CAPÍTULO I
EL ENCUENTRO
Desde hacía unas semanas, Cafarnaum
estaba revuelto. Había aparecido un nuevo profeta. Parece que era un carpintero
de Nazareth que se llamaba Yeshuah, Jesús. Los que le habían oído decían que no
era como Juan. Contaban que no rugía como él. La verdad es que a mí, Juan, me
asustó. Me acerqué un día a Betania del otro lado del Jordán a oírle y escuché
amenazas. Su aspecto era aterrador, enorme, tonante, vestido de piel de
camello, con su pelo recogido en varias inmensas trenzas alrededor de su cuerpo
y su barba también trenzada y que llegaba hasta el suelo. Me marché sin
bautizarme. ¡De qué me iba a servir a mí! Un día, hacía unos cuantos años,
empujado un poco por el hambre y algo más por la avaricia, decidí hacerme
recaudador de impuestos. Yo no era ningún dechado de virtudes, pero tampoco era
lo que llegué a ser. Había intentado, en mi adolescencia, prepararme para ser
escriba. Me aprendí de memoria casi toda la Torah, pero fui rechazado por un
turbio asunto familiar. Era uno de tantos seres humanos que luchan por sacar la
cabeza del agua con la menor ignominia de que son capaces. Pensé que ganar un
poco de dinero con los romanos, ayudándoles a recaudar impuestos podría
ayudarme. Uno o dos años, para ahorrar un poco, y luego, con un poco más de
desahogo, ya veríamos. Pero no hay nada peor que que te pongan la tentación al
alcance de la mano. Un día me di cuenta de que lo que me pagaban los romanos
tampoco me permitía ahorrar. Pero también entendí que se hacían la vista gorda
para que te buscases la vida. Buscarte la vida quería decir recargar los
impuestos con un poco para ti. Pero cuando ves que abusas un poco y no pasa
nada, te dices: “por un poco más tampoco se va a hundir el mundo”. Y no se
hunde. Y das otra vuelta de tuerca, y otra y otra y... el mundo no se hunde.
Pero se te hace muy duro el primer día que alguien te escupe en la cara. Ese
día lloras. Pero después el corazón se te endurece todavía más y empiezas a
apretar las clavijas de verdad. Con eso te pagas unos matones que te libren de
los escupitajos en la cara y hagan el trabajo más sucio de la extorsión. Pero
nadie en el mundo puede evitarte esas miradas de odio mezcladas con desprecio.
Ni que escupan en el suelo por donde tú acabas de pasar. Entonces te das cuenta
de que eres un deshecho. Te dices: “Me desprecian, pues ahora se van a
enterar”. Y entonces no hay bajeza que no cometas. Te prostituyes en público
sin más ánimo que el de provocar. Entras el sábado en la sinagoga con mirada
retadora, acompañado de tus matones y tus prostitutas, y levantas a la fuerza
de sus bancos a los más señalados ciudadanos. Te ríes en mitad de la enseñanza
del rabino. Ese era yo. Así que, para qué me iba a bautizar con Juan.
Pero este nuevo profeta, Jesús,
parecía ser distinto. Bien es cierto que había reclutado en el grupo que le
seguía a los que más odio demostraban hacia mí de todo Cafarnaum. A ese animal
de Simón, a su extraño hermano Andrés, que hacía unos años se había ido de Cafarnaum
pero había vuelto en mala hora, y a dos de los hijos del socio de Simón, el que
llamaban el Zebedeo. El tercero de ellos, Jacob, era un hombre violento donde
los haya al que más de una vez tuve que dar un escarmiento, y el noveno, Juan,
que por aquel entonces era todavía un adolescente, idolatraba a su hermano e
intentaba no quedarse a la zaga en violencia. Parece que el nuevo maestro le
dijo a Simón, nada más verlo:
- Tú eres Simón, bar Joná –hijo de
Juan–; en adelante te llamarás Cefas
–es decir, Roca.
