16 de julio de 2021

El Evangelio escondido de Matajj 4. Capçitulo I; El encuentro

 CAPÍTULO I

EL ENCUENTRO

Desde hacía unas semanas, Cafarnaum estaba revuelto. Había aparecido un nuevo profeta. Parece que era un carpintero de Nazareth que se llamaba Yeshuah, Jesús. Los que le habían oído decían que no era como Juan. Contaban que no rugía como él. La verdad es que a mí, Juan, me asustó. Me acerqué un día a Betania del otro lado del Jordán a oírle y escuché amenazas. Su aspecto era aterrador, enorme, tonante, vestido de piel de camello, con su pelo recogido en varias inmensas trenzas alrededor de su cuerpo y su barba también trenzada y que llegaba hasta el suelo. Me marché sin bautizarme. ¡De qué me iba a servir a mí! Un día, hacía unos cuantos años, empujado un poco por el hambre y algo más por la avaricia, decidí hacerme recaudador de impuestos. Yo no era ningún dechado de virtudes, pero tampoco era lo que llegué a ser. Había intentado, en mi adolescencia, prepararme para ser escriba. Me aprendí de memoria casi toda la Torah, pero fui rechazado por un turbio asunto familiar. Era uno de tantos seres humanos que luchan por sacar la cabeza del agua con la menor ignominia de que son capaces. Pensé que ganar un poco de dinero con los romanos, ayudándoles a recaudar impuestos podría ayudarme. Uno o dos años, para ahorrar un poco, y luego, con un poco más de desahogo, ya veríamos. Pero no hay nada peor que que te pongan la tentación al alcance de la mano. Un día me di cuenta de que lo que me pagaban los romanos tampoco me permitía ahorrar. Pero también entendí que se hacían la vista gorda para que te buscases la vida. Buscarte la vida quería decir recargar los impuestos con un poco para ti. Pero cuando ves que abusas un poco y no pasa nada, te dices: “por un poco más tampoco se va a hundir el mundo”. Y no se hunde. Y das otra vuelta de tuerca, y otra y otra y... el mundo no se hunde. Pero se te hace muy duro el primer día que alguien te escupe en la cara. Ese día lloras. Pero después el corazón se te endurece todavía más y empiezas a apretar las clavijas de verdad. Con eso te pagas unos matones que te libren de los escupitajos en la cara y hagan el trabajo más sucio de la extorsión. Pero nadie en el mundo puede evitarte esas miradas de odio mezcladas con desprecio. Ni que escupan en el suelo por donde tú acabas de pasar. Entonces te das cuenta de que eres un deshecho. Te dices: “Me desprecian, pues ahora se van a enterar”. Y entonces no hay bajeza que no cometas. Te prostituyes en público sin más ánimo que el de provocar. Entras el sábado en la sinagoga con mirada retadora, acompañado de tus matones y tus prostitutas, y levantas a la fuerza de sus bancos a los más señalados ciudadanos. Te ríes en mitad de la enseñanza del rabino. Ese era yo. Así que, para qué me iba a bautizar con Juan.

Pero este nuevo profeta, Jesús, parecía ser distinto. Bien es cierto que había reclutado en el grupo que le seguía a los que más odio demostraban hacia mí de todo Cafarnaum. A ese animal de Simón, a su extraño hermano Andrés, que hacía unos años se había ido de Cafarnaum pero había vuelto en mala hora, y a dos de los hijos del socio de Simón, el que llamaban el Zebedeo. El tercero de ellos, Jacob, era un hombre violento donde los haya al que más de una vez tuve que dar un escarmiento, y el noveno, Juan, que por aquel entonces era todavía un adolescente, idolatraba a su hermano e intentaba no quedarse a la zaga en violencia. Parece que el nuevo maestro le dijo a Simón, nada más verlo:

- Tú eres Simón, bar Joná –hijo de Juan–; en adelante te llamarás Cefas –es decir, Roca.

