CAPÍTULO XIV
EN NAZARETH
- En ese primer vagabundeo por Galilea, unos días antes de
lo que te acabamos de contar del barranco de la muerte, Jesús nos llevó a
Nazareth –hablaba Judas–, donde Jesús y yo habíamos vivido desde nuestra vuelta
de Egipto y donde siguen viviendo Miriam y nuestros hermanos. Algunos días
antes, en una de nuestras jornadas de sanación, vinieron mi tío Cleofás, mis
dos tías y mi hermano Jacob con la intención de hacer volver a casa a Jesús y a
mí, diciéndonos que estábamos trastornados. A Miriam se la veía muy triste,
como si estuviese allí obligada. Aunque sólo estuvieron un rato, volvieron
bastante impresionados. Cuando les dijeron a la gente quiénes eran, una mujer
gritó a Jesús: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te
amamantaron”. Jesús miró a la mujer que había gritado. Luego miró a su madre,
la sonrió y, mirándole a los ojos fijamente le dijo:
- Más bien dichosos los que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.
- ¿Conoces Nazareth, Mattaj? –me preguntó Judas. Ante mi
negativa continuó:
Nazareth es un pueblo muy pequeño, pero desde un
acantilado cerca del pueblo, la vista se pierde en el fértil valle de Jezrael
y, los días claros, se divisa al fondo el monte Tabor, desde donde bajaron los
ejércitos de Israel, al mando de Barac y Débora, para atacar y desbaratar al
poderoso ejército cananeo al mando del general Sísara. Miles de veces, Jesús y
yo habíamos estado sentados en el acantilado, imaginándonos la batalla final
entre el bien y el mal, la batalla de la colina de Meguido, Har Meguido, que
los griegos llaman Armagedón, que se desarrollará allí al fin de los tiempos.
También allí, en Meguido, había muerto el rey Josías, el gran reformador de la
idolatría de Judá, en una batalla innecesaria contra el faraón Necao. Ni Jesús
ni yo entendíamos porqué Josías, un rey fiel a Elohim, había sido abandonado
por YeHoVaH para morir a manos de un extranjero. Desde niños, allí sentados,
imaginábamos cómo habríamos defendido al rey Josías en la batalla de Meguido, cómo
hubiésemos luchado con el ejército de Barac y Débora y, sobre todo, como
combatiríamos del lado del Ungido de Elohim, contra las fuerzas de Satán si
YeHoVaH nos concediese vivir el fin de los tiempos y participásemos en el
Armagedón. La última vez que estuvimos allí, justo antes de la partida de
Jesús, me dijo: “Ya entiendo por qué tuvo que morir Josías. La batalla de Har
Meguido no se ganará con espadas, ni con carros, ni con lanzas, sino con la
misericordia”. Me quedé perplejo con esas palabras suyas, pero antes de que
pudiera preguntarle se levantó y se fue a casa a toda prisa. Cuando llegué
detrás de él me encontré con la noticia del accidente de José y nunca tuve
ocasión de preguntarle sobre ellas. Ahora empiezo a entenderlas y no hago
preguntas. Sé que algún día las entenderé del todo.
Llegamos a Nazareth al atardecer de un viernes –continuó
Judas con el hilo de su histori, que había roto para ponerme en antecedentes
sobre Nazareth–. Normalmente los viernes por la tarde no había mucha gente que
nos siguiese, porque a partir de la puesta del sol empieza el Sabath. Entramos
en el pueblo y, naturalmente, fuimos a nuestra casa. Nos cruzamos con algunas
personas que se quedaban mirando a Jesús como si fuera una aparición.
Evidentemente, hasta allí había llegado la fama de las curaciones de Jesús.