Nadie supo en ese momento el
significado de semejante acción. Parece que les había dicho que les iba a hacer
pescadores de hombres. Nadie sabía lo que quería decir con eso, pero a mí,
cuando lo oí, me hizo acordarme de cuando yo me veía a mí mismo intentando
sacar la cabeza del agua de la vida. Tal vez, si un pescador de hombres me
hubiese ayudado entonces... Pero eso son estupideces, pensaba. Sin embargo,
junto a eso, se rumoreaba que decía cosas extrañas. Parece que decía que los
humildes iban a poseer la tierra, y que llorar era bueno, y que había que ser
misericordioso y otras cosas por el estilo. Parece ser, decían, que en un
montículo cerca de Cafarnaum había dado un discurso lleno de cosas extrañas
como que había que amar a los enemigos y perdonarles, que había que poner la
otra mejilla cuando te diesen una bofetada, que no había que juzgar a nadie,
que sólo con mirar a una mujer con malos deseos ya estabas cometiendo
adulterio, que no había que preocuparse por el dinero ni amar las riquezas,
sino confiar en un Dios que era como un padre... También decía palabras duras,
pero iban dirigidas a los fariseos, más que a los que éstos consideraban la hez
de la sociedad. Y las obras. Se decía que hacía milagros extraordinarios.
¿Quién podría creer semejantes historias? Todo era una mezcla extraña de
palabras suaves, exigencias desorbitadas y hechos increíbles. ¡Hasta dónde
podía llegar la idiotez de la gente! Los del grupo de recaudadores de
impuestos, putas y proxenetas que nos solíamos reunir a cenar, emborracharnos y
promover todo tipo de escándalos los Sabath y los días en que los demás
ayunaban, comentábamos entre risotadas todas estas palabras, ridiculizándolas.
Pero a mí, esas risas me ponían triste. Había algo en ellas que hacía que me
dejasen un sabor amargo.
Así me encontraba el día que
cambió mi vida. Serían las ocho de la mañana. Yo acababa de desplegar mi mesa
de recaudación y me disponía a empezar un nuevo día de chantajes y extorsiones.
Poco a poco, la casa de enfrente del sitio donde yo estaba sentado empezó a
llenarse de gente. ¡Ahí está el rabbí! –decían– y se arremolinaban en la
entrada. Incluso entraron algunos fariseos, con aire digno, acariciando sus
filacterias. Entraban más como severos jueces que como quien va a escuchar a un
rabbí. Así no hay manera de hacer el trabajo –pensé con fastidio–. Tenía una
cierta curiosidad por acercarme, pero, ¿cómo iba a hacerlo? Mis hombres lo
interpretarían como una señal de debilidad y, al margen de lo que les pagases,
necesitaban sentir tu firmeza para estar a tu servicio. En vez de eso, lancé
unos cuantos improperios en voz muy alta para asegurarme de que se oían desde
dentro. A mis oídos, a través del silencio, llegaban unas palabras pronunciadas
en voz baja, suaves, ininteligibles. Volví a alzar mi voz, esta vez para
increpar al rabbí. Pero su tono de voz no cambió, ni sus palabras se
interrumpieron, como si no hubiese oído. Le increpé todavía más, pero tampoco
hubo respuesta. Cuando provocaba a alguien de esta manera, solía callarse e
irse con el rabo entre piernas, dejándome continuar con mi tarea. No ocurrió
nada de eso. La voz seguía, suave, inconmovible, como si nada estuviera
ocurriendo. Por un momento pensé en mandar a los matones que entrasen,
disolviesen el grupo a palos, diesen una paliza al profeta, para que pusiese la
otra mejilla, golpearle también en ella, destrozar la casa y seguir con mi
trabajo. En circunstancias normales es lo que hubiera hecho. Pero algo, como
una fuerza interior e invisible, me contuvo. Decidí levantar la mesa e irme a
otro sitio a trabajar. Los que sabían que tenían que verme ese día se ocuparían
de encontrarme, por la cuenta que les traía.