Nadie supo en ese momento el significado de semejante acción. Parece que les había dicho que les iba a hacer pescadores de hombres. Nadie sabía lo que quería decir con eso, pero a mí, cuando lo oí, me hizo acordarme de cuando yo me veía a mí mismo intentando sacar la cabeza del agua de la vida. Tal vez, si un pescador de hombres me hubiese ayudado entonces... Pero eso son estupideces, pensaba. Sin embargo, junto a eso, se rumoreaba que decía cosas extrañas. Parece que decía que los humildes iban a poseer la tierra, y que llorar era bueno, y que había que ser misericordioso y otras cosas por el estilo. Parece ser, decían, que en un montículo cerca de Cafarnaum había dado un discurso lleno de cosas extrañas como que había que amar a los enemigos y perdonarles, que había que poner la otra mejilla cuando te diesen una bofetada, que no había que juzgar a nadie, que sólo con mirar a una mujer con malos deseos ya estabas cometiendo adulterio, que no había que preocuparse por el dinero ni amar las riquezas, sino confiar en un Dios que era como un padre... También decía palabras duras, pero iban dirigidas a los fariseos, más que a los que éstos consideraban la hez de la sociedad. Y las obras. Se decía que hacía milagros extraordinarios. ¿Quién podría creer semejantes historias? Todo era una mezcla extraña de palabras suaves, exigencias desorbitadas y hechos increíbles. ¡Hasta dónde podía llegar la idiotez de la gente! Los del grupo de recaudadores de impuestos, putas y proxenetas que nos solíamos reunir a cenar, emborracharnos y promover todo tipo de escándalos los Sabath y los días en que los demás ayunaban, comentábamos entre risotadas todas estas palabras, ridiculizándolas. Pero a mí, esas risas me ponían triste. Había algo en ellas que hacía que me dejasen un sabor amargo.

Así me encontraba el día que cambió mi vida. Serían las ocho de la mañana. Yo acababa de desplegar mi mesa de recaudación y me disponía a empezar un nuevo día de chantajes y extorsiones. Poco a poco, la casa de enfrente del sitio donde yo estaba sentado empezó a llenarse de gente. ¡Ahí está el rabbí! –decían– y se arremolinaban en la entrada. Incluso entraron algunos fariseos, con aire digno, acariciando sus filacterias. Entraban más como severos jueces que como quien va a escuchar a un rabbí. Así no hay manera de hacer el trabajo –pensé con fastidio–. Tenía una cierta curiosidad por acercarme, pero, ¿cómo iba a hacerlo? Mis hombres lo interpretarían como una señal de debilidad y, al margen de lo que les pagases, necesitaban sentir tu firmeza para estar a tu servicio. En vez de eso, lancé unos cuantos improperios en voz muy alta para asegurarme de que se oían desde dentro. A mis oídos, a través del silencio, llegaban unas palabras pronunciadas en voz baja, suaves, ininteligibles. Volví a alzar mi voz, esta vez para increpar al rabbí. Pero su tono de voz no cambió, ni sus palabras se interrumpieron, como si no hubiese oído. Le increpé todavía más, pero tampoco hubo respuesta. Cuando provocaba a alguien de esta manera, solía callarse e irse con el rabo entre piernas, dejándome continuar con mi tarea. No ocurrió nada de eso. La voz seguía, suave, inconmovible, como si nada estuviera ocurriendo. Por un momento pensé en mandar a los matones que entrasen, disolviesen el grupo a palos, diesen una paliza al profeta, para que pusiese la otra mejilla, golpearle también en ella, destrozar la casa y seguir con mi trabajo. En circunstancias normales es lo que hubiera hecho. Pero algo, como una fuerza interior e invisible, me contuvo. Decidí levantar la mesa e irme a otro sitio a trabajar. Los que sabían que tenían que verme ese día se ocuparían de encontrarme, por la cuenta que les traía.

