escrito que circula por todas las asambleas, Owena encontró el objeto de su búsqueda, se convirtió y pidió el bautismo. Luego regresó a su país. Los años siguientes yo prediqué mucho junto con Felipe en Samaría. Por su celo y su elocuencia, Felipe se ganó el sobrenombre de “el portador de la Buena Noticia”. Cuando Pedro inició el camino de predicación fuera de las provincias de Palestina y Siria y se fue a Roma, Felipe y yo decidimos ir a llevar la Palabra de Dios a Etiopía. Teníamos la esperanza de que Owena viviese y se acordase de él. Felipe había enviudado y sus cuatro hijas profetisas ya se habían marchado a profetizar a Asia, de forma que ningún compromiso le retenía. Cedió su casa en usufructo a la comunidad de Cesarea y nos fuimos. Fue un viaje durísimo. Viajamos aguas arriba del Neylós con una caravana de mercaderes egipcios. Pasamos por Licópolis, la ciudad cercana al pueblo donde vivió Jesús en su destierro en Egipto. Al remontar este río, encontramos varias cataratas que debimos superar arrastrando las embarcaciones por tierra. Atravesamos Nubia y justo después de las dos inmensas curvas que hace el río para dirigirse al norte y luego, otra vez, al sur, remontamos el primer afluente, el río que los nubios llaman Atbarah, hacia el sudeste. Por fin, tuvimos que dejar el curso del río y caminar por terrenos terribles durante muchas jornadas. Tras varias lunas de duro viaje, llegamos a Aksum, la capital del imperio etíope.

Allí nos encontramos con Owena. A su regreso, Owena había bautizado a Candace y a su hijo Eggipo que, cuando murió la reina, se convirtió en rey de Etiopía. Muchos nobles se bautizaron, pero otros rechazaron de plano la nueva religión y pronto crearon una facción que quería hacerse con el poder. Sin embargo, Owena no había podido ni predicar la Palabra, que sólo conocía a través de su breve conversación con Felipe, ni imponer las manos para la venida del Espíritu, ni, mucho menos, celebrar la Cena del Señor. Por eso procedí a imponer las manos a los que lo pidieron, para que recibieran el Espíritu y a celebrar regularmente la Cena. Además, Felipe y yo anunciábamos la Palabra, que era totalmente desconocida. Esta efusión, la recepción del cuerpo y la sangre de Jesús y el anuncio de la Palabra hicieron que otros muchos quisieran recibir el bautismo de Adonai Jesús y el Espíritu. Así, los frutos de nuestro viaje fueron inmensos.

La hija del rey Eggipo, Efigenia, no sólo recibió de mis manos el bautismo y el Espíritu, sino que decidió consagrar por entero su vida como virgen a Adonai Jesús. Pretendió partir para vivir en soledad y en entrega total a Adonai Jesús en una inhóspita región, cruzada por el llamado río de los huesos. El nombre provenía de que había enterrados allí fragmentos de esqueletos. La leyenda decía que eran de unos hombres que, en tiempos inmemoriales, habían pretendido también vivir aislados del mundo entregados a la meditación en presencia de un misterioso dios. Pero el rey Eggipo no permitió a su hija partir hacia el río de los huesos. Le dejó, eso sí, que se instalara en una zona a las afueras de Aksum, pero suficientemente cerca como para poder tener protección.

Así transcurrieron cinco años. Pero, hace unas semanas, la facción que rechazaba la religión de Cristo, capitaneada por un antiguo general de Eggipo, Hitarco, consiguió dar un golpe de mano y hacerse con el poder, asesinando al rey y a casi toda su familia. Dejó con vida a Efigenia, y un nieto del rey, Tiggist –que significa paciencia–, consiguió escapar ayudado por unos cuantos nobles. También asesinó a Owena y a muchos nobles que habían abrazado el nuevo camino. Otros muchos de éstos se refugiaron en las montañas. Tras el golpe, Hitarco se hizo coronar rey. Pero era consciente de su inestabilidad y, en un intento por legitimar y afianzar su poder, decidió casarse con Efigenia a la que no había matado precisamente por eso. Naturalmente, ella se negó, diciendo que había hecho la promesa ante Adonai Jesús de consagrarse por completo a Él. Entonces Hitarco decidió ganarme para su causa, debido a que mi prestigio entre los habitantes de Aksum era muy grande. Esperaba conseguir mi apoyo para gobernar y, además, que liberase a Efigenia de su compromiso con Dios y poder así tomarla como esposa con la aprobación del pueblo y los nobles rebeldes que me siguiesen. Me ofreció toda clase de prebendas y privilegios, amén de inmensas riquezas, si aceptaba. No lo hice y, entonces, todas sus ofertas se trocaron en amenazas. Ante mi negativa también por esa vía, hace una semana decidió encarcelarme, con la idea de quebrar mi voluntad. Me dejó claro que si me retractaba, todas sus promesas anteriores seguirían en pie y que, en cualquier caso, mi sacrificio sería inútil, pues acabaría casándose con Efigenia tanto si yo aceptaba su oferta como si no. Pero los motivos políticos que he contado le retenían para celebrar su boda con Efigenia sin mi aprobación.