Cuando llegamos a casa, mi padre, mis tíos y todos mis hermanos se quedaron
asombrados. Se leía en su cara una mezcla de enfado por lo que ellos creían la
huida de Jesús tras la muerte de José hacía unas lunas y mi desaparición tras
él hacía unas semanas y, por otro, la extrañeza ante las cosas que oían contar,
y que algunos de ellos habían visto, de las curaciones de Jesús. A esto se
mezclaba la preocupación de ver que llegábamos una auténtica muchedumbre. Por supuesto,
se impuso la hospitalidad. Mi tío Cleofás y mi padre salieron a recibirnos, nos
trajeron agua en abundancia para las purificaciones y nos dieron a todos el
beso de la paz. También vinieron mis hermanos Jacob y José. No parecían tan
comprensivos como nuestros tíos. Mi hermano Simón no salió a recibirnos. Se
asomó a una ventana, para dejar patente que nos había visto llegar, pero no
bajó. El ver que traíamos provisiones que podían ayudar a la cena para tantos,
les tranquilizó un poco. Inmediatamente después vinieron Miriam, la madre de
Jesús y mi otra tía Miriam, la mujer de mi tío Cleofás y nuestras cinco
hermanas. Miriam se abalanzó a abrazar a su hijo, mientras la otra Miriam, la
de Cleofás, tras saludar cariñosamente a Jesús, salió rezongando con las cinco
chicas para preparar todo para la cena. Jesús, tras el abrazo a su madre tomó
varios sacos de provisiones, se los cargó al hombro y, antes de que ninguno de
nosotros pudiésemos reaccionar, se fue detrás de su tía Miriam hacia la cocina,
seguido por Noemí. Miriam nos saludó a todos efusivamente, pues nos conocía de
Caná y, luego, hizo ademán de irse también a la cocina, pero al cruzarse con
Jesús, que volvía de allí, éste la sujetó y, junto con mi padre y Cleofás, él,
yo y los otros dos hermanos que estaban allí, entramos a la casa por otra
puerta. Evidentemente, quería explicar a todos sus motivos en una especie de
consejo de familia, como los que solíamos tener para hablar de la marcha de la
carpintería.
- Nosotros nos quedamos en el patio un poco huérfanos
–siguió Tomás–, sin nadie que nos hiciese caso, pero en seguida salieron dos de
las hermanas de Jesús para atendernos con un ánfora de vino, varias copas y
algunos higos y un poco de pescado seco y se fueron. De la casa salían las
voces de una agria discusión. Las únicas voces que no se oían eran las de
Miriam y Jesús, así que cuando las voces estaban calladas, suponíamos que
estaba hablando suavemente alguno de los dos. Pero la discusión no amainaba.
Distinguíamos cinco voces masculinas además de la de Tadeo, así que supusimos
que Simón también se había incorporado a la discusión. De hecho, había tres
voces muy airadas, una que transmitía cierto enfado, sin llegar al nivel de las
otras y otra que pretendía ser conciliadora.
Pasó algo más de una hora de tenso silencio en el patio y
discusión en el interior. Ninguno sabíamos que decirnos. El crepúsculo se
acercaba. Por fin, oímos a Miriam la de Cleofás entrar en la sala del consejo
familiar, dando palmadas y anunciando que la cena estaba lista y que había que
empezar el Sabath. Luego vino al patio y nos invitó a pasar. En una mesa enorme
había preparado una sobria y a la vez espléndida cena. Miriam la de Cleofás,
por ser la esposa del mayor de los hermanos, procedió a encender las velas.
Después, el propio Cleofás recitó el kidush, con el pan tapado, manteniendo en
alto la copa de plata con el vino especiado con clavo. Después, Cleofás bebió
de la copa y la pasó para que bebiésemos todos. Tras eso partió el pan, lo
repartió y empezó la comida.
- Mi tío Cleofás –retomó Tadeo el relato–, que había
procurado ser conciliador en la discusión, intentaba ahora que no se notase la
tensión –continuó Judas–. Mi hermano Jacob estaba también bastante amable,
aunque se le notaba un cierto malestar. A mi padre y a mi hermano José se les
notaba muy disgustados, aunque intentaba disimularlo con educación. Pero mi
hermano Simón tenía un ceño hosco y no dijo una sola palabra en toda la cena,
apenas levantó los ojos del plato. Si se hubiese atrevido, a buen seguro no hubiese
estado en la cena, pero el Sabath era inviolable. Miriam, la mujer de mi tío
Cleofás, y el resto de mis hermanas intentaban también quitar hierro al
ambiente, hablando mucho y recordando viejos tiempos. Miriam la madre de Jesús,
sentada al lado de su hijo, apenas hablaba. Miraba muy frecuentemente a Simón,
con una sonrisa en su rostro. En un momento, las miradas de tía y sobrino se
cruzaron y Simón, a pesar de su enfado, no pudo evitar devolver la sonrisa a
Miriam, aunque, inmediatamente, volvió a bajar la vista y a concentrarse en su
plato. Al acabar la cena, Jesús y yo nos fuimos a dormir a la sala de los
hermanos, Noemí fue a la habitación de Miriam, la madre de Jesús y el resto
dormimos en la misma sala en la que habíamos comido, después de que las mujeres
la despejasen de todos los preparativos de la cena. Jesús se quedó rezando
mientras yo intentaba en vano dormir, presa de la excitación de la discusión.
