30 de enero de 2008

Respuesta a un comentario a mi entrada "Sobre la Inquisición"

Fernando ha dejado un nuevo comentario en su entrada "Sobre la Inquisición":

No estoy de acuerdo con el fondo del artículo.

Objetivamente, sin necesidad de ser católico para pensarlo, lo mejor que la ha pasado a España ha sido el tribunal del Santo Oficio. No ha habido institución más popular que ésta en España, ni siquiera la monarquía, y cuando fue suprimida por los liberales se hizo contra el sentimiento del pueblo. La Inquisición trajo paz, estabilidad, respeto a la ley y promoción de la cultura. Era la vértebra de todo el Imperio Español y representaba su espíritu católico de justicia universal. Condenar la Inquisicón es faltar a la memoria de todos los hombres buenos, sabios y santos que formaron parte de ella, que eran la inmensísima mayoría. ¿O pediremos perdón por el sacerdocio sólo porque haya curas indeseables?

Le recomiendo el libro "Proceso contradictorio a la Inquisición Española" de Jean Dumont. No es fácil de encontrar, pero lo tiene en la biblioteca de la Universidad.


Le contesto:

Me parece bien que no estés de acuerdo con el fondo del artículo. De los desacuerdos y cambios de impresiones sale la luz.

Sin embargo, yo creo, con el Papa, que la Iglesia ha hecho bien en pedir perdón por muchas cosas que hizo la Inquisición y que estuvieron muy mal. Cuando digo la Iglesia, me refiero a todos los cristianos que la formamos. Desde luego, yo no he quemado a ninguna bruja ni a ningún hereje, pero si creemos, por el dogma del Cuerpo Místico de Cristo, que la Iglesia es ese Cuerpo y que todos los cristianos somos solidarios en cierta medida a través de Él, entonces no nos queda más remedio que pedir perdón. Por lo tanto, yo, Tomás Alfaro, sí que lo pido.

¿Por qué creo que el Papa Juan Pablo II hizo bien en pedir perdón? Porque la Iglesia, si quiere ser fiel reflejo de su Maestro, no debería haber quemado a nadie ni condenado a nadie a penas físicas por sus actos, o su heterodoxia. No es así como se extiende la verdad, sino como dice la oración de perdón que aparece en mi entrada original, por la dulzura de la caridad, conscientes de que la verdad sólo se impone con la fuerza de la verdad misma. Cualquier otro método de extenderla es contraproducente, no es acorde con el mensaje evangélico y la Iglesia, que debe ser testigo del evangelio, hace bien en pedir humildemente perdón si no es testigo fiel de la Buena Noticia. Y si quiere que esta Buena Noticia resplandezca, tiene que purificarse. ¿Hay algo que purifique más que pedir perdón? Además, la oración de perdón del Papa es una oración de perdón a Dios. Sin embargo, el Evangelio nos dice que antes de dejar la ofrenda en el altar, debemos reconciliarnos con nuestro hermano si tiene algo contra nosotros. Dicho esto, no debemos pedir perdón por ser Iglesia, debemos dar gracias por serlo, pero sí por lo que hayamos hecho mal. De la misma manera, y contestando a tu pregunta, no debemos pedir perdón por el sacerdocio, sino dar gracias por los sacerdotes que, santos o no, hacen presente a Cristo en el mundo. Pero, precisamente por eso, sí debemos pedir perdón por los curas indeseables que, desgraciadamente, como tu dices, los hay y manchan el rostro de Cristo. Y por los cristianos indeseables. Todos lo somos en alguna medida.

En mi artículo no digo que todo lo que ha hecho la Inquisición sea malo, ni que deba asumir más culpas que las reales, no las inventadas o exageradas por hombres de mala voluntad y/o ignorantes. Pero para extender la verdad, la primera verdad es la de uno mismo. Cuando la Iglesia pide perdón por lo que hizo mal la Inquisición, no falta a la memoria de los hombres buenos, sabios y santos que hubo en ella. De hecho la Escritura dice que el justo peca siete veces al día porque el trigo y la cizaña crecen juntos en nuestro corazón. O, como dijo Soljenitzin: "la línea que separa el bien del mal pasa justo por medio del corazón del hombre". Por lo tanto, estos hombres, desde el cielo, también habrán pedido perdón y estarán purificados.

En fin, que me alegro de que me hayas dado pie para decir esto.

Gracias por ello y gracias por el libro recomendado. Lo leeré.

Tomás Alfaro Drake

27 de enero de 2008

Una aclaración al artículo ¿Cómo pudo aparecer la vida? I

Tomás Alfaro Drake

Este artículo puede considerarse como parte de la serie de “Dios y la ciencia” que vengo escribiendo. Lo escribo para reafirmar algo que escribí en el 9º de esa serie: “¿Cómo pudo aparecer la vida? I” y para complementarlo con una reflexión pertinente. Aunque intentaré que el artículo sea corto, no me voy a someter en él a la estricta regla de los demás de que no tenga más de una página. Tendrá las que tenga que tener. La causa de esta vuelta a lo ya tratado es la aparición en la prensa de una importante noticia de carácter científico. Efectivamente, hoy 26 de Enero del 2008 aparece en la prensa que un científico de los EEUU, Craig Venter, ha hecho un descubrimiento que puede abrir la puerta a la formación de vida sintética en el laboratorio. Parece que, tal vez algún día, podría llegar a diseñarse el genoma de una bacteria con propiedades distintas de cualquiera existente. Por ejemplo podría desarrollarse una bacteria con un código genético que atacase a determinadas células cancerígenas. Pero también podría hacerse otra que segregase una toxina mortífera y se convirtiese en una terrible arma biológica[1]. Como todos los avances científicos, tiene un doble filo ético. No es en sí mismo ni bueno ni malo, lo será según lo usemos los hombres. Pero de esto hablaré dentro de unas líneas.

Antes quiero volver sobre una afirmación que hice en el artículo antes citado de la serie. Dije allí: “Los científicos se han preguntado cómo la química pudo dar lugar a la vida. Pero las respuestas que se dan no son científicas, ya que no se puede realizar un experimento que, a partir de condiciones naturales, produzca vida”.

Pudiera parecer que el nuevo descubrimiento desmiente el párrafo anterior y que por lo tanto, se ha desvelado con él, al menos teóricamente, el origen de la vida. Sin embargo no hay nada de eso. Si todos los cuadros del mundo hubiesen aparecido misteriosamente una mañana colgados de sus respectivas paredes sin que conociésemos el “oficio” de pintor, el misterio de su aparición no quedaría resuelto porque un buen copista hiciese una copia con variaciones de “Las hilanderas”. No es lo mismo copiar en el laboratorio una hebra de ADN que realizar un experimento en el que esa hebra se forme espontáneamente. Y que esa hebra se forme espontáneamente, por azar, sigue teniendo las mismas probabilidades de que el cuadro de “Las hilanderas” apareciese pintado dejando un lienzo en blanco en la selva del Amazonas.

Sin embargo, este descubrimiento sí que abre importantísimas cuestiones éticas. No es nada nuevo. Hace más de dos siglos que la humanidad está avanzando en un proceso científico y tecnológico lleno de maravillosas aplicaciones que liberan al ser humano de pesadas cargas, pero que también posibilitan usos perversos o tienen consecuencias indeseables que le pueden sumir en la más abyecta situación. No pondré ejemplos de esto, porque cualquiera puede hacerlo. Pero la respuesta a esos problemas éticos no es científica, ni son los científicos los que la pueden dar. Tampoco es una cuestión de mayorías. Es una cuestión de búsqueda del bien basado en la verdad. Una cuestión espinosa en una sociedad que ha llegado a pensar que ni el bien ni la verdad existen y que todo es según del color del cristal con que se mire.

En esta situación, copio textualmente las conclusiones a las que, hace unos años llegaron un grupo de premios nobel de distintas ramas del saber agrupados en una asociación que lleva el nombre de "Nova Spes"; “Nueva Esperanza”:

DECLARACIÓN DE 12 PREMIOS NOBEL HECHA EN
ROMA EL 22 DE DICIEMBRE DE 1980

NOVA SPES, Movimiento Internacional para la promoción de los valores y del desarrollo humano.

J. Dausset Medicina Francia
C. de Duve Medicina Bélgica
L. Eccles Medicina Austria
F. O. Fischer Química Alemania
L. R. Klein Economía U.S.A.
H. A. Krelos Medicina Gran Bretaña
F. A. von Hayek Economía Gan Bretaña
S. Ochoa Medicina España
I. Pricogine Química Bélgica
C. H. Townes Física U.S.A.
M. F. H. Wilkins Medicina Gran Bretaña
R. S. Yallow Medicina U.S.A.

“Nosotros, ganadores del premio Nobel, compartimos con Alfred Nobel su preocupación por que la ciencia sea beneficiosa para la humanidad.

La ciencia ha proporcionado grandes bienes y nosotros esperamos que continúe proporcionándolos en adelante.

Sin embargo, el conocimiento científico se ha aplicado en ocasiones de forma absolutamente indeseable, como en la guerra, por ejemplo, al tiempo que su utilización para fines buenos puede tener efectos secundarios inesperados que no son deseables.

Además, la soberbia intelectual que la ciencia ha proporcionado, ha cambiado la idea que la humanidad tiene de sí misma y de su lugar en el universo, lo que ha llevado a los seres humanos a un empobrecimiento espiritual y a un vacío moral.

Creemos que los científicos deben tener una especial sensibilidad ética y estamos deseosos de derribar la tradicional barrera –o incluso oposición– entre la ciencia y la religión.

Las Iglesias, sin duda, pueden desempeñar un papel importante en el intento por conseguir este objetivo; y en particular reconocemos que la Iglesia católica está en una situación única para aportar una orientación moral a escala mundial”
.

Aunque desde 1980 hasta ahora ha pasado más de un cuarto de siglo, me parece que estas palabras son ahora, si cabe, de más actualidad que entonces.

Al final, sólo han sido dos páginas.
[1] Creo que es necesario utilizar este tono cauto, aunque sólo sea para contrarrestar el triunfalismo científico-periodístico, muchas veces sin fundamento, de que la ciencia siempre sabrá llegar al final de los caminos que inicia. De momento, el avance reseñado está muy lejos de ser capaz de desarrollar semejante bacteria. Lo acepto como metodología, no por que lo dé por hecho, ni mucho menos.