Lo iba a hacer cuando llegó la
camilla. Cuatro hombres la llevaban, mientras otros seis parecían proteger de
la chusma al que iba en ella, que gritaba a todo pulmón que le dejasen morir.
Cuando se acercaron, vi que el de la camilla era Alcimo. Alcimo había sido
hasta hace poco más o menos una luna el recaudador de impuestos de Betsaida. Un
día, se cayó de una manera estúpida, se rompió el cuello y se quedó paralítico
de brazos y piernas. Más le hubiera valido haber muerto. Sus guardaespaldas le
abandonaron inmediatamente y la gente, ávida de venganza, se cebó con él y le
dio una paliza que casi lo matan. Seguramente hubiera muerto de hambre, sin
ayuda de nadie, como un perro, si no hubiese sido por sus primos. Tenía unos
primos que se habían trasladado hacía poco a Cafarnaum, fueron a buscarle y le
cuidaron en Betsaida. Nadie se explicaba ese comportamiento, pues llevaba mucho
tiempo sin verlos y, además, parece que hacía unos años les había jugado una
mala pasada. Algo muy feo que acabó en la flagelación de uno de sus primos, un
tal Zacarías. Alcimo quería dejarse morir. De nada sirvió el cariño y consuelo
que intentaban transmitirle sus primos, él se deseaba la muerte sin descanso.
Ahora resultaba que algunos de sus primos eran de los seguidores del nuevo
profeta. Los hombres intentaban hacer llegar la camilla de Alcimo hasta dentro
de la casa donde estaba su rabbí. Inútil. La entrada y la calle, hasta mi
puesto, estaban abarrotadas y, además, nadie estaba deseoso de hacer sitio a un
vendido a los romanos, por muy paralítico que fuese. Él no paraba de gritar que
le quitasen la vida. Pero sus primos, ni cortos ni perezosos, subieron camilla
y enfermo hasta la azotea por la escalera adosada a la pared por el exterior y,
desde allí, con unos picos que traían con ellos, hicieron un butrón en el
techo. Los gritos de protesta del dueño de la casa, que no era otro que Simón,
el pescador, se mezclaban con los del infortunado Alcimo. Los que le traían,
calmaron a Simón prometiéndole que arreglarían el tejado y, sorprendentemente,
Simón les dejó proseguir. Desde allí, con unas cuerdas, descolgaron a Alcimo.
Durante la operación, la voz del profeta que antes llegaba a mí pausada, queda,
susurrante e ininteligible, se calló. Cuando Alcimo se encontró delante de
Jesús, también sus gritos se acallaron, dando lugar, primero a un ligero
sollozo y luego a un largo silencio. El propio Alcimo me contó, más tarde,
cuando fuimos amigos, la larga e intensa mirada que Jesús clavó en su alma.
Parecía como si esa mirada escrutase toda su vida. Pero no le juzgaba, sólo
preguntaba, buscaba. Parecía una mirada anhelante, de alguien que espera una
respuesta en la que se juega mucho. Me contó cómo se le saltaron las lágrimas.
Cómo esa mirada despertó en él ecos lejanísimos que le recordaron los tiempos,
casi olvidados, en que alguien le amaba de verdad. Cómo su alma gritaba en
silencio implorando perdón. Después de un tiempo que pareció una eternidad,
sonó la voz del maestro, fuerte, atronadora y aterciopelada al mismo tiempo. Había
en ella una profunda nota de ternura y como de alivio del que ha encontrado lo
que buscaba ansiosamente:
- Hijo –así le llamó, hijo–, tus
pecados te son perdonados.