Solo horas más tarde me quedé dormido con un sueño inquieto y agitado. Jesús
seguía rezando.
- Al día siguiente, casi al alba, nos despertó una especie
de murmullo atronador –continuó Andrés–, casi un rugido. Fuera del portalón de
entrada al patio de la casa se habían reunido como cincuenta o sesenta
personas, que debían ser todos los enfermos de Nazareth más los acompañantes de
aquellos que no podían valerse por sí mismos. Llamaban a voz en grito a Jesús.
- Jesús –gritaban–, cúranos,
como has curado a otros fuera de Nazareth. Haz en tu tierra y a tu gente lo que
has hecho en otros sitios.
No era una súplica, era una exigencia airadamente
expresada. Pero Jesús no salía y el griterío iba en aumento hasta convertirse
casi en un tumulto. Unos cuantos de ellos se curaron, aun sin que Jesús
saliese. Sus gritos de agradecimiento se mezclaban con las exigencias del resto
que los acallaban, furiosos de que estuviesen curados y ellos no. Todos,
familia y huéspedes, estábamos en el patio mirándonos unos a otros en silencio.
Pasaba el tiempo y la turba empezó a indignarse. Los que no se veían curados la
emprendieron con los que sí lo habían sido, que tuvieron que huir. La turba
empezó a golpear el portón.
- Mi hermano Simón –Tadeo continuaba con el relato– se
encaró con Jesús diciéndole con acritud y tono retador:
- Vamos, sal ahí, si tienes
valor, y demuestra a todos por qué te fuiste de casa.
- Simón –le dijo Jesús sin
acritud– no tengo nada que demostrar a nadie. A algunos de ellos, su fe les ha
curado ya. Los que no tienen fe y exigen su curación como si yo fuese el chico
de los recados no se curarán aunque yo salga. Pero tu padre, Cleofás, ha
quedado curado.
Mi tío Cleofás se puso pálido. Cuando se recuperó del
asombro se acercó a Jesús se volvió hacia todos y nos dijo:
- Efectivamente, no os había
dicho nada a nadie porque tenía miedo y vergüenza. Desde hace unas semanas he
tenido una mancha en la tripa. Una mancha como las que el Levítico dice que es
la lepra: reluciente y con una pequeña llaga en el medio, algo más hundida que
el resto de la mancha. Los pelos de la zona se habían vuelto blancos. El
Levítico dice que así es la lepra y que hay que ir al sacerdote para que
declare impuro a quien la tenga. Yo tenía un miedo y una vergüenza espantosos y
posponía siempre ir al sacerdote. Por eso estaba hosco y huraño contigo, Miriam
–dijo dirigiéndose a su mujer–. Por eso has echado en falta algún paño. Me iba
fuera del pueblo y quemaba a escondidas los paños que cogía para envolverme la
pústula. Sé que he hecho mal, que debería habéroslo dicho, pero no me he
atrevido. He vivido impuro junto a vosotros, he celebrado impuro varios
Sabaths. Os pido perdón –y al decir esto su voz se quebró–. Pero –continuó
levantando la cabeza y mirando a Jesús– esta mañana, al levantarme, estaba
limpio, completamente limpio –y diciendo esto se quitó la ropa de medio cuerpo
para arriba y nos mostró el lugar del abdomen donde había tenido la mancha.
Efectivamente, la piel estaba sana y negros todos los pelos de su velludo
abdomen–. Ayer –continuó– en la cena Sabath recé al Altísimo con toda mi alma,
a pesar de mi impureza. Le dije a Jesús con toda la fuerza mental de que era
capaz: “Jesús, si lo que dicen de ti y yo he visto es verdad. Si no condenas a
los impuros. Si tienes alguna relación con el Altísimo, pídele que me cure”. Y
esta mañana estaba curado. No sé cómo lo has sabido, Jesús. Nadie, ni siquiera
Miriam, lo sabía. Lo guardaba en mi conciencia como una vergüenza.