24 de enero de 2008

Sobre la Inquisición

Tomás Alfaro Drake

Con una fracuencia aproximadamente anual, alguien, que sabe de mi pertenencia a la Iglesia católica me restriega por la cara el comportamiento de la Inquisición. Y no se lo reprocho. Es algo que debe salir a la luz. Ayer fue ese día. Y como católico, no puedo hacer más que lo que hizo el Papa Juan Pablo II. Reconocer que fue una barbaridad y pedir perdón histórico:

Señor, Dios de todos los hombres, en algunas épocas de la historia los cristianos a veces han transigido con métodos de intolerancia y no han seguido el gran mandamiento del amor, desfigurando así el rostro de la Iglesia, tu Esposa. Ten misericordia de tus hijos pecadores y acepta nuestro propósito de buscar y promover la verdad en la dulzura de la caridad, conscientes de que la verdad sólo se impone con la fuerza de la verdad misma.

Esta fue la oración con la que Juan Pablo II hizo pública profesión de perdón por la actuación histórica de la Inquisición. Y yo, me adhiero, resaltando algunas palabras de la oración que acabo de transcribir: Somos los cristianos –hijos pecadores de la Iglesia y necesitados de misericordia–, Papas, obispos, sacerdotes o meros seglares, los que, usando métodos poco evangélicos, hemos desfigurado el rostro de la Iglesia, la Esposa de Cristo.

Ahora bien, después de adherido, quiero yo también sacar a la luz la verdad. Que la Iglesia pida perdón por el comportamiento de algunos de sus hijos en algunas épocas de la historia, no quiere decir que deba cargar con más culpas de las que le corresponden. En este espíritu, ahí van algunas reflexiones.

Cuando se habla de las ejecuciones de la Inquisición hay que distinguir dos áreas completamente diferentes. Las brujas y los herejes.

Empecemos por las primeras. En la Europa de los siglos XIV al XVIII, una mujer con un comportamiento algo extraño, que chocase a sus paisanos, era inmediatamente tachada de bruja. A partir de ese momento, no había desgracia que ocurriese en el pueblo, que no se le imputase a ella. La cosa solía acabar en linchamiento. No hay manera de saber cuantas pobres mujeres acabaron su vida así. Pero si hablamos de condenas por brujería llevadas a cabo por tribunales sí hay estimaciones. Se cree que en todo el mundo, desde Rusia hasta América, desde Escandinavia hasta España, desde 1325, fecha en que un tribunal condenó a muerte por primera vez a una bruja en Irlanda, hasta 1782 en Suiza, última condena a una bruja, se mataron unas 60.000 brujas. En estas condenas entran tribunales eclesiásticos, católicos y protestantes, civiles reales o locales, etc. Pues bien, de estas muertes, “sólo” unas 7500 lo fueron por la Inquisición. También hay que reseñar que en algún momento entre 1605 y 1621, que fue el periodo del pontificado de Paulo V, este Papa prohibió la pena de muerte para las brujas. Es decir, la Iglesia católica suspendió esta barbarie más de 160 años antes de la última ejecución “legal” de una bruja en el mundo. Por otro lado, la inmensa mayoría de los juicios a brujas llevados a cabo por la Inquisición acababan en absolución y, con toda seguridad, una persona que era acusada de brujería por el vulgo, juzgada por la Inquisición y declarada inocente, se salvaba del linchamiento porque, a partir de ese momento estaba protegida por el tribunal que la había absuelto. Se puede afirmar, sin lugar a dudas, que la Inquisición salvo muchas más vidas de supuestas brujas que aquellas a las que condenó. La cifra de 60.000 brujas ejecutadas en ese tiempo es estimativa. No así la de las juzgadas y ejecutadas por la Inquisición, puesto que todos y cada uno de sus procesos están debidamente documentados, cosa que no ocurría con el resto de los tribunales. De lo que no cabe duda es de la burda y malintencionada mentira de un estúpido y tendencioso “best seller” que dice que la Inquisición quemó a seis millones de brujas. Hay que decir, además, que en una época como aquella en la que la superstición era moneda corriente, se daban algunos casos de auténticos asesinatos rituales –como sigue ocurriendo hoy en día. Con altísima probabilidad, los casos de condena de la Inquisición respondían, en la inmensa mayoría de los casos, a éstos.

No obstante, sigo diciendo lo que dije al antes; el número de casos debió ser CERO y por eso la Iglesia ha pedido el perdón del que hablé al principio.

Si hablamos del caso de herejes, las cifras son muchísimo más bajas, aunque también mucho más injustas, puesto que hablamos de condenar y matar a alguien por sus ideas y creencias. Sin embargo, todo hereje se podía salvar de la muerte abjurando de sus ideas. Cierto que esto es una afrenta a la dignidad, pero en cualquier caso no es lo mismo que matar. Sin la menor duda, la Inquisición vino a hacer que las condenas por herejía, que existían antes que ella, fuesen menores, al ofrecer muchas más garantías procesales que cualquier otro tribunal. Desde luego que esto no elimina la responsabilidad de la Iglesia y, por eso, otra vez, la petición de perdón.

Es verdad que el método de ejecutar las penas, la hoguera, era brutal. Pero conviene recordar que era un método civil, previo a que existiese la Inquisición. En el año 1220, doce antes de que se fundara la Inquisición en 1232, Federico II Hoffestaufen, emperador de Alemania, excomulgado por el Papa, hizo extensiva a los herejes la muerte en la hoguera que era un método de ejecución civil corriente. Sabemos, por ejemplo, que el Dante, tras ser expulsado de Florencia por las rivalidades políticas entre las facciones de los bianchi y los neri, fue condenado a morir en la hoguera si volvía a su ciudad natal. También hay que decir que en casi todos los casos de la Inquisición se mataba a los condenados en la picota, antes de prender la hoguera, evitándoles el horrible sufrimiento.

Había muchos tipos de cuestiones, además de la brujería y la herejía, por los que una persona podía ser juzgada por la Inquisición o por otro tribunal. La seguridad jurídica y procesal que ofrecían los tribunales de la Inquisición eran mucho mayores que los de cualquier otro. Por eso cualquiera que pudiese elegir ser juzgada por un tribunal de la Inquisición o por otro, prefería serlo por el primero.

Debo hablar aquí de la tortura. La tortura era, en esas épocas, un medio procesal tan corriente como brutal. Pero, una vez más y sin que esto sirva de excusa, porque su uso debió ser CERO, la Inquisición la utilizaba de manera menos frecuente que cualquier otro tribunal. Era el único que distinguía entre “territio realis” y “territio verbalis”. Al acusado se le mostraban primero los instrumentos de tortura –que también habían sido “diseñados” por los poderes civiles– y se le daba un tiempo para reflexionar. Esto era la “territio verbalis”. Sólo después de un tiempo, si el reo persistía, se le aplicaba la “territio realis” que era la aplicación real de la tortura. Ningún otro tribunal daba esta oportunidad y, en cualquier caso, para llegar a la “territio verbalis” la Inquisición era mucho más escrupulosa que cualquier tribunal para aplicar la “realis”. Repito, y lo haré hasta la saciedad, que esto no es, de ningún modo una excusa. La tortura debería haber sido un método procesal totalmente prohibido por la Iglesia. Por eso, una vez más, la petición de perdón. Pero estimo imprescindible evitar el error de óptica histórica de juzgar una época con los raseros de otra.

En otro orden de cosas, no deja de sorprenderme que los que atacan a la Iglesia por la Inquisición no tengan ojos para ver a la Iglesia desde otra perspectiva. Durante siglos, la Iglesia ha sido la educación pública, la sanidad pública y la prestación social pública a los desvalidos. Aún hoy, si uno busca en un mapamundi –o en una ciudad opulenta– quién está al lado de aquellos con los que nadie quisiera pasar una hora, verá que los que están allí son, en su inmensa mayoría, católicos. Y que dicen estar allí por Cristo y que es la Iglesia católica la que les da a Cristo y, con Él, la fuerza para estar allí. No un año ni dos, sino toda la vida. Así que me parece que –nobleza obliga– también los aquejados por esta extraña ceguera selectiva deberían pedir perdón a la Iglesia por ella.

22 de enero de 2008

Respuesta a la entrada "El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 1"

Siquemyasser me hace el siguiente comentario:

Tomas eres profesor de Filosofia?,

me gusto el post

Le contesto:

No, no soy profesor de Filosofía, soy profesor de finanzas. Pero también soy una urraca, como digo en el nombre de mi blog. Lo que pasa es que el la universidad Francisco de Vitoria hay magníficos filósofos y, a base de comer y charlar con ellos, se me ha pegado algo.

Me alegro que te gustase el post. Si soy capaz, haré una serie completa.

Gracias y un saludo.

Tomás Alfaro Drake

20 de enero de 2008

El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 1

Tomás Alfaro Drake

Introducción

Hace poco, el 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.

Declaración de intenciones

Lo que viene a continuación no pasan de ser unas puntadas para hilvanar el largo tránsito de una cosmovisión unitaria basada en un Dios personal, creador de una realidad que el hombre puede conocer y usar para descubrirle y tender a Él, a otra fragmentaria y sin finalidad que ha dado en llamarse posmodernidad. Resulta imposible, por mi ignorancia y por la brevedad que persigo, hacer justicia a la totalidad del pensamiento de cada filósofo que aparece en este escrito. Veo el pensamiento de cada uno de ellos como una superficie elíptica más o menos excéntrica. No pretendo describir toda la extensión de sus ideas, pero sí marcar el vector que une los dos focos de la elipse de su pensamiento. También pretendo mostrar el encadenamiento del vector de un filósofo con los que le siguen, de forma que el conjunto sea como una senda, como la trayectoria del pensamiento de la civilización occidental durante cuatro siglos, desde Descartes hasta principio del siglo XXI. Naturalmente, tampoco aparecerán descritas todas las ramificaciones que aparecen en la senda principal, sino sólo la arteria dominante. Posteriormente, también de forma lo más simple posible, intento describir lo que puede ser el renacer del ave Fénix de la filosofía de sus propias cenizas. No existe una bisagra clara entre el deslizamiento del pensamiento hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento. El primero no ha acabado todavía y el segundo ha estado latente desde el Descartes. Todavía no se ha producido el relevo, pero el agotamiento vital del primero y la eclosión del segundo a partir, sobre todo, de la 1ª Guerra Mundial me hacen concebir la esperanza de que ese relevo se produzca pronto. El conjunto no pretende ser, sería una vana pretensión por mi parte, dada mi ignorancia, una descripción exhaustiva ni erudita. Pretende, eso sí, como he dicho antes, ser lo más breve y sencilla posible.