Ese torrente de voz sí que llegó
a mis oídos. De hecho, algo en el fondo de mi alma creyó que esas palabras iban
dirigidas también a mí. No, más bien algo en mí creyó que habían sido
pronunciadas expresamente para mí. Luego, otra vez un largo silencio. Los que
estaban allí, me contaron que la mirada de Jesús se fue posando, de uno en uno,
en todos los fariseos que estaban en la sala. Era, decían, una mirada
expectante, casi una pregunta, casi una súplica expresada con los ojos. Parecía
buscar otra mirada limpia en la que la suya se reflejase y volviese a él. Pero
los ojos de todos los que recibieron esa mirada se desviaron al suelo,
huidizos, mientras sus labios se afinaban y apretaban en una mueca de rabia
contenida. Entonces la voz volvió a tronar:
- ¿Por qué pensáis mal? –su voz tenía esta vez un
deje de cansancio y tristeza, más que de reproche–. ¿Qué es más fácil decir:
Tus pecados están perdonados; o decir: Levántate y anda?
Silencio. Otra vez su mirada
–cuentan los que lo vieron– se paseó, esta vez buscando los ojos de todos los
presentes, pero nadie dijo nada.
- Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene poder
en la tierra para perdonar los pecados.
Esta vez, la tensión y el silencio podían cortarse. ¿Se
atrevería a lanzar la orden imposible que todos esperábamos? No se oía ni una
respiración. Parecía como si todo Cafarnaum se hubiese callado, como si los
corazones hubiesen dejado de latir, como si el tiempo se hubiese detenido. Pero
mi corazón latía a galope tendido, con una fuerza que me golpeaba en las
sienes. Al cabo de una eternidad, la voz volvió a alzarse.
- Levántate, toma tu camilla y
vete a tu casa.
Poderosa, inmensa voz de mando. Parecía como si lanzase
una orden a todo el universo, a la más lejana de las estrellas invisibles en el
cielo claro de la mañana. Creo que la voz de Josué ordenando al sol que se
detuviese, no habría sido más poderosa. Pero yo sabía que se dirigía a mí. A
algún sitio de mí tan lejano como la estrella más lejana, tan oscuro como la
más negra de las noches. ¿Qué iba a pasar en el segundo siguiente?
Lo supe cuando oí salir, de todas
las gargantas al mismo tiempo, una exclamación de asombro lanzada al aire con
el aliento contenido de los cientos de personas que debían estar allí. Luego,
silencio de nuevo. La gente se movía dentro de la casa y, al cabo de un rato,
la muchedumbre se abrió, como debieron abrirse las fauces del monstruo marino
cuando vomitó a Jonás, y apareció Alcimo. Andaba con un paso liviano, como si
apenas rozase el suelo con sus pies. Y noté que no sólo era ligero de cuerpo,
sino que de él salía una ingravidez de espíritu, como la de alguien que acaba
de ser liberado de una pesada carga que estaba obligado a llevar siempre sobre
su alma, como la de alguien que ha visto disolverse un tumor que le oprimía el
corazón. La gente, que antes le miraba con hostilidad, procuraba ahora tocarlo,
como para asegurarse de que no era una alucinación lo que estaba viendo. Se
paró frente a mí un segundo, lo justo para que su mirada se posase en la mía y
para dedicarme una sonrisa franca, abierta, amistosa. Casi me atrevería a decir
que llena de amor. Después, siguió su camino.
Poco a poco, la gente se fue
recuperando de su asombro y empezó a irse. Se les notaba, sin embargo, como
aturdidos, como si no pudiesen encajar en sus esquemas mentales lo que acababan
de ver, como si necesitasen un rato de soledad consigo mismos para decidir si
creerían o no con su cabeza y su corazón lo que acababan de ver con sus ojos.
Unos lo creyeron. Más tarde, algunos de ellos, fueron discípulos de Jesús y
amigos míos. Otros lo rechazaron. Así es la libertad humana. Los fariseos
salieron todos juntos. Llevaban la cabeza más alta que cuando entraron. Se
miraban unos a otros con una mirada en la que se leía la incredulidad y la
determinación de acabar con Jesús. Sólo sus dedos, que jugaban nerviosamente
con las filacterias, les delataban. Todo ha sido un truco, se decían entre
dientes.