Desde hace una semana estoy en una mazmorra por la que sólo entra un rayo de luz a través de una estrecha y alta tronera que únicamente me deja ver un retazo de cielo y alguna nube que lo surca. La ración de comida es realmente miserable. Tengo miedo. Mucho miedo. Sin la fuerza de Dios no creo que pueda aguantar mucho antes de que mi voluntad se doblegue. Pero si Dios me concede la gracia inmerecida de aguantar, dentro de poco recibiré el martirio. No sé de qué muerte moriré, pero sí sé que Adonai Jesús no dejará que el miedo me haga dar marcha atrás en mi determinación. El dulce Jesús será el valor de mi miedo, la fuerza de mi debilidad. Para pedirle esa fuerza, nada mejor que recordar el día en que me dijo: “Sígueme” y el poco más de un año que estuve con él. Aunque hace ya de eso mucho tiempo y he recorrido medio mundo desde entonces, no necesito hacer ningún esfuerzo de memoria. Es el recuerdo más nítido que tengo en mi mente. Límpido, cristalino. Lo conté brevemente en el recuento que escribí de la buena noticia de su amor. Entonces lo conté concisamente, para no dar pie a la mitificación de la más pura realidad. Ahora, sin embargo, necesito recrearme en mi recuerdo, buscando mantener viva la llama de mi confianza en Adonai Jesús, precisamente porque es sólo para mí y porque necesito alimentarme con su fuerza.

Y parece que Dios ha empezado a concederme su gracia a través de la persona de mi carcelero. Domba, así se llama mi guardián, es uno de aquellos a los que Owena había bautizado antes de mi llegada. Cuando llegué, yo mismo le administré el bautismo de Adonai Jesús y derramé sobre él el Espíritu. A riesgo de su vida, y a pesar de que yo le insisto en que no lo haga, me trae una parte de la comida de su familia. Pero ha empezado a hacer algo mucho más importante que eso. Ayer me trajo un trozo de pergamino y un pequeño punzón con el que, a base de arañazos, he empezado a escribir mis recuerdos. Pero lo más importante de lo que hace por mí, ¡Dios le pague con creces esto!, es traerme cada día, desde que llegué a esta prisión, un dedal de vino, que en Etiopía es extraordinariamente caro. Así, con este vino y un poco del pan de la ración, puedo celebrar cada día la fracción del pan. El día del Adonai Jesús lo compartí con él y su familia. El bueno de Domba, su mujer y sus hijos, lloraban de la emoción. He empezado a dedicar cada día un cierto tiempo, al caer la noche, a andar a paso rápido, ida y vuelta, los escasos diez codos de mi mazmorra para no hundirme físicamente, y, el resto, a escribir a la luz de la tronera. Es un esfuerzo ímprobo. Es difícil ver los arañazos que hago en el pergamino a la escasa luz de la celda. Tengo que seguir el rayo de luz que pasa por la estrecha y alta ventana y, para ello, debo estar de pie la mayor parte del tiempo, sin ningún sitio firme en el que apoyarme. Desde ayer noche, después de celebrar la Cena de Adonai Jesús, Domba saca el trozo de pergamino arañado de ese día y se lo da a mis presbíteros, que viven en Aksum, escondidos, para que lo transcriban en rollos de buen pergamino y tinta. En los cinco años que llevo en Etiopía he ordenado a ocho presbíteros. A uno de ellos, Suraniba, le he ordenado obispo antes de ser encarcelado, para que me suceda si llego al martirio, ya que hace un año dejé marchar a Felipe, que quería ir a reunirse con sus hijas en Asia para continuar allí su predicación.

En realidad, no sé por qué os pido que transcribáis lo que escribo –estas líneas van para vosotros hijos míos queridos en Adonai Jesús–, porque no quiero que se difunda. Pero tampoco quiero que mis recuerdos se pierdan para siempre. No quiero su difusión, porque para ello ya están escritos los tres relatos de la Buena Noticia redactados, uno por Pedro que, como sabéis, se lo dictó a Juan Marcos, el segundo por mí y el tercero por Lucas, el griego. Os he enseñado a predicar con estos escritos, que son los que usan todas las asambleas de Asia, Europa y África. Esto lo escribo sólo para mí, para darme fuerza en mi cautiverio, que se presenta largo y duro, y lo hago con un estilo demasiado íntimo para que sea difundido. Os dejo a vuestro criterio lo que hagáis con esto. Ni destruirlo ni copiarlo. Buscad la manera de dejar a la Providencia de Dios que haga lo que quiera con estos recuerdos, hasta donde me dé tiempo de escribir.

Confío en la fortaleza de Adonai Jesús, el único que puede confortar mi alma en este amargo momento. Rezo por Hitarco, para que Dios le haga ver la luz, y por mi pobre Efigenia, que también debe vivir en angustia mortal. Rezo por la paz y la prosperidad de ésta, mi segunda patria, que es Etiopía.

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