El antes

Antes de que este proceso empezase se tenía la firme creencia de que existía una realidad fuera de nosotros y que esa realidad era cognoscible. El hombre, al nacer, no tenía ningún “a priori” en la mente. Era como un papel en blanco. Empezaba, desde el momento de su nacimiento, a conocer la realidad a través de los sentidos, única fuente primaria de conocimiento. “Nada hay en la mente que no haya pasado antes por los sentidos” decía Aristóteles. Ahora bien, esos datos de los sentidos podían ser elaborados por la mente, creando conceptos mediante una operación de la razón llamada abstracción. Estos conceptos podían ser de realidades físicas como, por ejemplo; “caballo” como concepto distinto de ESTE caballo. Pero también podían ser abstractos, como el concepto “justicia” que no es una realidad física.

A partir de los conceptos, la razón podía emitir juicios relacionando dos conceptos. “Hay caballos verdes”, es un juicio. Desde luego estos juicios podían ser verdaderos o falsos en la medida que se adecuaban a la realidad. En la realidad no hay caballos verdes, luego el juicio anterior es falso. El hecho de que mañana pudiese aparecer un caballo verde y hacer verdadero un juicio, no implicaba que la razón no pudiese alcanzar la verdad. Simplemente, la falta de conocimiento suficiente, la ignorancia de la existencia de ese caballo verde, le hacía cometer errores en sus juicios, pero esto era subsanable. De esta manera la razón añadía conocimiento a los datos del conocimiento primario de los sentidos.

A partir de los juicios, podían llevarse a cabo razonamientos. “Todos los hombres mueren, yo soy hombre, luego yo moriré” es un razonamiento. Si los juicios de partida eran verdaderos y las reglas de inferencia seguían unas pautas lógicas, la conclusión era verdadera y, por lo tanto, añadía nuevo conocimiento.

A través de una cadena de razonamientos que partían de los sentidos, la razón podía llevarnos a Dios y a la ética. Estos eran los cimientos de la filosofía griega y, sobre ellos, más los datos de la Revelación, dada por Dios sobre sí mismo y su plan, no accesibles por la observación de la naturaleza, se había construido la teología y la ética cristianas, basadas en el amor de Dios a todos los seres humanos que devenían hermanos por ese amor. Platón, Aristóleles, san Agustín y santo Tomás eran los tres pilares de esta filosofía-teología que aunaba fe, sentimiento, ética y razón.

René Descartes (1596-1650)

Descartes era un hombre con un amplio conocimiento del saber de su época. Pero una serie de crisis personales le llevaron a desconfiar de la certeza que ese saber le pudiera proporcionar. Decidió hacer tabla rasa con todo lo anterior y empezar de cero. No era, ni mucho menos un escéptico. Al contrario era un hombre atormentado por la necesidad de certezas. Quería encontrar un punto de apoyo, una premisa absolutamente indudable para construir sobre ella un edificio intelectual cierto y seguro. Como método decidió no dar nada por sentado como cierto. Desde luego, no los datos de los sentidos a los que no podía atribuir evidencia de verdad. Por lo tanto, tampoco la realidad era un punto de partida que le sirviese. Ni siquiera su propia existencia era un punto de partida fiable. Un día tuvo una inspiración. No podía dudar que dudaba. Si dudaba era que pensaba y si pensaba era señal inequívoca de que existía. Ahí estaba la base indudable, el cimiento de todo. “Pienso luego existo”. Atribuyó la iluminación a la Virgen de Loreto y allí se fue a darle gracias. Desde esta certidumbre estableció las dos siguientes, la existencia de Dios y la existencia de la realidad. Pero, como consecuencia de su método, sólo había una forma de conocer la realidad, que era a través de la razón, ya que los sentidos no eran de fiar. Hasta entonces, un filósofo hubiese dicho, “me veo, me toco, me duele si me doy un golpe, me oigo... luego existo”. Pensar sería para ese filósofo una consecuencia –no necesaria, las piedras y los animales existen y no piensan– de la existencia. Pero al desconfiar Descartes de los datos de los sentidos, no podía decir que la aportación de los sentidos eran base suficiente para decir que existía. El hecho de dudar, sí que lo era. Pero Descartes –y esto es importante– dudaba como método para creer. Sólo la razón, con desprecio de los sentidos, era fuente de conocimiento. Lo que no podía deducirse por el sólo razonamiento, sin el apoyo de los sentidos, o no existía o, si existía, no podíamos saber nada fiable de ello. El rejón de muerte a la realidad ya estaba clavado. Su “muerte” era ya sólo cuestión de tiempo. Acababa de nacer el racionalismo.

Baruch Spinoza (1632-1677)

Spinoza era un judío holandés descendiente de españoles. Deslumbrado por las ideas de Descartes, se adscribió al racionalismo. Pero divergía de Descartes en algunos puntos. El método cartesiano, pretendidamente a prueba de incertidumbres, no podía convencer a todo el mundo, ni siquiera a los que lo aceptaban de corazón. Elaborando a partir de esas divergencias sobre la relación entre el mundo material y el de la razón, Spinoza llegó a conclusiones panteístas. No había distinción entre la realidad del mundo material y la de Dios. Esto, más que divinizar a la naturaleza lo que hacía era materializar a Dios. Dios pasaba de ser un ser trascendente, creador de la realidad material pero distinto de ella, a ser un ser inmanente, puesto que era la misma naturaleza. Por supuesto, estas ideas chocaban frontalmente con el dogma judío, por lo que fue expulsado de la comunidad judía. Vivió miserablemente, fiel a sus creencias.

17 de enero de 2008

Respuesta a un comentario a mi entrada sobre el nacionalismo

Juan Luis me escribe:

Hola Tomás!

Sobre este tema, uno de los libros más ilustrativos que he leído sobre esto es "Mater Dolorosa", donde José Álvarez Junco desarrolla un análisis sobre cómo se formó el concepto de Nación en España y lo compara con la formación de dicho concepto en otros países europeos.

Una de las páginas más claras recuerdo que habla sobre las condiciones de formación de un nacionalismo. Hablo de memoria, pero era algo así como:

1) Buscar de un enemigo, sujetos al cual se está en ese momento (o en riesgo de estarlo).
2) Buscar un elemento identificatorio propio frente a dicho enemigo. Comúnmente es la lengua, pero puede ser también la religión.
3) Establecer el paradigma que, podemos llamar, "antes de este enemigo todo era ideal".
4) Achacar todos los males actuales al enemigo.
5) Azuzar a la población en contra del enemigo.

Era algo así pero ¿acaso el esquema no te resulta fácilmente aplicable a tantos casos, en España y fuera de España? Te recomiendo el libro. Es gordo, pero fue Premio Nacional de Ensayo hace unos años.

Respondo:

Totalmente de acuerdo con el análisis. Compraré el libro seguro e intentaré sacar tiempo para llerlo. Creo que merecerá la pena.

Gracias por tu comentario.

Tomás Alfaro Drake

15 de enero de 2008

Algunas ideas sobre nacionalismo

Tomás Alfaro Drake

El otro día tuvimos una comida un grupo de personas para tener una jugosa discusión, de esas que hacen pensar, remueven ideas y cambian perspectivas. Yo no tenía –y sigo sin tener– ideas demasiado claras sobre algunos conceptos básicos del nacionalismo. Ahora sigo confuso, pero a un nivel superior. A continuación trascribo algunas de mis reflexiones a raíz de esa charla y subsiguiente discusión.

1ª Idea interesante: Los nacionalismos surgen, históricamente, coincidiendo con la pérdida de el sentido de identidad del hombre.

2ª Idea interesante: ¿Quién ha dicho que cada nación tenga un derecho inalienable y autónomo de constituirse en una patria/estado?

3ª Idea interesante: El nacionalismo siempre nace del descontento, real o inventado. Vive del descontento y se nutre de él. Si el descontento se acaba, se le acaba la gasolina. Por lo tanto, el nacionalismo debe alimentar, cuando no inventar, el descontento permanente. Incluso, si al principio no es inventado, siempre acaba siéndolo o, al menos, exagerado.

Desarrollo de las ideas anteriores

Desde la Ilustración, asistimos a una creciente crisis de identidad del ser humano. Las respuestas a clásicas preguntas de la filosofía –¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos y para qué estamos aquí?– nunca han estado menos claras que ahora, con el dominio del pensamiento posmoderno. Es, incluso, hasta políticamente incorrecto siquiera planteárselas. Antes éramos hijos de Dios, habíamos sido creados por Él para hacer el bien y volveríamos a Él después de nuestra vida. Las respuestas a estas preguntas existenciales son, necesariamente, trascendentes. Ahora, al negar toda trascendencia, ya no sabemos nada, ni queremos saberlo. En este proceso de pérdida de la identidad, el nacionalismo se presenta como una respuesta. Pero, a diferencia de la primera respuesta, mientras en ella todos los hombres éramos hermanos, hijos del mismo Dios del que veníamos y al que íbamos y hacer el bien significaba amar al prójimo como a uno mismo, como ese Dios, Padre común nos amaba, ahora, con la respuesta del nacionalismo, sólo somos hermanos de aquellos con los que compartimos la nacionalidad. La respuesta de la identidad se ha hecho inmanente, lo que la hace necesariamente falsa. Ahora hay un tipo de dioses, entre muchos, que se llaman naciones. Y hay muchos dioses nación, cada uno con sus hijos y cada uno enfrentando a sus hijos con los de los otros, sin el paraguas de la común paternidad.