Yo, mientras la gente iba
saliendo, pensaba. Recordaba a Alcimo. Había sido un implacable y brutal
servidor de los romanos. Hasta éstos, en alguna ocasión le habían recriminado,
medio en broma medio en serio, sus métodos. Y ahora... esa mirada... esa
sensación de liberación, de paz... esa sonrisa... ¿Qué le había pasado? Se
había curado de la parálisis, es cierto, pero había algo más. Era un hombre
nuevo, distinto. Se notaba con sólo mirarle. ¡Si a mí pudiera pasarme algo
parecido! Daría por ello todo lo que tengo –pensé. Estaba tan absorto en mis
meditaciones que casi no me di cuenta de que la casa se había vaciado del todo.
Entonces salió él. Venía directo hacia mí. Le rodeaban sus amigos, el tal Simón
y su hermano, los Zebedeos, los primos de Alcimo. Ellos, sus amigos, pasaron al
lado de mí. Unos ni me miraron, otros lo hicieron con desprecio. Él se paró y
me miró. Fue sólo un momento, una fracción de segundo, pero fue en momento más
intenso de mi vida. Luego, siguió de largo. Yo me quede quieto, como paralizado.
El mundo a mi alrededor era como algo fantasmagórico, irreal, distante. Mis
hombres me hablaban, me agitaban por los hombros, pero yo estaba ido, en otra
realidad. Entonces rompí a llorar. Más tarde Pedro me dijo que él recibió esa
misma mirada cuando, después de negarle, se cruzó con Jesús en el palacio de
Anás. Miriam de Magdala también me dijo haber sentido la misma mirada cuando él
le levantó la cara, sujetándola suavemente por la barbilla mientras ella le
enjugaba con sus cabellos los pies, mojados con sus lágrimas. Me pregunto si
Judas recibió también esa mirada. Si fue así, cosa de la que estoy seguro, tal
vez en el último instante, mientras se tensaba la cuerda que lo mató, pudo su
alma llorar también. Nunca lo sabremos en esta vida. Sólo la misericordia de
Dios lo sabe. No sé cuánto tiempo estuve llorando. Posiblemente muy poco, pero
perdí completamente la noción de la realidad. Tenía el dorso de las manos
apoyado en el borde de la mesa y la cara entre mis palmas. El cuerpo me
temblaba ahogado por los sollozos. Entonces oí una palabra llena de ternura y
suavidad, casi una súplica, que estaba, al mismo tiempo, llena de energía.
- Sígueme.
Levanté la vista. Él estaba allí.
Me miraba y me sonreía. Yo debía parecer idiota, con la boca abierta, los ojos rojos
y las mejillas surcadas por lágrimas, sin acabar de creer que hubiese vuelto a
por mí, que estuviese allí, delante de mí, llamándome. No era duda lo que
sentía, era incredulidad. ¿Yo? ¿Me estaba realmente pidiendo a mí, Leví, el
recaudador, que le siguiese? Ni se me ocurría pensar a dónde tenía que
seguirle, ni para qué, ni cuánto tiempo, ni ninguna de las preguntas que una
persona sensata hubiese hecho. Simplemente pensaba: ¿yo?
Como si estuviese leyendo mis
pensamientos, repitió:
- Sí, tú, Leví, sígueme.
Su voz era todavía más tierna,
más suplicante, más persuasiva y algo menos enérgica que hacía un segundo.
Entonces me levanté y, sin un
solo momento de vacilación, le dije:
- Rabbí –le dije, con una osadía
de la que me asombré inmediatamente–, ¿me harías el inmenso honor de venir esta
noche a cenar a mi casa? –Me miró sin decirme nada, pero supe que vendría.