Lo iba a hacer cuando llegó la camilla. Cuatro hombres la llevaban, mientras otros seis parecían proteger de la chusma al que iba en ella, que gritaba a todo pulmón que le dejasen morir. Cuando se acercaron, vi que el de la camilla era Alcimo. Alcimo había sido hasta hace poco más o menos una luna el recaudador de impuestos de Betsaida. Un día, se cayó de una manera estúpida, se rompió el cuello y se quedó paralítico de brazos y piernas. Más le hubiera valido haber muerto. Sus guardaespaldas le abandonaron inmediatamente y la gente, ávida de venganza, se cebó con él y le dio una paliza que casi lo matan. Seguramente hubiera muerto de hambre, sin ayuda de nadie, como un perro, si no hubiese sido por sus primos. Tenía unos primos que se habían trasladado hacía poco a Cafarnaum, fueron a buscarle y le cuidaron en Betsaida. Nadie se explicaba ese comportamiento, pues llevaba mucho tiempo sin verlos y, además, parece que hacía unos años les había jugado una mala pasada. Algo muy feo que acabó en la flagelación de uno de sus primos, un tal Zacarías. Alcimo quería dejarse morir. De nada sirvió el cariño y consuelo que intentaban transmitirle sus primos, él se deseaba la muerte sin descanso. Ahora resultaba que algunos de sus primos eran de los seguidores del nuevo profeta. Los hombres intentaban hacer llegar la camilla de Alcimo hasta dentro de la casa donde estaba su rabbí. Inútil. La entrada y la calle, hasta mi puesto, estaban abarrotadas y, además, nadie estaba deseoso de hacer sitio a un vendido a los romanos, por muy paralítico que fuese. Él no paraba de gritar que le quitasen la vida. Pero sus primos, ni cortos ni perezosos, subieron camilla y enfermo hasta la azotea por la escalera adosada a la pared por el exterior y, desde allí, con unos picos que traían con ellos, hicieron un butrón en el techo. Los gritos de protesta del dueño de la casa, que no era otro que Simón, el pescador, se mezclaban con los del infortunado Alcimo. Los que le traían, calmaron a Simón prometiéndole que arreglarían el tejado y, sorprendentemente, Simón les dejó proseguir. Desde allí, con unas cuerdas, descolgaron a Alcimo. Durante la operación, la voz del profeta que antes llegaba a mí pausada, queda, susurrante e ininteligible, se calló. Cuando Alcimo se encontró delante de Jesús, también sus gritos se acallaron, dando lugar, primero a un ligero sollozo y luego a un largo silencio. El propio Alcimo me contó, más tarde, cuando fuimos amigos, la larga e intensa mirada que Jesús clavó en su alma. Parecía como si esa mirada escrutase toda su vida. Pero no le juzgaba, sólo preguntaba, buscaba. Parecía una mirada anhelante, de alguien que espera una respuesta en la que se juega mucho. Me contó cómo se le saltaron las lágrimas. Cómo esa mirada despertó en él ecos lejanísimos que le recordaron los tiempos, casi olvidados, en que alguien le amaba de verdad. Cómo su alma gritaba en silencio implorando perdón. Después de un tiempo que pareció una eternidad, sonó la voz del maestro, fuerte, atronadora y aterciopelada al mismo tiempo. Había en ella una profunda nota de ternura y como de alivio del que ha encontrado lo que buscaba ansiosamente:

- Hijo –así le llamó, hijo–, tus pecados te son perdonados.

Ese torrente de voz sí que llegó a mis oídos. De hecho, algo en el fondo de mi alma creyó que esas palabras iban dirigidas también a mí. No, más bien algo en mí creyó que habían sido pronunciadas expresamente para mí. Luego, otra vez un largo silencio. Los que estaban allí, me contaron que la mirada de Jesús se fue posando, de uno en uno, en todos los fariseos que estaban en la sala. Era, decían, una mirada expectante, casi una pregunta, casi una súplica expresada con los ojos. Parecía buscar otra mirada limpia en la que la suya se reflejase y volviese a él. Pero los ojos de todos los que recibieron esa mirada se desviaron al suelo, huidizos, mientras sus labios se afinaban y apretaban en una mueca de rabia contenida. Entonces la voz volvió a tronar:

- ¿Por qué pensáis mal? –su voz tenía esta vez un deje de cansancio y tristeza, más que de reproche–. ¿Qué es más fácil decir: Tus pecados están perdonados; o decir: Levántate y anda?

Silencio. Otra vez su mirada –cuentan los que lo vieron– se paseó, esta vez buscando los ojos de todos los presentes, pero nadie dijo nada.

- Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados.­­­

Esta vez, la tensión y el silencio podían cortarse. ¿Se atrevería a lanzar la orden imposible que todos esperábamos? No se oía ni una respiración. Parecía como si todo Cafarnaum se hubiese callado, como si los corazones hubiesen dejado de latir, como si el tiempo se hubiese detenido. Pero mi corazón latía a galope tendido, con una fuerza que me golpeaba en las sienes. Al cabo de una eternidad, la voz volvió a alzarse.

- Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

Poderosa, inmensa voz de mando. Parecía como si lanzase una orden a todo el universo, a la más lejana de las estrellas invisibles en el cielo claro de la mañana. Creo que la voz de Josué ordenando al sol que se detuviese, no habría sido más poderosa. Pero yo sabía que se dirigía a mí. A algún sitio de mí tan lejano como la estrella más lejana, tan oscuro como la más negra de las noches. ¿Qué iba a pasar en el segundo siguiente?

Lo supe cuando oí salir, de todas las gargantas al mismo tiempo, una exclamación de asombro lanzada al aire con el aliento contenido de los cientos de personas que debían estar allí. Luego, silencio de nuevo. La gente se movía dentro de la casa y, al cabo de un rato, la muchedumbre se abrió, como debieron abrirse las fauces del monstruo marino cuando vomitó a Jonás, y apareció Alcimo. Andaba con un paso liviano, como si apenas rozase el suelo con sus pies. Y noté que no sólo era ligero de cuerpo, sino que de él salía una ingravidez de espíritu, como la de alguien que acaba de ser liberado de una pesada carga que estaba obligado a llevar siempre sobre su alma, como la de alguien que ha visto disolverse un tumor que le oprimía el corazón. La gente, que antes le miraba con hostilidad, procuraba ahora tocarlo, como para asegurarse de que no era una alucinación lo que estaba viendo. Se paró frente a mí un segundo, lo justo para que su mirada se posase en la mía y para dedicarme una sonrisa franca, abierta, amistosa. Casi me atrevería a decir que llena de amor. Después, siguió su camino.