Siempre me ha confundido dónde poner el límite a la palabra nación. Seguro que Cartagena es demasiado pequeña para ser una nación y seguro que Eurasia es demasiado grande. Pero, ¿entre medias? ¿Por qué España sí y Cataluña no? ¿Por qué Vascongadas sí y Álava no? ¿Por qué España sí y Europa no? ¿O es Europa sí? ¿O Cataluña sí? La pregunta de qué es y qué no es una nación, es clave únicamente si se asume un dogma de fe de filosofía política que dice que una nación tiene un derecho inalienable a una patria/estado propia. Pero este dogma no tiene nada que lo avale más que la propaganda nacionalista. La discusión sobre qué es una nación se vuelve bizantina si se rompe este dogma de fe que no se sustenta en nada. Sin ese dogma, ¿qué es una nación? Me parece irrelevante. Ni lo sé ni me importa, porque en este contexto, la nación se convierte en una idea folklórica y sentimental. Txortxicos, leguas muertas o locales, “as meas vaquiñas y as meas terriñas”, morriñas varias, etc. Todo muy respetable, porque el sentimentalismo forma parte de la naturaleza humana, pero nada políticamente relevante, salvo que se haga política con las tripas en vez de con la cabeza, cosa, desgraciadamente, más frecuente de lo que debiera serlo.

Por supuesto que hay que ser muy cauto al dar esta respuesta, porque los nacionalistas, que siempre tienden a coger el rábano por las hojas, lo harían para llevar el agua a su molino y nada más lejos de mi intención.

La patria, en cambio, no es algo abstruso e indefinible. La patria es un conjunto de instituciones y valores concretos que se han desarrollado por un proceso histórico conocido, para que una población viva mejor –en un sentido muy amplio que incluye el debe incluir el espiritual como una dimensión del hombre–, que ha demostrado históricamente funcionar bien para ese fin. Cuando en la Grecia clásica proliferaban las ciudades-estado, Aristóteles definió que la ciudad era una asociación de personas para vivir mejor. Y, seguramente, el fracaso del Helenismo fue no ser capaz de superar el termino ciudad como límite de la patria. Esas reglas de convivencia son siempre mucho más amplias que el texto que pretenda describirlas. Ese texto, da a la patria una forma jurídica a la que podemos llamar estado. Sin embargo hay multitud de reglas no escritas, pero totalmente necesarias. Hay valores comunes que forman parte del subconsciente colectivo, imposibles de especificar de forma exhaustiva. Van cambiando con el tiempo medido en siglos, que es la historia. Y, o lo hacen por evolución, no por política, hacia la unión, no hacia la fragmentación, o acaban en fracaso. Esas normas jurídicas constituyen el estado. Paro la patria es mucho más que el estado y si éste va contra aquella, se está suicidando. No hablo, por tanto, de un patriotismo constitucional, sino más bien de un patriotismo consuetudinario, histórico al que se pueden superponer textos constitucionales, pero que es mucho más que esos textos constitucionales. Hablo de un patrimonio común conseguido con esfuerzos y sacrificios históricos de siglos. Desde luego, la patria es contingente. Si la historia hubiese sido distinta, mi patria podría abarcar desde el Tajo hasta el Loira. Pero no podemos borrar la evidencia de que no ha sido así. La historia ha configurado una patria que va desde los pirineos hasta Gibraltar, con una franja al oeste que, sin llegar hasta el Cantábrico, constituye otra patria, más unas islas en el Mediterráneo, un par de ciudades en el norte de África y otras islas en pleno Atlántico. Y eso es España, con su historia, sus valores, sus grandezas y sus miserias. Y eso que es España, está unido por venas, nervios y arterias, creadas por la historia, que no se pueden cortar a instancia de parte –ni, creo, por mutuo acuerdo– sin un grave perjuicio para las todas las personas que comparten este patrimonio. Porque es un patrimonio común irrenunciable, lo mismo que yo no puedo, aunque quiera, renunciar a mi libertad y hacerme esclavo de otro ser humano. Romper esas reglas de convivencia es una irresponsabilidad grave con la historia y con el futuro.

Es muy cierto que una nación, sea esto lo que sea, puede monopolizar injustamente el poder y el bienestar de una patria plurinacional. Si esto es así, la patria nunca llegará a suturarse. Aparecerán nacionalismos que, exclusivamente en ese caso, pueden tener razón. En ese caso, los nacionalismos pondrán el acento en las injusticias reales, cabalgarán el descontento real, y, una de dos, o se separan de la patria, no por el dogma de una nación, una patria, sino como respuesta a esa injusticia real, o se subsana la situación de injusticia creándose las condiciones para la formación, con el paso de la historia, de una patria plurinacional justa. Pero tanto en un caso como en otro, el nacionalismo desaparecerá. El dios nación morirá y, con él, sus “sacerdotes”. Pero éstos se resisten a morir, por lo que, para evitarlo, tendrán continuamente que atizar el descontento y, aunque en un principio, o en algún momento de la historia, pudiese haber sido real, mantenerlo artificialmente. Lo mismo ocurre si se acaba en la separación. El dios del nacionalismo muere igualmente al tener la nación su propia patria. Por tanto, los “sacerdotes” del nacionalismo deben intentar mantenerse en el filo de la navaja de estar continuamente sembrando el descontento, pero sin llegar a la ruptura. Sólo los que están dispuestos a lograr el poder por la violencia cuando se consiga la secesión juegan verdaderamente la carta de la ruptura a ultranza con la idea de mantenerse en el poder después de la secesión por medio de esa violencia. Y los nacionalistas “moderados” –¿o tal vez sea mejor llamarlos hipócritas?– pretenden utilizarlos en su tira y afloja del filo de la navaja, sin darse cuenta –o dándose cuenta, pero, cuan largo me lo fiáis– de que están cabalgando un tigre que les acabará devorando. A veces, la hipocresía lleva a la pérdida de perspectiva y a la locura y estos nacionalistas “moderados” acaban jugando ellos también la carta del separatismo a ultranza, cavando su propia fosa.

Pero en muchos casos, los agravios e injusticias son, desde el principio, falsos o inmensamente exagerados. Entonces se reinventa la historia para hacer nacer la leyenda de la injusticia y la opresión. Los nacionalistas que no parten de una situación de injusticia real, procurarán, comparar sus reivindicaciones a las de aquellos nacionalismos que sí tienen una causa justa. (Como Irlanda frente a Inglaterra, por ejemplo). Siempre jugarán el papel de víctimas, de minoría oprimida, sea o no cierto. A fuerza de esta propaganda nacionalista, se crea un ambiente intoxicado en el que, poco a poco, hasta la óptica de los no nacionalistas que viven en la supuestamente oprimida nación, se deforma, llegando a creerse, incluso ellos, parte de las supuestas agresiones del “opresor”. A esta reinvención de la historia también ayuda el pensamiento blando “moderno” en el que no hay verdades ni mentiras y en el que se concluye que no hay una historia real, sino sólo la escrita por unos supuestos vencedores. Tan historia es la de los supuestos vencedores como la inventada por los nacionalistas.

Si es verdad, y creo que lo es, que el nacionalismo, por esencia, no puede darse por contento, la única táctica razonable con él, si no hay una situación de injusticia flagrante, es negarle continuamente la premisa mayor de su victimismo sin concederle absolutamente nada, para no atizar un fuego inextinguible a base de echarle gasolina. No sé quién, puso el ejemplo de que discutir con los nacionalistas era como repartirse un salchichón con alguien que, cada vez que, negociando, consigue que le des un trozo, a partir de ese momento, ese trozo es suyo sin discusión y el que queda es el que hay que volver a discutir. Pues bien, para parar al nacionalismo es necesario volver a discutir, sin falsos complejos de culpabilidad, sobre el trozo de salchichón que se llevaron mediante el victimismo. Porque el salchichón no es para partirlo, es para disfrutarlo, todo él, entre todos. Creo que el símil del salchichón es muy pobre. Una patria construida sólidamente sobre la base de la justicia en la historia, es más bien como un ente orgánico. Repartirlo no sería repartirlo, sería desmembrarlo. Desde luego, la justicia, en grado perfecto y con continuidad permanente, ni ha existido, ni puede existir nunca en ninguna sociedad humana. Pero, con una visión amplia, hay que juzgar si el cuerpo social es lo suficientemente sano y ha sido construido sobre una justicia razonable como para que desmembrarlo sea una catástrofe. Si llevados de la miopía o de la siembra del descontento, una patria se equivoca en este juicio, las consecuencias serán trágicas. Si, por el contrario, se tiene la suficiente grandeza como para, sobre esas imperfecciones, juzgar que merecen la pena ciertos sacrificios por preservar el organismo de la patria, se estará prestando un gran servicio a la sociedad humana en general, a esa patria y a la humanidad.

Creo que es importante resaltar que, el propio hecho de que la patria, a diferencia de la nación sea algo contingente aunque concreto, puede llegar a suavizar la enemistad entre patrias. Al fin y al cabo, la historia puede agrupar varias patrias en una. Esto no puede ocurrir con las naciones si se aplica el criterio de una nación, una patria. Con este criterio, las naciones son irreductibles. Es mucho más difícil, aunque posible, la deificación de la patria que la de la nación. Sin embargo, esta edificación de la patria contingente es posible, ha ocurrido en la historia y es, al menos, tan nefasta como la deificación de la nación.

¿Hay solución?

¿Cual es pues la única solución al nacionalismo? No las concesiones demagógicas, sino la justicia de verdad, basada en una sana antropología. Proceso largo y difícil que no admite atajos y que, además, va contra el pensamiento “moderno” dominante. Pero creo que es el único capaz de acabar con el dios nación y sus secuelas de descontento permanente que acaba, generalmente, en violencia. Y la única antropología sana, llevadas todas las posibles a sus últimas consecuencias, es la antropología cristiana. Cualquier otra que se base en premisas inmanentes acaba en un utilitarismo calculador que, al menor error de cálculo coste-beneficio de utilizar al otro, lleva de lleno al totalitarismo. Sin embargo, suele ocurrir que la Iglesia local de una “nación” asolada por el nacionalismo, acabe cediendo al espejismo de alinearse con el populismo nacionalista, creyendo que esto será mejor para atraer “clientela”. Esto de bajar el listón para atraer clientes, es un buen método en marketing, pero siempre se ha demostrado falso en religión. La religión no es un producto de consumo y su lógica, que la tiene, difiere de la del marketing de estos productos. Además el nacionalismo eclesial va contra la esencia ecuménica de la Iglesia. Allí donde la Iglesia local ha caído en esa tentación, los resultados han sido nefastos y, aceptado el dios nación por la propia Iglesia, la gente abandona al Dios verdadero. El resultado es la creación de un erial religioso. La obligación de la Iglesia es hacer prevalecer al Dios verdadero, al Dios Padre común, al Dios amor, al Dios trascendente que contesta a las preguntas acerca de quiénes somos, de donde venimos, a donde vamos y por qué estamos aquí, sobre el dios nación –o incluso sobre el dios patria–, devolviendo a la gente el auténtico sentido de identidad.

