XXIX. SUPER
FIRMAM PETRAM
Sobre una piedra firme
Pierre Charles
S.J.
Donde nuestra sabiduría miope corre el riesgo de no
ver otra cosa que un juego de palabras y casi un retruécano, Tú has dispuesto,
Señor, un tesoro de verdades inesperadas y siempre oportunas. Un día, cuando
san Pedro acababa de llamarte por tu verdadero nombre, Hijo de Dios vivo, le
replicaste que, porque él era Pedro, desempeñaría el papel de una piedra. Ni le
cambiaste siquiera el nombre. Bien sabemos que el Cephas arameo significaba una
piedra. Sobre esta piedra decidiste edificar tu Iglesia, y la controversia ha
intentado construir, también ella, muchos andamiajes. Déjame, Señor, contemplar
buenamente la piedra, en su simplicidad natural. Debe tener, sin duda, algunas
lecciones para mis negligencias.
A pesar de lo que se diga, no siempre es difícil
obedecer. Hasta es a veces demasiado fácil para no ser algo sospechoso. Puede
buscarse en la obediencia una especie de descanso: la comodidad muy sospechosa
de una abdicación. ¡Danos órdenes que ejecutar tan sólo, sin necesidad de
razonarlas! Permítenos, en nombre de la disciplina, suprimir en nosotros todo
este parlamento inquieto y confuso que es la facultad crítica. Nos estorba.
Descárganos el deber de pensar y déjanos gozar de la beatitud de todos los
automatismos. Hasta en nuestras virtudes más altas se infiltra la pereza, y son
tal vez unas formas de desidia lo que tomamos por desprendimiento. Alguna vez
nuestra obediencia se parece extrañamente al cansancio. Queremos hacer llevar a
los que nos mandan todo el bagaje de nuestras perplejidades y la pesadez de
nuestros insomnios. La obediencia, pensamos, nos libra de responsabilidades.
Alguien, un superior, se encargará de ver claro por nosotros, de resolver
nuestros problemas y de fijar las orientaciones en todas las encrucijadas.
Corremos a menudo el riesgo de buscar en la obediencia más una tranquilidad que
un servicio. He encontrado Señor, ese género de derrotismo en muchas
aquiescencias, como el sí de contienda cansada que damos, por fin, después de
discusiones interminables. Decimos que sí, no porque estemos convencidos, sino
para acabar. Hasta en los restaurantes he llegado a ahorrarme el trabajo de
escoger entre todos los platos de la carta y a entregarme ciegamente al precio
fijo; sin haber mirado siquiera el menú, execrable tal vez. Los pueblos
cansados se echan también en las manos brutales de un dictador, renunciando a
preocuparse por más tiempo de su destino. Entre dos males, pensamos alguna vez,
hay que escoger el menor; y la obediencia, librándonos de muchos cuidados, bien
vale el sacrificio de nuestras iniciativas.
Y, con todo, Señor, ninguna virtud puede ser un mal
menor. Es siempre un bien absoluto. Debe ser el término de un amor, no el
objeto de un cálculo. Quisiera entenderlo plenamente. Esta piedra de la que Tú
hablaste en un lenguaje tan solemne será capaz de enseñármelo.
Es raro que hayas tomado una piedra como símbolo de
la autoridad. Yo hubiera pensado más bien que era la imagen de la obediencia.
¡La piedra de fundación! Toda la construcción se edifica encima. Sólo tiene que
hacer una cosa: quedarse en su sitio, recibir el impulso, absorberlo sin
moverse y mantener el equilibrio. Me parece bien justo lo que se me pide que
haga cuando se me dan órdenes. También esta piedra ha recibido una consigna. No
puede cambiar de sitio a su gusto. Es un ministerio, mucho más que un
magisterio, lo que ejerce. No está su gloria en quedar bien a la vista, sino
más bien dentro de tierra; y para hacerla útil se la ha apartado, lejos de los
ojos, como en una sepultura. Está allí en una situación inferior. ¿De esta
forma debo yo considerar a todos aquellos que se llaman mis superiores? Ayúdame,
Señor, a desembrollar toda esta madeja contradictoria. Sé, adivino, lo que vas
a decirme. O, mejor, Tú no dirás absolutamente nada. Tu ejemplo vale por todos
los discursos. Yo veo en Ti que toda autoridad sobre la tierra es una carga
y que toda obediencia es una colaboración. Veo que todos, sea el que sea
nuestro papel, tenemos que servir, cada uno en su sitio y de todo corazón. Si
la última palabra de la naturaleza es una armonía, es preciso que la primera
palabra de la gracia sea un acorde. Y siendo mi obediencia una lealtad, no
puede consistir solamente en una sumisión. Debe ser una cooperación. Por mi
parte, debo sostener toda la obra común. La piedra angular, la roca de
fundación, no puede impedir el hundimiento de los materiales que se separan.