Y diciendo esto, intentó arrodillarse delante de Jesús,
que se lo impidió con energía diciéndole.
- Tío Cleofás. De ninguna
manera te permito que te inclines ante mí. Ahora que mi padre ha muerto, tú
eres mi padre y te debo todavía más respeto que antes. Soy yo el que imploro tu
bendición y tu perdón –y diciendo esto, se arrodilló delante de mi tío que se
quedó perplejo, sin saber lo que hacer.
Como un autómata, Cleofás bendijo a Jesús y después le
abrazó larga y cariñosamente. Esto indignó a Simón y a José.
- No te creo padre –saltó Simón
furibundo– es tu bondad natural, la que te lleva a inventarte esta historia de
la curación para que aceptemos a este Jesús que nos ha dejado en la estacada.
- Esa bondad natural que tienes
con todos menos con tus dos hijos pequeños, porque toda se la has dado a tu
hijo mayor, Jacob, y a tu sobrino, Jesús, a quien siempre has querido más que a
nosotros –concluyó José, casi tan indignado como Simón.
Efectivamente, mi tío Clofás, siempre ha tenido una
marcada predilección por su hijo mayor, Jacob, y ha tenido para Jesús un cariño
especial. Esto ha sido toda la vida una fuente de tensiones en la familia. Su
madre, Miriam, intentó, desde que eran pequeños paliar esas evidentes
predilecciones de Clofás, pero nunca consiguió expulsar el resentimiento del
corazón de sus dos hijos menores. Sin embargo, nunca pensé que podría llegar a
oír esto. Cleofás se quedó como petrificado, como si le hubiesen abofeteado. La
madre de ambos, Miriam, saltó como una pantera.
- Sois un par de chacales. Toda
vuestra vida os he dado un cariño especial para compensar la predilección de
vuestro padre por Jacob y Jesús, pero siempre habéis rechazado mi cariño como
si fuese un estorbo para vuestro resentimiento. Miriam también se ha volcado en
cariño hacia vosotros. Pero ha tenido que ocurrir este milagro para que
sacaseis definitivamente a flote toda vuestra envidia, rencor y mezquindad,
insultando además a vuestro padre y llamándole mentiroso. Idos de esta casa. No
quiero veros más. Fuera de esta casa –parecía como si les estuviese escupiendo
estas palabras.
Ellos se dieron la vuelta. Clofás les llamó con voz
suplicante, pero ellos abrieron el portón y se fueron. La gente que estaba
fuera intentó entrar, pero Miriam, la de Cleofás, con Miriam, la madre de
Jesús, estaban en el umbral de la puerta. Los ojos de furia de la primera y la
actitud serena pero firme de la segunda les impidieron entrar. Ellas cerraron
la puerta. Poco a poco, la muchedumbre se disolvió.
- ¿Qué voy a hacer ahora? –se
lamentaba Cleofás– mis hijos se han ido. Nunca fui un buen padre para ellos,
que Dios me perdone –y, luego, volviéndose a Jesús–. Hijo, tú no tienes la
culpa de nada. Soy yo el que he alimentado ese odio en mis hijos. Tú siempre
has sido como un hijo para mí, lo sigues siendo y lo serás hasta que me muera.
Mientras decía esto, su mujer se acercó a la otra Miriam y
la abrazó con fuerza. Luego miró a Jesús y le dijo:
- También yo te considero mi
hijo querido. ¿Cómo podrías tú tener la culpa de que estos hijos míos sean así
de miserables? Lo han sido desde pequeños. Por una cosa u otra, esto tenía que
llegar algún día. No importa que en unos días el taller se haya quedado sin
manos. Entre tu madre, yo y mis cinco hijas podemos sacar adelante a la familia
sin problemas.