No me resisto a terminar con una cita de Henri Bergson acerca del patriotismo, más fructífero cuanto más se diferencia patria de nación. Como dije antes, el estado, para ser patria, tiene que ser mucho más que lo que nunca puedan ser, siendo éstos importantes, los textos constitucionales escritos. Creo que esto queda reflejado en la cita de Bergson que hago a continuación:

“Cuando el vencedor concede a las poblaciones subyugadas una apariencia de independencia, la asociación dura más, como lo atestigua el imperio romano; pero, indudablemente, el instinto primitivo subsiste y ejerce siempre una acción disociadora. No hay más que dejarlo actuar, y la construcción política se derrumba. Fue así como el feudalismo surgió en países diferentes, como consecuencia de acontecimientos diferentes y en condiciones asimismo diferentes; lo único que había en ellos en común era la supresión de la fuerza que impedía desmembrarse a la sociedad: entonces el desmembramiento se produjo por sí mismo. Si se han podido constituir sólidamente, en los tiempos modernos grandes naciones (patrias) es porque la coacción, fuerza de cohesión que se ejerce desde fuera y desde arriba sobre el conjunto, ha cedido su puesto poco a poco a un principio de unión que asciende desde el fondo de cada una de las sociedades elementales que forman parte del conjunto, es decir, desde la región misma de las fuerzas disociadoras a las que hay que oponer una resistencia ininterrumpida. Este principio, el único capaz de neutralizar la tendencia a la disgregación, es el patriotismo. Los antiguos lo conocieron bien, adoraban a la patria y fue uno de sus poetas quien dijo que es dulce morir por ella. Pero existe mucha distancia entre esta adhesión a la ciudad, agrupamiento todavía colocado bajo la invocación de un dios que le ayudará en los combates (¿el dios nación en la teología neopagana?), y el patriotismo que es virtud de paz tanto como de guerra, que puede teñirse de misticismo, pero que no mezcla su religión con ningún cálculo utilitario, que se extiende en un gran país y levanta a una nación (patria), que atrae hacia sí lo mejor que hay en las almas. En fin, el patriotismo, que se ha ido formando lenta, piadosamente, con los recuerdos y esperanzas, con poesía y amor, con un poco de todas las bellezas morales que hay bajo el cielo, como la miel con las flores. Era necesario un sentimiento tan elevado, imitación del estado místico, para vencer a un sentimiento tan profundo como el egoísmo de tribu”[1].

Con un sentimiento patriótico así, no intoxicado por el principio una nación, una patria/estado caben amores patrios diversos, imbricados unos dentro de otros como las capas de una cebolla. Desde la patria chica, hasta la patria humanidad. Mi ciudad, mi región, mi país, mi nación –sea esto lo que sea– mi estado, mi supra-estado, la humanidad. Y también caben el amor a la ciudad, a la región, al país, a la nación, al estado, al supra-estado del otro, sin importar demasiado dónde está la frontera en la que lo del otro empieza a ser también lo mío, hasta culminar también en la patria común de la humanidad. Como dice Simone Weil: "Para respetar las patrias extranjeras, es necesario hacer de la propia patria, no un ídolo, sino un peldaño hacia Dios"[2].
[1] Las dos fuentes de la moral y de la religión, Tecnos, Madrid 1996, pag 352, 353.
[2] Traducido de Simone Weil “La pesanteur et la grâce” (La gravidez y la gracia) Librairie Plon 1988, pag. 166. No confundir Simone Weil, a quien se debe esta frase con Simone Veil la que fue presidenta del Parlamento Europeo.

11 de enero de 2008

La charla con "Anónimo" se amplia

Pedro MR envía un comentario terciando en la charla con Anónimo (ver dos entradas más abajo). Dice:

¡¡INMADURO!! Realmente era difícil encontrar una palabra menos adecuada para definir a Tomás Alfaro, al que "sólo" conozco por sus obras y, sin embargo, le aprecio.

Lo mejor de todo es que, como no podría ser de otra manera, no le hayas dado con tu "inmaduro" curriculum en la cabeza.

Sin embargo, una propuesta de análisis quisiera hacerte:

¿no crees que el existencialismo también ha contribuido, sin quererlo, a generar un esfuerzo de contestación muy interesante en el cristianismo? ¿que han surgido movimientos y realidades eclesiales que son, de alguna forma, una respuesta?

¿No crees que el existencialismo ha obligado también a muchas personas a hacerse preguntas radicales que no tienen otra respuesta que El Misterio, que a Dios hecho hombre, y que, sin quererlo ha llevado a muchos hombres a madurar su fe?

Fito y Fitipaldis dice en una de las canciones de su último disco:

"puede ser que la respuesta sea no preguntarse el porqué,
perderse por los bares donde se bebe sin sed"

Pues yo creo que el existencialismo ha hecho que algunas personas, pasando por esto, hayan llegado a Jesucristo.

Pedro MR.

Le contesto:

Lo primero agradecerte tu apoyo. Aunque, como dije en mi primera respuesta, no me asusta lo de inmadurez. Ya dije allí que hay cosas en las que me gusta ser inmaduro y que, además, en eso de la madurez buena, todos estamos a medio camino porque nunca se llega a la meta. Aún así, siempre se agradecen los apoyos morales.

Yendo a la interesante propuesta de análisis que planteas.:

Estoy parcialmente de acuerdo contigo. Me explico. A veces, la única manera de salir del hoyo es tocar el fondo. El fondo de la náusea y del sinsentido. O dicho de otra manera, Dios, puede acabar sacando bien del mal. Me encanta una frase de Tolkien en una carta a su hijo, en la que dice:

"Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él".

Sin embargo, creo que aunque mucha gente haya tocado fondo "gracias" al existencialismo y esto les haya hecho buscar denodadamente un sentido que de otra manera tal vez no hubiesen buscado, otros, se han quedado en el fondo. Desde luego, no hay fe madura si no se ha cuestionado antes, (en esta madurez sí que me gustaría progresar rápidamente) y el existencialismo puede haber jugado ese papel. Pero el cuestionamiento de la fe no tiene por qué pasar necesariamente por su negación ni, mucho menos, por la desesperanza. Y de la fe madura surgen, como tú dices, movimientos eclesiales renovadores que no pueden surgir de una fe de costumbre y, sobre todo, el encuentro con el Misterio y con Cristo.

Pero creo que, en conjunto, Sartre ha hecho más daño que bien.

En cuanto al existencialismo, conviene puntualizar que el existencialismo es una corriente de pensamiento que en forma alguna implica la negación de Dios. Si me obligasen a contestar, diría que el auténtico padre del existencialismo fue Kierkegaard, que era profundamente cristiano, si bien con un cristianismo triste y pesimista. Pero también Gabrial Marcel era existencialista, también cristiano y, éste, con una visión positiva, alegre y viva del cristianismo basado en el encuentro con el otro y con el Otro. De forma incomprensible, al menos para mí, el "coro de los grillos que cantan a la luna" ha endiosado a Sartre y ha preterido a Marcel.

Así que mi escrito del otro día no pretende denostar el existencialismo, pero sí decir que su versión atea es fuente de desesperación. Hoy quiero añadir, gracias a tu sugerencia que es cierto que en determinados casos puede ser la raíz de un renacer a la esperanza tras la náusea y que hay otra cara del existencialismo que convendría reavivar.

En el final de la entrada dedicada a Simone de Beauvoir que dio pie a esta polémica, publicaría algo para intentar explicar, a mi modo, cómo hemos llegado a esta situación. Estoy en ello.

En cuanto a Satre, en un libro mío recientemente publicado por la BAC, "Al sueño de la muerte hablo despierto; cartas a poetas muertos", le "escribo" una carta que creo que dista mucho de ser rencorosa, aunque sí sincera, como debe ser el amor de verdad.

En fin Pedro, perdona el rollo, muchas gracias por tu entrada, por el apoyo, pero, sobre todo, por la reflexión.

Tomás Alfaro Drake

10 de enero de 2008

¿Cómo pudo aparecer la vida? II

Tomás Alfaro Drake

Este artículo es el 10º de una serie editada en este blog. Los nueve anteriores son, por orden de aparición: "Dios y la ciencia", "La creación", "¿Qué hay fuera del universo?", "Un universo de diseño", "Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?", "Un vano intento de encadenar a Dios", "Y Dios descansó un poco, antes del 7º día", "De soles y supernovas" y "¿Cómo pudo aparecer la vida? I".

