26 de julio de 2021

Ser abuelo

Aunque técnicamente ya estamos en el día 26 de Julio, psicológicamente no lo será (al menos para mí) hasta que amanezca el 27. Que vosotros lo leáis el 27 es otro asunto. Yo lo escribo el día 26 que es el día de san Joaquín y santa Ana, abuelos de Jesús y patronos de todos los abuelos. Y me he acordado de algo que escribí hace ya más de 14 años, poco después de ser abuelo por primera vez. Y no puedo por menos que enviarlo, hoy, que todavía es día 26.

Felicidades a los Joaquines y las Anas pero, sobre todo, a todos los abuelos que, como verá el que lea el adjunto, no necesariamente tiene que coincidir con la abuelez fisiológica. 


3-II-2007 

Ya hace casi un mes que fui abuelo por primera vez. Nunca me había parado a considerar si era algo que me haría ilusión, hasta hace poco. Hace unos años lo empecé a considerar y me dije a mí mismo, vagamente, que creía que sí, que me haría ilusión. Jamás tuve ningún tipo de impaciencia por ser abuelo, pero cuando hace unos meses, mi hijo y su mujer me dijeron que estaban esperando, me llevé una gran alegría. Desde ese día mi ilusión por ser abuelo empezó a crecer exponencialmente. Vi el embarazo de mi nuera avanzar y contaba los días. No sé qué tipo de sentimiento esperaba cuando naciese mi nieto, pero sé cuál no esperaba. No esperaba la sorpresa. A fin de cuentas, con unos días o unas semanas de incertidumbre, sabía cuando iba a nacer mi nieto. Se adelantó un par de semanas, es verdad, pero cuando me llamaron por teléfono para decirme que había nacido, no me sorprendió. Simplemente, había pasado lo que se esperaba que pasase. Sentí una gran alegría y arreglé los asuntos del día para poder ir a verle lo antes posible. A las dos horas de la llamada, me presenté en la clínica. Vi al niño y me lo pusieron en los brazos. Y experimenté muchos sentimientos, todos ellos mezclados, precisamente, con el único que no esperaba: la sorpresa.

He tenido ocho hijos y todos me han producido una gran alegría, pero lo que experimenté al tener a mi nieto en mis brazos fue muy distinto y, precisamente por eso, sorprendente. Voy a tratar de explicarlo. En una primera derivada creí que era un sentimiento de alegría sin responsabilidad. Cuando tienes un hijo, justo al lado de la alegría está el peso de la responsabilidad. Una vida que depende de ti para desarrollarse, para educarse, para formarse. Cargas emocionales, económicas. Sin que esto empañe la alegría, la matiza. Cuando tienes un nieto esa carga es mucho menor. No nula, pero sí mucho menor. Se dice que los abuelos pueden maleducar a los nietos. No estoy de acuerdo. Yo procuraré, con una responsabilidad subsidiaria a la de sus padres, colaborar en la formación de mis nietos. Espero ser un abuelo cariñoso y divertido, pero en ninguna forma maleducador. Pero, ciertamente, la responsabilidad es menor. Y a eso atribuí, en primera instancia, la diferencia de sentimientos entre mi recuerdo ya lejano de la paternidad y la recién estrenada “abuelidad”.

Pero enseguida me di cuenta de que no era eso. Al menos no era sólo eso. Ni siquiera era principalmente eso. Había algo más. Algo mucho más importante que no supe definir en primera instancia. Pero unas horas más tarde, de repente, me di cuenta de lo que era ese algo.