Les toca a ellos mantenerse bien unidos. Conviene que todos se interesen por el
bien común: todo equilibrio es una forma de consentimiento. Los abandonos y las
deserciones hacen las ruinas porque son maneras cobardes de aislamiento.
Yo no quiero que mi obediencia sea una deserción. Ni
siquiera deseo que me quite un cuidado. Debe ser una concentración de todo mi
querer. Ninguna disciplina verdadera puede mutilarme. Tú no tienes necesidad de
sumisiones inertes. La verdadera obediencia es ardiente y apasionada. No
consiste desde luego, en amar la persona de mis jefes, sino lo que representan
como tales; su oficio, que, en el fondo, es también el mío, el de todas las
piedras de la construcción, el sostén y el progreso en el esplendor de la
justicia y del amor: lo que Tú llamaste tu Reino.
La esclavitud no es la obediencia. Es sólo su
caricatura indigente, a la medida de los hombres que la inventaron. Y las
dictaduras son en todas partes profanaciones, porque empiezan por violar el
santuario de nuestro libre querer.
La piedra sólida, echada en los fundamentos, no
acabará nunca de contarme su inagotable misterio. Impusiste una carga bien
pesada a Cephas, al anunciarle que edificarías sobre él tu Iglesia. Siempre muy
pueriles, sólo pensamos en el honor al tratar de todas estas cosas y
felicitamos a Pedro por su promoción. Adondequiera llevamos el cuidado de saber
quién de nosotros es el mayor –quis eorum... major. Y, con todo, Tú has
cortado de raíz esta vieja idea pagana. Podemos dejarla para Plutarco o
Cicerón. Tú dijiste que entre nosotros el mayor debe ser como el más pequeño y
el que manda como el que obedece. Ya que la autoridad es esencialmente una
manera de servir, toda autoridad digna de este nombre será modesta y toda
obediencia estará penetrada de gratitud. Si las piedras de la construcción
pudieran hablar, sólo oiríamos de arriba abajo y de abajo a arriba de la
edificación un mutuo “gracias”; este gracias que Tú mismo dirigías a tus
discípulos la víspera de tu Pasión –vos estis qui permansistis mecum.
Sin Ti no eran ellos nada; pero sin ellos Tú quedabas solo. Su obediencia, al
atarles a tus pasos y a tu luz, te ha permitido ser su Salvador.
Añadido mío:
Hace ya tiempo leí, en el libro de Luis Suárez (el historiador, no el
delantero del Aleti, por si alguno anda despistado), “La Europa de las cinco
naciones” (Que tampoco tiene que ver con el conocido torneo de rugby) la
diferencia entre fidelidad y lealtad, referida al gobernante, que en el
lenguaje clásico se le llama el príncipe. Decía: “La
lealtad es superior a la fidelidad, porque ésta lleva a servir al príncipe sin preguntarse por la justicia de su causa, en tanto
que la lealtad busca evitar que el príncipe sirva
a causas injustas”. Verdaderamente, cuan
superior es la lealtad a la fidelidad, pero cuan inmensamente más difícil es y,
sobre todo, cuanto más peligrosa. La fidelidad puede llevar a la banalidad del
mal que da título a un magnífico libro de Hanna Arendt. La lealtad puede llevar
al martirio, como le ocurrió a Tomás Moro. Un estúpido puede ser fiel, pero
para ser leal, hay que ejercitarse en la vitud de la prudencia, que es la virtud
de la razón, no del miedo y del apocamiento. Hay una oración que dice: Señor,
dame la paciencia para soportar lo que no pueda ser cambiado y la fuerza para
cambiar lo que deba serlo. Pero, sobre todo, dame la prudencia para distinguir lo
uno de lo otro. Yo la parafrasearía diciendo: Señor dame humildad para
obedecer aquello que sea bueno y dame valentía para oponerme a lo que sea malo.
Pero, sobre todo, dame prudencia para distinguir lo uno de lo otro.
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