La segunda teoría en pugna para explicar la aparición de la vida nace del desencanto producido por la presunción de “imposibilidad” de la primera. Su primer proponente, Carl Sagan, era uno de los decepcionados, pero consiguió “colar” esta segunda teoría en la Enciclopedia Británica. Si la primera hacía hincapié en la custodia de la información necesaria para la vida, el ARN, y en su duplicación, la segunda lo hace en las reacciones metabólicas administradoras de energía. Tal vez por eso la teoría se llama “metabolismo primigenio”. Escuchen: En algunas cavidades microscópicas de la superficie de una roca, o en otro tipo de “burbuja” natural que las aísle del medio externo, pudieron reunirse fortuitamente algunas sustancias orgánicas reactivas, muy comunes, que iniciasen una reacción metabólica muy simple, pero capaz de reducir localmente la entropía. Posteriormente, esa reacción se iría perfeccionando haciéndose cada vez más eficaz. Tal vez por esta mezcla aleatoria de sustancias orgánicas en una cavidad, se ha dado a esta teoría el nombre coloquial de “el mundo en una bolsa de basura”. Cuenta esta teoría con la ventaja de que no requiere moléculas especiales como las que forman el ARN. Vale casi cualquier sustancia orgánica común, por lo tanto su probabilidad es mucho mayor. Pero uno de sus talones de Aquiles es que, al no estar almacenada la información de los componentes de esa reacción química, difícilmente podrían reproducirse las bolsas de basura más eficaces y proliferar. Si una bolsa de basura se dividiese en otras dos, lo normal es que las dos hijas no tuviesen la mezcla necesaria para mantener la reacción. Nacerían, por tanto, “muertas”. Hay otras dificultades que prefiero citar textualmente de los contrarios a esta teoría, como Steven A. Benner: “... la mayoría de las sustancias orgánicas, cuando se les aporta energía, [...] se convierten en algo parecido a asfalto, más apropiado para la construcción de carreteras que para el inicio de la vida. Pero los modelos que sugieren un origen ‘metabólico’ de la vida, desde el momento en que se basan en cualquier tipo de moléculas reales, también se enfrentan a esa paradoja: las moléculas suficientemente reactivas como para participar en un metabolismo lo son, así mismo, para descomponerse”.

Así que parece que tampoco esta teoría vale para mucho porque, además, si el ritmo de degradación de las moléculas es mayor que el de su reproducción la supuesta “vida”, está condenada al fracaso desde su nacimiento. Por si todo esto fuera poco, ni una sola de ambas hipótesis sobre la aparición de la vida cuenta con el mínimo soporte experimental para ser sostenible y, lo que es peor, nunca podrán tenerlo porque el contraste entre ínfimas probabilidades y miles de millones de experimentos no es algo reproducible. Y como todo científico sabe, sin demostración experimental no hay ciencia. De modo que tendremos que admitir que cuando los científicos apoyan una u otra de estas teorías, no lo hacen como científicos. Lo harán como autores de novelas de ciencia ficción o, en el mejor de los casos, como filósofos y, posiblemente, como malos filósofos. Y me parece excelente que los científicos filosofen como cualquier ser humano que busca la sabiduría, pero que no pongan a sus especulaciones la etiqueta de CIENTÍFICA y que admitan que otras especulaciones filosóficas tienen, al menos, tanto valor como las suyas. O más si la tijera de Occam juega a su favor.

¿Tendría razón Jacques Monod cuando decía que “el universo no estaba preñado de vida sino que nuestro número salió en el juego de la ruleta”? En el próximo artículo plantearé mis propias ideas al respecto y someteré todo a la tijera de Occam. Pero parece indudable que Monod tiene más razón que los que afirman gratuitamente que la vida es un fenómeno espontáneo y ubicuo que aparece por todas partes en el universo.

9 de enero de 2008

Respuesta a un comentario a mi entrada sobre Simone de Beauvoir

Anónimo me envía este comentario a mi entrada "sobre Simone de Beauvoir":

Se siente un rencor tan profundo en tus palabras que se da uno cuenta inmediatamente de dos cosas 1. Que tu tambien estas en una prision mental. 2. Que primero miras la vida del intelectual, y luego su obra.Ojala algun dia madures.

Contesto:

No tengo ningún motivo para tener rencor ni a Sartre ni a Simone de Beauvoir. Ni a mí ni a nadie a quien quiera nos ha hecho daño. Sí que me da pena que hayan hecho daño, y mucho, a muchas personas, cerrándoles el camino a la esperanza.

No me considero en una prisión mental, pero es posible que lo esté. De hecho, todos los seres humanos somos limitados y esos límites pueden ser nuestra prisión. En todo caso, creo que desde la prisión de mis límites hago a la gente que me rodea más bien que mal, llevándoles, en la medida que puedo, esperanza y alegría.

Tienes razón en parte, miro la vida del intelectual Y su obra. Pero es que creo que los seres humanos somos algo más que nuestras ideas y nuestras vidas dicen de nosotros mucho más que nuestras ideas. No creo que eso sea un error.

Te agradezco tus deseos de que madure. No sé cuánto me conoces, pero no creo ser una persona inmadura. Al menos no demasiado. Naturalmente, tengo mis inmadureces y, a algunas de ellas, hasta les tengo cariño. Si ser maduro quiere decir tener el colmillo retorcido, no quiero. Si ser maduro es volverse escéptico y creer que da lo mismo blanco que negro, 3 que 33, tampoco quiero. Si ser maduro es ver la vida en negativo, prefiero no serlo. Pero seguro que hay cosas positivas en las que debo madurar. Como todo el mundo.

En fin, te agradezco tu comentario.

Tomás Alfaro Drake.

6 de enero de 2008

Sobre Simone de Beauvoir

Tomás Alfaro Drake

Dentro de tres días, el 9 de Enero del 2008 será una efemérides en el santoral del posmodernismo existencialista. Hará cien años que nació Simone de Beauvoir. Naturalmente, tendremos una saturación de liturgia del “coro de los grillos que cantan a la luna”. Simone, la defensora de la dignidad de la mujer, Simone, la madre del feminismo, Simone, la paladina de la liberación sexual, Simone, por aquí y por allá, en periódicos y universidades, en novedades editoriales y comentarios de sesudas tertulias intelectuales. Pero hoy, 6 de Enero, el diario El Mundo trae a sus páginas un largo artículo sobre un libro esclarecedor. Lo ha escrito Daniéle de Sallenave, antigua admiradora de Simone, existencialista hasta la frente en otras épocas, intérprete, también en otras épocas, de las “Memorias” de Beauvoir en clave dogmática, ganadora del premio Renaudot en 1980. El título es “Castor de gerre” (Ediciones Gallimard) y cuenta la realidad de la relación Sartre-Beauvoir. Parece que a Sallenave le ha llegado a interersar más la verdad sobre esta relación que todos los mitos tejidos sobre ella. A través del epistolario –¿dónde mejor que en las cartas se muestra uno como es?– Sallenave descubre a un Sartre, frío como amante, machista, autoritario y celoso. Nos dice El Mundo sobre el libro: “Admitía (Sartre) los tríos y toleraba los amores sáficos, pero no por razones de apertura mental (sic) ni de promiscuidad espontánea. Más bien porque le gustaba ejercer de macho cabrío en el sitial del harén y abusar de sus poderes. [...] Sartre se había encerrado bajo la llave de la náusea, la negación y el fatalismo... [...] Daniéle Sallenave denuncia que la musa de Sartre perseveró en la sumisión, la posición gregaria y la complacencia. El filósofo había construido una "prisión dogmática" (sic en el libro de Sallenave) dentro de la cual se dejó encerrar Simone de Beauvoir. [...] No iban (a la Unión Soviética) a beber la sangre de Stalin ni a rejuvenecer en la provocación. Sartre, y con él Simone, se desplazaba a Moscú para acostarse en el lecho de Lena Zonina, espía de la KGB a sus espaldas y coartada de la virilidad del filósofo. Daniéle Sallenave reconoce que (Simone de Beauvoir) se ha convertido en un icono de la emancipación, aunque la imgen superficial desafina con el mito: frágil, sumisa, celosa, subalterna, manipuladora... y claudicante”[1].

Más abajo, en la misma página de “El Mundo”, su corresponsal se plantea preguntas del estilo de: “¿Qué fue de Simone de Beauvoir? ¿Hasta dónde ha llegado su influencia? ¿Qué recuerdo conservan de ella sus sacerdotisas (sic)?” Y nos da las respuestas de algunas de éstas, a las que llama “supervivientes de la bocanada existencialista”. Juliette Greco: “Las mujeres tenemos mucho que reconocerle. Nos abrió las puertas de la emancipación y de la autoestima”. Simone Veil: “Reconocerle los méritos que supusieron sus esfuerzos a favor de la dignidad de la mujer. [...] ...nos ha enseñado a asumirnos como mujeres”.

Debo confesar que, a pesar de las últimas líneas, he leído esta página de El Mundo como una bocanada de aire fresco. Bocanada que quedará, con toda seguridad, asfixiada dentro de tres días, pero aire fresco, al fin y al cabo. Sin embargo, tras respirar ese aire, me pregunto. ¿Dónde nos hemos perdido? ¿Cómo nos hemos dejado engañar? ¿Por qué nos hemos dejado encerrar en esta "prisión dogmática"? ¿Hasta cuando pagaremos las consecuencias de este engaño? No sé explicarme qué pasa en un mundo que rechaza la auténtica dignidad para llamar dignidad a esto.
Lo mismo que Camus –salvando las distancias entre un Camus honesto y un Sartre depravado–, Sartre no pudo aguantar su "encierro bajo la llave de la náusea, la negación y el fatalismo". En sus últimos años, tal vez recordando Barioná, empezó a vislumbrar su añoranza de una esperanza negada para sí y para otros. Su círculo más íntimo, Simone de Beauvoir incluida, le tachó de debilidad mental y senilidad. Testigo de ésto la serie de entrevistas con su secretario Pierre Victor o, si se prefiere, Benny Levy. Beauvoir y su entorno intentaron evitar a toda costa la publicación de estas entrevistas en Le Nouvel Observateur, llamando a Jean Daniel, su director, para que no las publicase. Sartre, tan sólo, unos días antes de su muerte, le llamó para "imponer" su publicación. Es significativo el título de esta serie de entrevistas: "La esperanza, ahora". Después de muerto Sartre, Simone, su compañera del alma, narra con enorme crudeza su declive y senilidad en su libro “La ceremonia de los adioses” en la que asegura que esa entrevista no fue más que una retractación de su ateísmo arrancada malvadamente a un anciano. "Sartre se dejó convencer por una aventura bastante imbécil... como muchos ex-maos, Victor se ha vuelto hacia Dios..." nos cuenta su entrañable compañera. ¿Venganza por su "claudicación? Tal vez. Pero mucha gente, demasiada, ha pagado la pose y el engaño intelectual del existencialismo con una vida vacía y sin sentido. Muchas veces truncada por el suicidio. Porque no es sano convivir con el vacío y menos aún si éste es mentira. La esperanza llegó tarde para mucha gente y tal vez siga llegando tarde si no se da la voz de alarma a tiempo. Tal vez debió llegar con Barioná, en 1940, de la mano del Sartre-Baltasar. Pero, a diferencia del desenlace de esta obra, en la realidad, al menos hasta 1980, ganó Sartre-Barioná.

