XXX. OBTULERUNT EI DENARIUM
Le
presentaron un denario
Pierre Charles S.J.
Hemos discutido demasiado sobre las virtudes, Señor. Las hemos descrito, clasificado, catalogado como plantas de herbario. A las dificultades de practicarlas hemos añadido el trabajo de definirlas, sin que siempre hayamos conseguido ponernos de acuerdo. La humildad, dicen grandes doctores como san Bernardo, consiste en no tener de sí más que una idea mezquina, en gozarse animosamente en el pensamiento de que se es vil, y en alegrarse de ser tratado en consecuencia. Otros, estimando que nada es superior a la verdad, concluyen que para ser humilde basta ser sincero, no falsear las balanzas y vigilar esta propensión que tenemos a favorecernos con un ligero toque al platillo de nuestros méritos. Hasta hay algunos, muchos menos ortodoxos, que llegan a decirnos que la humildad no es, en el fondo, más que el orgullo y que consiste en darnos crédito, en no dudar de nosotros y en menospreciar las pequeñas prudencias, siempre enemigas de las grandes iniciativas.
No me atrevo a escoger entre todas esas doctrinas, Señor. Me contento con mirar esta moneda, que pediste a los judíos que te enseñaran, bien acuñada con la imagen de César. Sea Augusto o Tiberio, poco importa. Yo mismo he tenido en las manos estos denarios, hoy bien vetustos, y que los numismáticos alinean con cuidado en los casilleros de su colección. He visto en ellos el perfil de Octavio, con la cabeza coronada de hojas de encina; o el cabello mal peinado de Tiberio, padre de la patria y soberano pontífice: pontifex maximus. ¡Monedas! Hace siglos que circulan entre los hombres. Los Papas mismos continúan acuñándolas, y muy bellas. Hoy, el papel las reemplaza casi en todas partes, pero pueden enseñarme una lección todavía. La humildad, Señor, en vez de consistir en tener de mi una opinión baja, alta o mediana, ¿no me pediría, sencillamente, renunciar a cualquier opinión? Los filósofos griegos afirmaron que la perfección del hombre es conocerse. ¿Es seguro? Tus Apóstoles no repitieron por su cuenta este viejo axioma socrático. Nos dijeron que la perfección era conocerte a Ti y, en Ti, ver al Padre: ut cognoscan te. De lo que yo valgo no sé nada y, en el fondo, nunca sabré nada aquí abajo. Inútil pedir sobre este punto la opinión de los demás. Son tan ignorantes como yo. Me felicitan a menudo por cosas que yo me reprocho; y les parecen fastidiosas maneras de obrar que yo tomaba por virtudes.
¿Por qué ha de ser necesario que tenga una opinión de mí? Todas las piezas de moneda entran en el mismo saco; y están cerca unas de otras guardando cada una el valor que posee, ignorándolo totalmente. Lo que ellas piensen de sí mismas no cambiará nada, sea lo que fuere, en su favor. La moneda de oro que san Pedro encontró en la boca de un pez que Tú le dijiste que pescara, no se había recogido en este refugio insólito porque rehusase mezclarse al vellón y tuviera de sí misma una alta idea. Y el dinero vulgar es tan necesario como las piezas grandes para realizar los pagos correctos. Si fuera necesario tratar la moneda según la opinión que ella tenga de su valor, no acabaríamos nunca. Todas las piezas son igualmente redondas, llanas, manejables y dóciles. No se enorgullece el oro ni se deprime el bronce. No se juzgan. Se les juzga, y los economistas nos dicen que esta estimación común es la definición misma del valor.
Entonces, Señor, ¿se me permite renunciar alegremente a fijar mi precio? ¿Puedo abandonar sin remordimiento el cuidado de formar sobre mí una opinión? Después de todo, san Ignacio, cuando habla de los tres grados de humildad no dice que sean según la idea que yo tenga de mí, sino únicamente según la docilidad de mi querer. Se puede tener de sí una opinión muy mediana o muy alta y no hacer nada bueno. He conocido estas gentes tan empeñadas en arruinar en sí mismos la propia estima, que es preciso que otros les arrastren a lo largo de toda su existencia, como a perpetuos inválidos. Y otros, tan preocupados en justificar la alta idea que tienen de su mérito, que su virtud, aún real, resulta repugnante.
¡Mi valor! Las piezas de moneda lo indican muy claramente: un gran golpe de volante sobre el metal aún caliente y quedan marcadas para siempre. Basta una mirada. Nadie confundirá una moneda de cobre con una moneda de oro. Y el que intenta, a toques de lima o de buril, modificar las indicaciones oficiales, es un falseador de moneda, un criminal al que se encarcelará. Yo quisiera ser como todo este metal acuñado. La fe me dice que tengo un valor a tus ojos, porque Tú me has marcado a tu imagen al hacerme nacer y porque tengo sobre mi el sello misterioso de la Trinidad después del bautismo. Esto es lo que me permite circular sin vacilación. Tengo curso legal en tu obra. No soy una ficha cualquiera que sólo se acepta por convención. Y mi gran tarea no es valuarme, devaluarme, valorizarme, sino guardar de buena fe la gracia bautismal, sirviéndote lo mejor que pueda.
Amo la humildad
que me desprende del exceso que tango de mí, este exceso que me fatiga sin
provecho. Desconfío de esa humildad que me paraliza imponiéndome ocuparme sin
cesar de mi valor. ¿No son liberaciones todas las virtudes, y, por tanto,
engrandecimientos? No quiero tener que tratarme como una banca, como un grande
establecimiento de crédito, con cuentas, balances, fondos de reserva, garantías
y especulaciones. No soy más que moneda. Mi balance es muy simple: Tú y yo, en
una columna, y yo y Tú, en otra. Nos equilibramos y todas nuestras operaciones
consisten en restar o sumar a la vez. Esta simplicidad desconcierta a veces mis
deseos. Como todos los hombres, ambiciono embolsar más de lo que me viene, y
procuro siempre reemplazar el consentimiento de la fe con pruebas de mi propia
cosecha. Busco apoyarme en mi más que en Ti; y en mis méritos más que en tu
gracia; como si pudiera tener yo un solo mérito del que la gracia no fuera el
origen y respuesta de conformidad a tu amor gratuito, a este amor que, muy
misteriosamente, me ha dado un valor que yo no tenía y que es el principio
mismo de los servicios que te rindo.
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