Entonces, Jesús, tú y tu madre dijisteis unas misteriosas
palabras –Tadeo se dirigía directamente a Jesús que le sonreía enigmáticamente:
- No he venido a traer la paz
al mundo –dijiste tú–. Desgraciadamente, esto no es más que el principio y es
voluntad del Padre –Abba, siempre Abba– que esta tragedia empiece por mi propia
familia. Pero, desde ahora, en una misma familia los hijos estarán contra los
padres, las nueras contra las suegras, dos hermanos estarán conmigo y dos
contra mí. Incluso llegará un día en que unos denuncien a otros ante el
Sanedrín por mi causa. Desgraciadamente, no puedo dejar de ser piedra de
tropiezo. Pero ni un solo día dejaré de rezar al Padre del cielo por Simón y
José y os pido a vosotros que también lo hagáis.
Y Miriam añadió:
- Cuando te llevamos a
circuncidar al Templo –ya te lo conté la noche antes de que te fueses, pero
ahora se lo cuento al resto–, un anciano, Simeón, me dijo: “Mira, este niño va
a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de
contradicción y, a ti misma, una espada te atravesará el corazón; así quedarán
al descubierto las intenciones de todos”. Llevo treinta años meditando estas
palabras en mi corazón. Toda tu niñez y tu juventud, tan apacibles y
bondadosas, me habían hecho casi pensar que el bueno de Simeón chocheaba. Pero
ahora sé que esto es sólo el principio.
Ninguno de los dos Jacobs, mi padre y mi hermano, decían
nada. Parecían sometidos a una lucha interna. Todos nosotros estábamos
perplejos, sin saber qué hacer. Nos hubiese gustado desaparecer. Entonces Jesús
dijo:
- Vamos, me esperan en la
sinagoga.
Todos cruzamos una mirada de aprensión, pero Jesús no nos
dio tiempo a reaccionar. Antes de que pudiésemos decir nada había salido a la
calle, que ahora estaba desierta y estaba caminando hacia la sinagoga. Todos
fuimos detrás de él. Al llegar a la sinagoga se oyó el murmullo de toda la
gente que susurraba. Jesús pasó por medio de un pasillo de caras hoscas, salvo
alguna que esbozaba una tímida sonrisa. El rabino salió a saludarle y le
ofreció hacer las lecturas. Le dijo con ironía:
- Pocas veces viene un profeta
a visitarnos. Sería un honor para tu pueblo que un profeta nacido en él hiciese
las lecturas y las comentase.
Jesús recibió el beso de la paz del rabino, le agradeció
la deferencia, haciendo caso omiso de la ironía de su voz, subió al ambón, tomó
el rollo del profeta Isaías y lo desenrolló hasta encontrar el pasaje que
buscaba. La sinagoga estaba llena a reventar y el silencio se podía cortar.
Jesús leyó:
- El Espíritu de Elohim está
sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los
pobres, para curar los corazones desgarrados y anunciar la liberación a los
cautivos, a los prisioneros la libertad. Me ha enviado para anunciar un año de
gracia de Elohim –hizo una brevísima pausa, casi imperceptible, como si se
estuviese saltando algún verso y siguió–; …; para consolar a todos los afligidos,
para alegrar a los afligidos de Sión; para cambiar su ceniza por una corona, su
traje de luto por perfumes de fiesta y su abatimiento por cánticos.
Enrolló otra vez los pergaminos y se sentó. Se hizo un
denso silencio que duró casi un minuto, en el que Jesús paseó su mirada por
todos. Después continuó:
- Hoy, en vuestra presencia, se
ha cumplido este pasaje de la Escritura –y se calló.
El murmullo se convirtió en un sordo zumbido. Se decían
unos a otros:
- ¿De dónde le vienen a éste
esa sabiduría y esos poderes milagrosos que se cuentan? ¿No es este el hijo del
carpintero José? ¿No se llama su madre Miriam y sus hermanos Jacob, José, Simón
y Judas? ¿No están todas sus hermanas entre nosotros? ¿De dónde le viene
entonces todo esto?
Jesús se levantó, alzó la mano y todos se callaron. Les
dijo:
- Seguramente me recordaréis el
proverbio: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Lo que hemos oído que has hecho fuera
de aquí, hazlo también aquí, en tu pueblo.
Se oyeron murmullos de aprobación: “eso, eso, que cure a
todos los que no ha curado antes y creeremos en él”. Él, levantando la mano
otra vez les hizo callar de nuevo. Y les dijo con voz potente:
- La verdad es que ningún
profeta es bien acogido en su tierra. Os
aseguro que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando se cerró
el cielo por tres años y seis lunas y hubo una gran hambre en todo el país; sin
embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en
la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo,
pero ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán, el sirio. De la misma
manera, no puedo curar a muchos de aquí por su falta de fe.