Pero, en esta bocanada de aire fresco que me ha traído El Mundo se cuela la frase que he reseñado antes. “Admitía (Sartre) los tríos y toleraba los amores sáficos, pero no por razones de apertura mental...” Aceptamos, tácitamente, en esta cultura posmoderna que nos rodea, que admitir y tolerar los tríos y los amores sáficos es un síntoma de apertura mental. Me pregunto cómo la enfermedad de la posmodernidad se nos ha podido colar entre el sistema inmunitario del sentido común y la más elemental salud ética. Quedo emplazado para dar un intento de respuesta personal a esto.
[1] Diario “El Mundo”, Domingo 6 de Enero del 2008. Sección de cultura, pag. 43.

5 de enero de 2008

¿Qué les pido este año a los Reyes Magos?

Nos ha sido dicho: El que no reciba el Reino de los Cielos como un niño, no entrará en él. ¿Y cuándo mejor que en el día de Reyes para hacernos como niños? Siempre que recuerdo las noches de Reyes de mi niñez, todas, en tropel, vienen a mí, con sus nervios, su magia, su espera, su ilusión. La vida nos macera y nos va robando, poco a poco, esa inocencia de niños que nos abrirá la puerta del Reino de los Cielos. Pero el día de Reyes es el mejor para recuperarla. Porque ese día celebramos el encuentro de tres hombres, sabios e inocentes a la vez, con un niño que es la Inocencia. Nadie con el colmillo retorcido deja todo al ver una estrella. Nadie en su sano juicio, según los criterios de los “sensatos”, cruza el mundo tras una esperanza sin más fundamento que la belleza de un lucero. Ningún “sabio” reconoce, al final de un viaje así, que un niño nacido pobremente en una cueva de una aldea, en mitad de ningún sitio, es el Salvador de ese mundo, lleno de miserias, que ha visto en su viaje. Pero la inmensa Sabiduría de Dios gusta de esconderse en lo pequeño para que sólo los inocentes, sólo los sencillos, sólo los niños, la encuentren. Los Reyes así lo hicieron, junto a María y a José. Y pudieron darle sus regalos porque habían recibido de ese niño, desde que vieron la estrella, inocencia para su sabiduría, niñez para su vejez. Y devolverle esa inocencia fue el mejor de los regalos. Con los años, me he dado cuenta de que, si se me concediese la gracia de estar en esa reunión de inocentes, mi lugar sería el de los Reyes, no el del niño que recibe el regalo. Así he descubierto a quien más ilusión puede hacerle el único regalo que yo pueda dar; al Creador-niño, a quien ha creado mi corazón, a quien puede mantenerlo inocente en medio de la tralla de la vida. Para Él quiero intentar ser Rey Mago un año más. Cuando me llame con su estrella, no le regalaré oro, incienso y mirra. Quisiera, este día de Reyes, poder darle un corazón de niño. Podré únicamente porque Él me lo ha regalado antes, en Navidad. Y María, que guardaba todo lo que veía en su corazón, guardará también el mío. La liturgia de la Iglesia, que es símbolo del ciclo majestuoso de este universo creado por ese Niño, del gran viaje humano hacia Él por este mundo, me regala, cada año, una nueva oportunidad. Espero poder dárselo en ésta.

3 de enero de 2008

Sobre Albert Camus

Tomás Alfaro Drake

Es asombroso cómo se propagan las ideas. El ideario de un hombre inculto del siglo XXI está lleno de ideas de autores a los que no ha leído jamás y que le han llegado por ósmosis, inconscientemente, sin ningún tipo de crítica por su parte. Le vienen del ideario colectivo de su tiempo, que a su vez se alimenta, en un círculo vicioso, por los idearios de millones de hombres incultos. El ideario de nuestro tiempo está imbuido de la “estética” de la nada, del vacío, del nihilismo. ¿Cómo empieza este círculo? Sin duda alguna que con la intención de quien tiene el poder y los medios culturales para amplificar lo que quiere que forme parte de ese ideario y silenciar, filtrándolo, lo que no se quiere que entre en él. ¿Cómo se rompe el círculo? Luchando contra viento y marea por colar en la masa de incultura, esquivando los filtros del sistema, algunos pensamientos que permitan la crítica.

Tal vez uno de los autores que más ha influido en este ideario nihilista que nos invade sea Albert Camus. Una de sus obras claves es “El mito de Sísifo”. En la mitología griega, Sísifo era el fundador y primer rey de Corinto, hijo del dios Eolo, señor de los vientos. Tras su muerte, fue condenado por los dioses –la causa no está clara en la confusa mitología griega– a subir, empujándola, una piedra redonda ladera arriba hasta la cima de una montaña. Pero, ineludiblemente, al llegar con la piedra a la cima, ésta rodaba hasta el pie de la montaña, por lo que Sísifo tenía que volver a empezar su tarea. Así, eternamente.

Para Camus, este y no otro es el destino del hombre, si no eternamente, sí a lo largo de una vida absurda. Esto aboca al ser humano al sinsentido. Pero, ¿qué prueba o razonamiento aporta para llegar a esta conclusión? Ninguna. Es una conclusión gratuita. “El mito de Sísifo” tras una cita de Píndaro que dice: “No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, sino apura el recurso de lo hacedero”, continua con la tesis de Camus, enunciada sin ambages desde el principio: “Sólo hay un problema filosófico serio; el suicidio”.

Pero para Camus hay dos formas de suicidio. La primera consiste en el suicidio físico. La segunda en el suicidio intelectual. Este segundo tipo de suicidio equivale, para él, a creer que pueda haber algo que permita a Sísifo encontrar un sentido para sus trabajos o que pueda haber una montaña con cúspide plana en la que la piedra, una vez subida, pueda quedarse en equilibrio estable. Es necesario tener el valor –nos dice el credo nihilista– de aceptar con estoicismo la ineludible realidad del sinsentido en vez de inventarse realidades más consoladoras. Por qué esto sea un suicidio intelectual y la aceptación gratuita del sinsentido sea heroísmo, es algo que tampoco tiene ninguna base razonable en el pensamiento de Camus. Es eso, un credo. Y un credo ilógico: el credo del absurdo.

Imaginemos que vivimos en una lóbrega mazmorra sin una sola abertura. Uno de nuestros compañeros de cautiverio abre una pequeña brecha en el muro que le permite ver fuera un mundo maravilloso y, con él, la esperanza de una vida mejor. Muchos de nuestros compañeros se acercan, miran y lo ven. Inmediatamente, surge la réplica: No hay que mirar. Lo que vemos no es sino un espejismo de nuestros deseos. No importa que los que lo vean sean multitud y que sean gente extraordinariamente cuerda para toda su actuación en la vida. Tampoco importa que algunos de los que lo ven sean de los mejores de nuestros compañeros. No hay que mirar. Los que dicen ver algo están locos, son unos visionarios. Y si dicen que los que no miramos somos ciegos nos están faltando al respeto, son intolerantes. Lo que hace grande al hombre es negarse a mirar. ¿Es esto valor heroico o tozuda estupidez? ¿Es una postura intelectualmente superior o racionalmente absurda? ¿No sería mucho más razonable mirar, analizar, buscar razones, juzgar y decidir en consecuencia? Para Camus no.

Tengo una anécdota real para ilustrar esto. En Lerma, desde hace unos diez años, el convento de las clarisas que hay allí se ha visto bendecido con numerosas vocaciones a la vida contemplativa. Al contrario de lo que afirmaría a ciegas el ideario colectivo de nuestro tiempo, no son mujeres sin otra salida en la vida o trastornadas o con “el coco comido” por una secta. Son en su mayoría chicas jóvenes, con carrera universitaria, profesionales que han trabajado durante años y que, en un momento de su vida, han visto que algo muy profundo y veraz les decía que en ese convento encontrarían la felicidad que buscaban. No hay más que verlas para darse cuenta de que son sanas, alegres y de que tienen una felicidad interior envidiable. Todos los años cuando alguna de ellas entra o hace los votos temporales o perpetuos, la comunidad –más de cien– se reúne en el locutorio tras la celebración litúrgica. Su felicidad, plena y desbordante, se contagia a todos los que tenemos la suerte de estar allí. Yo voy siempre que puedo, aunque no conozca a la que hace los votos. Una de las últimas veces que fui coincidió que la chica que tomaba el velo era sobrina de unos conocidos míos. Allí estaba toda la familia, incluso un tío, llamémosle camusiano. Se negó a entrar y se sentó en la terraza de un café de la plaza. Era el mes de Julio y hacía un calor de muerte. Estuvimos en la celebración litúrgica y en el locutorio más de tres horas. Me tuve que ir antes de que acabase la fiesta de alegría del locutorio. Pasé por la plaza y allí seguía, muy digno, sentado en la terraza, supongo que tomando su décimo refresco, el tío camusiano. ¿No quería contagiarse de la alegría? ¿Tenía miedo de que sus seguridades, que, como dice el ideario colectivo, afirman que todas las que estaban allí eran poco menos que locas, se derrumbasen? No lo sé, pero es difícil de explicar tanta “dignidad”.

Sin embargo, ninguna de las dos formas de lo que Camus llama suicidio era razonable para él. Por tanto, “El mito de Sísifo” acaba con una frase más cargada de buenos deseos que de sano realismo:

“Es preciso imaginarse a Sísifo dichoso”.

¿Cómo se puede lograr esa dicha? ¿Como dice Píndaro, “apurando el recurso de lo hacedero”? En otra obra suya, “Bodas”, Camus da la “receta” para lograrla. Gozando de la dicha de lo que los sentidos nos dicen que es real. El sol, la luz, el mar, la naturaleza. Un concepto de dicha característico de un niño pobre pero feliz, crecido en la luz mediterránea de Argel, al que nunca nadie ha hablado de un componente trascendente de la dicha. Una dicha idílica. Que esta felicidad sensible puede ayudar a la dicha, no cabe duda. La cuestión es: ¿Se puede ser dichoso sólo con eso? Creo que esta pregunta requiere también una respuesta crítica, basada también en lo que nos dice la realidad de nuestros sentidos cuando miramos el mundo real. Pero no es este el lugar para esta respuesta, sino el corazón y la cabeza de cada hombre.