Mi primer hijo lo tuve con 23 años. Es cierto que era inmaduro, cómo iba a no serlo, pero también es cierto que, ciertas inmadureces aparte, era más maduro que la inmensa mayoría de los jóvenes de 23 años de esa época y mucho más maduro que los de 23 años de ahora. Pero no era la mayor o menor madurez lo que marcaba la diferencia. A fin de cuentas, nunca se es, afortunadamente, completamente maduro, por lo que la diferencia de madurez entre los 23 años y los 55 es cuantitativa. La diferencia realmente cualitativa la marca la perspectiva. Cuando tienes 23 años, tengas la madurez que tengas, ves la vida desde la altura de los 23 años. Cuando tienes 55, la ves desde un atalaya mucho más alta. La diferencia de la altura del atalaya de los 23 y la de los 55 es también cuantitativa. Pero esa diferencia cuantitativa te permite una perspectiva cualitativamente distinta. Ves valles que estaban ocultos a tu vista desde la altura de los 23 años. Ves caminos que antes estaban escondidos por los matorrales. Ves dentro de tu horizonte relaciones que antes se establecían fuera, etc.

En particular, tienes la perspectiva de la tradición. No me refiero a la tradición como repetición de cosas que has aprendido desde pequeño sin criticarlas. En ese sentido soy muy poco tradicionalista. Me refiero a la tradición en su sentido etimológico: tradere, entregar. Te das cuenta de que tu hijo está entregando un testigo que ha recibido de ti, que a tu vez lo has recibido de tus padres y que eres parte de una cadena que se remonta hacia atrás en una serie que se pierde en la noche de los tiempos y que se lanza hacia delante para proseguir la entrega hasta su fin. La tradición no es una trasmisión pasiva del testigo. Cada generación debe completarla, modificarla, añadir, tal vez quitar con respeto. Cambiar algo sin cambiar lo esencial. Adaptar lo esencial al signo de los tiempos. Esto de adaptar sin cambiar es sutil, pero fácil de entender con un ejemplo. Las dos leyes de la termodinámica son absolutamente inmutables. Nada que exista en este mundo las puede vulnerar. Sin embargo, el hombre no ha dejado de diseñar motores, de tracción orgánica o mecánica, que las utilicen cada vez mejor.

Como todos los símiles, éste tiene sus limitaciones. Las leyes de la termodinámica son inviolables en este mundo, pero las leyes que deben regir la evolución de una tradición sana sí pueden ser violadas y, desgraciadamente, lo son con frecuencia. ¿Cuáles son esas leyes? A mi entender son tres. La Verdad, la Bondad y la Belleza. Cuando nosotros recibimos el testigo al nacer, recibimos con él todo un mundo. Muchos mundos, en realidad. Desde el más próximo de nuestra familia, hasta el más alejado, en la India o en la Patagonia, pasando por una enorme cantidad de mundos concéntricos cada vez menos inmediatos. Y con el testigo recibimos una responsabilidad. Quizá la mayor sea la de educar y formar a nuestros hijos cuando nos llegue el turno, pero no la única. Tenemos también que transformar todos esos mundos, cada uno en la medida que podamos, mejorándolos, con las tres leyes de esa transformación, Verdad, Bondad y Belleza. Desgraciadamente, también podemos deteriorarlos con la falsedad, la maldad y la vulgaridad. Además, mientras que la herencia genética se entrega de una sola vez, la herencia de la tradición se entrega en cada minuto de nuestra vida, y no sólo a nuestros hijos o nietos, sino en cada contacto con cada persona. O sea que, en realidad, ser abuelo es independiente de tener o no nietos. Depende tan sólo de la perspectiva de la vida. Tampoco depende de la edad, pues hay personas que adquieren relativamente pronto una cierta perspectiva de sabiduría, otras que tardamos mucho y otras que no la adquieren nunca –en realidad nadie la adquiere nunca del todo, sólo la tendremos plenamente cuando veamos a Dios–. Sin embargo, el tener un nieto puede ser una experiencia desencadenante. Por eso, cuando tenía en mis brazos a mi nieto le pedía a Dios que me iluminase para ser un buen edificador y trasmisor de esa tradición basada en la Verdad, la Bondad y la Belleza y no en sus adulteraciones. Ojalá sea capaz de entregarles a mis hijos, a mis nietos y al mayor número posible de personas, en el tiempo que Dios me conceda de vida, mundos con mayores espacios abiertos a la Verdad, donde la Bondad tenga más protagonismo y más impregnados del esplendor de la Belleza.

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