Poco a poco, la gente se fue recuperando de su asombro y empezó a irse. Se les notaba, sin embargo, como aturdidos, como si no pudiesen encajar en sus esquemas mentales lo que acababan de ver, como si necesitasen un rato de soledad consigo mismos para decidir si creerían o no con su cabeza y su corazón lo que acababan de ver con sus ojos. Unos lo creyeron. Más tarde, algunos de ellos, fueron discípulos de Jesús y amigos míos. Otros lo rechazaron. Así es la libertad humana. Los fariseos salieron todos juntos. Llevaban la cabeza más alta que cuando entraron. Se miraban unos a otros con una mirada en la que se leía la incredulidad y la determinación de acabar con Jesús. Sólo sus dedos, que jugaban nerviosamente con las filacterias, les delataban. Todo ha sido un truco, se decían entre dientes.

Yo, mientras la gente iba saliendo, pensaba. Recordaba a Alcimo. Había sido un implacable y brutal servidor de los romanos. Hasta éstos, en alguna ocasión le habían recriminado, medio en broma medio en serio, sus métodos. Y ahora... esa mirada... esa sensación de liberación, de paz... esa sonrisa... ¿Qué le había pasado? Se había curado de la parálisis, es cierto, pero había algo más. Era un hombre nuevo, distinto. Se notaba con sólo mirarle. ¡Si a mí pudiera pasarme algo parecido! Daría por ello todo lo que tengo –pensé. Estaba tan absorto en mis meditaciones que casi no me di cuenta de que la casa se había vaciado del todo. Entonces salió él. Venía directo hacia mí. Le rodeaban sus amigos, el tal Simón y su hermano, los Zebedeos, los primos de Alcimo. Ellos, sus amigos, pasaron al lado de mí. Unos ni me miraron, otros lo hicieron con desprecio. Él se paró y me miró. Fue sólo un momento, una fracción de segundo, pero fue en momento más intenso de mi vida. Luego, siguió de largo. Yo me quede quieto, como paralizado. El mundo a mi alrededor era como algo fantasmagórico, irreal, distante. Mis hombres me hablaban, me agitaban por los hombros, pero yo estaba ido, en otra realidad. Entonces rompí a llorar. Más tarde Pedro me dijo que él recibió esa misma mirada cuando, después de negarle, se cruzó con Jesús en el palacio de Anás. Miriam de Magdala también me dijo haber sentido la misma mirada cuando él le levantó la cara, sujetándola suavemente por la barbilla mientras ella le enjugaba con sus cabellos los pies, mojados con sus lágrimas. Me pregunto si Judas recibió también esa mirada. Si fue así, cosa de la que estoy seguro, tal vez en el último instante, mientras se tensaba la cuerda que lo mató, pudo su alma llorar también. Nunca lo sabremos en esta vida. Sólo la misericordia de Dios lo sabe. No sé cuánto tiempo estuve llorando. Posiblemente muy poco, pero perdí completamente la noción de la realidad. Tenía el dorso de las manos apoyado en el borde de la mesa y la cara entre mis palmas. El cuerpo me temblaba ahogado por los sollozos. Entonces oí una palabra llena de ternura y suavidad, casi una súplica, que estaba, al mismo tiempo, llena de energía.

- Sígueme.

Levanté la vista. Él estaba allí. Me miraba y me sonreía. Yo debía parecer idiota, con la boca abierta, los ojos rojos y las mejillas surcadas por lágrimas, sin acabar de creer que hubiese vuelto a por mí, que estuviese allí, delante de mí, llamándome. No era duda lo que sentía, era incredulidad. ¿Yo? ¿Me estaba realmente pidiendo a mí, Leví, el recaudador, que le siguiese? Ni se me ocurría pensar a dónde tenía que seguirle, ni para qué, ni cuánto tiempo, ni ninguna de las preguntas que una persona sensata hubiese hecho. Simplemente pensaba: ¿yo?

Como si estuviese leyendo mis pensamientos, repitió:

- Sí, tú, Leví, sígueme.

Su voz era todavía más tierna, más suplicante, más persuasiva y algo menos enérgica que hacía un segundo.

Entonces me levanté y, sin un solo momento de vacilación, le dije:

- Rabbí –le dije, con una osadía de la que me asombré inmediatamente–, ¿me harías el inmenso honor de venir esta noche a cenar a mi casa? –Me miró sin decirme nada, pero supe que vendría.

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