Pero sigamos la trayectoria vital y literaria de Camus, a ver si nos arroja alguna luz. A lo largo de su vida, su honesta sed de justicia empieza a revelarse en su obra. En obras como “La peste” o “El hombre en rebeldía”, Camus comienza a ver que la entrega a los demás, aún a costa del sacrificio de esa dicha sensible, puede ser también una de las recetas para otro tipo de dicha. Pero es una dicha triste y vana, pues supone una renuncia a la dicha “real” sin más recompensa que la satisfacción del deber cumplido, incluso de la vanidad del heroísmo.

“Cómo vivir sin la gracia, es el problema que domina el siglo XX”, nos dice Camus en “El hombre en rebeldía”. Camus detesta las ideologías que sacrifican el presente de los hombres por un futuro hipotético. Las detesta, y en esto muestra una enorme clarividencia porque, cómo ha mostrado la historia, todas acaban en holocausto de un tipo u otro.

“La verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo presente”. Esta frase de Camus, también en “El hombre en rebeldía”, resume su repulsa al pensamiento revolucionario que sacrifica al hombre a un hipotético y abstracto futuro mejor, se llame este futuro Historia, Raza, Nación o Reino de los Cielos. Porque Camus mete en el mismo saco a los ideólogos marxistas o nacionalsocialistas y a los santos. Coincido con Camus en su repulsa a las ideologías revolucionarias que prometen un paraíso futuro en la tierra y sacrifican al hombre a él. Pero me causa asombro que su ignorancia de las creencias cristianas haga que atribuya a sus seguidores el mismo desprecio del presente por la espera de un futuro mejor. Porque el cristiano, por el amor de Dios hacia todos los hombres, que son sus hermanos en virtud de su común paternidad, debe evidenciar que “la verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo presente”. En ningún momento el Evangelio ni, por tanto, la doctrina cristiana, justifica la pasividad del cristiano frente al mal, el dolor y el sufrimiento. Ni, mucho menos el sacrificio de la dignidad del hombre concreto por ese futuro Reino de los Cielos. Porque la caridad, que es lo más importante –lo único verdaderamente importante, me atrevería a decir–, del cristianismo, debe impulsar a todo cristiano a buscar el bien para todos los hijos de Dios, sus hermanos, aquí y ahora. Tanto el bien espiritual como el material. Si muchos cristianos no lo hacen así, el problema es suyo, no del cristianismo. Por muy bien que sigan su doctrina en todo lo demás, no serán buenos cristianos. “El cristiano puede y debe participar en la “rebelión”, porque el pecado del mundo debe ser combatido”[1]. Dios nos creó libres y, con esa libertad, nos impone la responsabilidad de santificar el mundo, empezando por nuestro corazón. En eso consiste la santidad. Pero santificar este mundo, el de hoy, el de al lado nuestro no es desentenderse del sufrimiento concreto del hombre concreto. Ruysbroek el Admirable decía: “Si en medio de un éxtasis oyera el lamento de un pobre, abandonaría la contemplación de Dios para acudir en ayuda del mendigo”.

La fe en una salvación sobrenatural como la cristiana no puede ahogar el grito del hombre contra el mal y la injusticia. Sí que añade, además, a este grito humano, nacido de un sentimiento natural, una dimensión nueva, la de Dios hecho hombre. Sólo así puede tener sentido el sufrimiento. En palabras de Michael O`Brien: “El sufrimiento no es alegría, no es más que sufrimiento. Pero el sentido del sufrimiento, el hecho de que el sufrimiento tenga sentido, eso sí es alegría”. Pero esto no justifica al cristiano para abandonar la lucha de este mundo, por todos los medios, contra el mal, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, sino todo lo contrario.

Camus sólo tiene ojos para los pecados de los cristianos y, por extensión, de la Iglesia, pero está ciego para la fe. No sabe ver la lucha de tantos cristianos por el hombre concreto el de hoy, el de ese presente al que hay que sacrificar el paraíso terreno futuro que alimenta a las ideologías destructoras del hombre. Los santos están en esa lucha por el hombre concreto. Camus debería contarlos entre los que llama “rebeldes” en su “hombre en rebeldía”. Pero, a diferencia de esos “rebeldes” que renuncian a una dicha de los sentidos por una dicha triste y de segunda clase, el cristiano toma parte en esa lucha contra el mal en nombre de Cristo y por Cristo. No se considera “rebelde” porque la Iglesia le ha enseñado que Dios, encarnado en Cristo es amor y también la Iglesia, dándole a Cristo, le da fuerzas para esa lucha y le hace ver que su renuncia, aún parcial, a la felicidad de los sentidos, no convierte su dicha en una de segunda. Porque esa renuncia es por amor y el amor, más allá de la renuncia, es fuego, fervor, energía que lucha contra la miseria terrestre y la transforma transfigurándola en Cristo. Y esta transfiguración es también para el presente. Por eso no encuentra su realización en ningún paraíso terrenal futuro, sino escatológico. Por eso no hay que sacrificarle el presente, sino regalárselo.

Al hombre no le basta la dicha sensible, no hay más que mirar a nuestro alrededor. Pero Camus pretendía ignorar esto. Si hubiese mirado mejor al hombre se hubiese dado cuenta de que necesita al Dios que salva el cuerpo y el alma. Y que la esperanza lleva al heroísmo de la caridad. Que esa esperanza no es tiniebla, pero tampoco luz de día, sino, claroscuro en el seno de nuestros dolores. Hubiese visto cómo el cristiano no busca un paraíso terreno al que sacrifica el presente. Hubiese visto cómo, sabiendo que el Reino de los Cielos no es de este mundo, le entrega con alegría su lucha por el presente, por el hombre sufriente de hoy. Hubiese entendido que este regalo del futuro al presente transfigurará el mundo por la acción de Cristo a través de los cristianos. Porque al cristiano le ha sido dicho que el Reino de los Cielos no vendrá de forma espectacular, que no está allí ni aquí, sino que ya está, hoy, ahora, entre nosotros (cfr Lucas 17,20-21). Pero Camus no llegó a entender esto[2].

Debo señalar aquí que la religión judeo-cristiana es la única que considera bueno el mundo material. No en vano, el primer libro de su revelación, el Génesis, empieza con la creación del mundo por Dios y, tras cada acto de creación afirma categóricamente; “y vio Dios que era bueno”. Para las religiones orientales, hinduismo y budismo, el mundo no es más que una vana ilusión que nos encadena a nuestros deseos y de la que tenemos que librarnos para alcanzar un nirvana. Un nirvana que es la extinción y que se logra con el total desapego de ese mundo sensible, hasta el punto de acabar con su ilusión. Más aún, la escatología cristiana, no desprecia la realidad sensible, sino que afirma que, al final de los tiempos, Dios instaurará una tierra nueva y un cielo nuevo en el que se producirá la resurrección de la carne. Es cierto que, a veces, los cristianos, para reafirmar que no se puede alcanzar la dicha únicamente a través del mundo sensible y para compensar la inveterada tendencia del ser humano a buscarla únicamente ahí, ha devaluado el componente de ese mundo sensible en la dicha total del hombre. Me parece un grave error, aunque comprensible. Creo que no está de más intentar poner las cosas en su sitio.

Hace poco ha caído en mis manos y he ojeado un libro titulado “El existencialista hastiado”. Su autor, el reverendo metodista Howard Mumma, revela las conversaciones que mantuvo con Albert Camus los últimos años de su vida. Mumma esperó cuarenta años para publicar estas conversaciones, dejando al tiempo que diese perspectiva a las mismas. Afirma que Camus le abordó tras un servicio religioso en uno de sus viajes esporádicos a París. Parece que quería acercarse a la fe. En cada una de sus visitas a París, conversaba con Camus al respecto. En la última de estas conversaciones, justo antes de volver Mumma a los Estados Unidos, Camus se despidió de él diciéndole: “Amigo mío, mon chéri, gracias... ¡Voy a seguir luchando por alcanzar la fe!”. Parece que a Camus tampoco le bastaba la dicha sensible de “Bodas” ni la heroica renuncia de “El hombre en rebeldía”. Parece que buscaba algo más. O sea que, tras un largo recorrido vital, era más fácil imaginarse a Sísifo dichoso que hacerle realmene dichoso. Tal vez esperase que en la cima de la montaña, en la última de las subidas, algo o alguien cogiese su piedra, diera por buenos sus esfuerzos y le explicase para qué le servía su piedra y por qué había tenido que subirla tantas veces con un poco más de barro y un poco más pesada cada vez. Tal vez necesitase esperar poder un día darse un golpe con la palma de la mano en la frente exclamando: ¡Ah! ¡Era por eso! ¡Efectivamente, tenía que ser así!

Mumma no pudo tener ninguna conversación más con Camus, porque éste murió poco después de la citada despedida. Las circunstancias de su muerte fueron extrañas. Se estrelló en su coche, yendo a gran velocidad, contra el único árbol que había al borde de una carretera llena de curvas. No había ninguna huella de frenazo. Ningún testigo. ¿Imprudencia temeraria? ¿Mala suerte? ¿Suicidio? Muchos pensaron en ello. ¿Pudo haberse suicidado Camus? ¿Pudo ser que en un momento dado, asustado de estar a punto de “suicidarse” intelectualmente abrazando la fe, eligiese el suicidio físico? Imposible saberlo. Yo espero que no fuese así. Pero lo que sí parece claro es que, como decía al principio, la elección gratuita del absurdo sobre el sentido para la vida no le bastó. Que esta elección es, más allá de la posmoderna estética de la nada, un profundo error. Sin embargo el filtro de que hablé al principio, elimina este tipo de reflexiones. No obstante, aquí está mi grito clamando en el desierto por si alguien quiere oírlo y repetirlo.
[1] André Rousseaux, Le figaro littéraire, 17 de Noviembre de 1951.
[2] Gran parte de las ideas de los párrafos anteriores están sacadas de la obra “Literatura del siglo XX y cristianismo”, de Charles Moeller, tomo I, el silencio de Dios, Albert Camus.