Un rugido de furia se levantó ante estas palabras. Todos
se levantaron y, agarrándole, le arrastraron fuera del pueblo, hacia el
acantilado desde el que se divisa el valle de Meguido. Mientras le llevaban, a
rastras, le golpeaban y le daban patadas. A nosotros nos cogió desprevenidos,
pero mi padre, mi tío Cleofás y mi hermano Jacob trataban en vano frenar a la
chusma y se llevaron por ello bastantes golpes. Al llegar al borde, le pusieron
de pie y le hicieron mirar hacia el valle dispuestos a empujarle. Entonces él,
se dio la vuelta y empezó a mirar a los ojos a cada uno de ellos. Sangraba copiosamente
por varios sitios. Echó a andar y la marea humana que le había llevado hasta el
acantilado se abrió. Él los miraba a todos y ellos bajaban la vista cuando
pasaba. No cojeaba. Andaba erguido y con una dignidad asombrosa para un hombre
que acababa de ser brutalmente ultrajado. Cuando salió de entre la muchedumbre
siguió andando hacia el camino de salida del pueblo. Todos se quedaron quietos,
como petrificados. Nosotros le seguimos. Detrás de nosotros venían mi padre, mi
tío Cleofás y hermano Jacob. Al doblar un recodo, fuera ya de la vista de los
nazarenos, empezó a cojear y a dar tumbos. En uno de ellos trastabilló y cayó
al suelo.
- Entonces yo me acerqué, me agaché hasta él, le tomé en
mis brazos y le dije –hablaba Jacob, el hermano del rabbí.
- Jesús, hermano, perdóname.
Déjame ir contigo, vayas donde vayas. A partir de ahora seré tu hermano menor,
tu servidor. Viviré como tú vivas y moriré como tú mueras, pero déjame ir
contigo. No sabría encontrarle sentido a la vida de otra manera.
- Querido hermano –me contestó–
te he estado llamando en silencio desde que te vi el día que fuiste a buscarme.
Desde que llegué a casa ayer he redoblado mi llamada y veo que me has
escuchado. Bendito sea Dios. Ayúdame a levantarme.
Le ayudé, me miró a los ojos, me sonrió y me abrazó con
fuerza. Me di cuenta de que, efectivamente yo era el menor de los hermanos,
aunque fuese el mayor de todos. Menor que José y Simón, menor que Tadeo y,
desde luego, mucho menor que Jesús, que me pareció un gigante, un profeta como
Elías o Moisés. Por eso me hago llamar Jacob, el menor. Entonces Jesús miró a
mi padre y al de Tadeo como disculpándose por llevarse a sus dos hijos tras
haberse producido el lastimoso incidente con los otros dos, dejando sin brazos
el taller de carpintería. Mi tío Jacob, se adelantó y le dijo:
- Me siento orgulloso de que mi
hijo Judas se haya ido contigo y creo que hablo también por Cleofás. No somos
dignos de ese privilegio. El taller ya iba mal y tenía poco trabajo. No creo
que hubiese podido mantenernos a todos. En cambio, nuestras mujeres y nuestras
hijas tienen cantidades de trabajo cosiendo en las casas de los pueblos vecinos
y podrán mantener bien a estos dos viejos. Seguid vuestro camino, hijos.
De repente me di cuenta de lo avejentados que estaban mi padre
y mi tío. Me acerqué a ellos y los abracé con toda el alma. Lo mismo hizo Judas
y, después Jesús. Les dijo:
- Ya os he dicho que rezaré
todos los días porque Simón y José vuelvan a vosotros. Todos nosotros
rezaremos. Hacedlo vosotros también. No perdáis nunca la esperanza. Jamás. La
misericordia de Dios es más fuerte que cualquier odio. Despedidme de mi madre y
de tía Miriam.
Y diciendo esto les bendijo diciendo:
- Que Elohim, os bendiga y os guarde; Elohim haga brillar
su rostro sobre vosotros y os conceda su favor; Elohim os muestre su rostro y
os dé la paz.
Y, después de esto, se dio la vuelta y se alejó cojeando
ostensiblemente y apoyado en Tadeo y en mí.